Las dictaduras militares latinoamericanas duraron relativamente pocos años, pero la aplicación de los métodos del terrorismo de estado dejaron huellas profundas en las sociedades. Sin lugar a dudas, los desaparecidos y los asesinados por los ejércitos y las bandas paramilitares promovidas desde el estado constituyen el saldo más doloroso, el de la búsqueda sin reposo durante dos o más décadas de los familiares y amigos y el del duelo que nunca termina. Hay también un saldo económico, el de la apertura sin límite de las puertas al neoliberalismo a fuerza del silenciamiento de la oposición. Privatizaciones y enriquecimientos repentinos en un genuino proceso de acumulación originaria de capital cuyos mecanismos favoritos son el saqueo, el robo y la puesta a remate con adjudicaciones del patrimonio nacional convenidas de antemano, fueron también parte de ese periodo dictatorial y de los siguientes gobiernos constitucionales. Sus secuelas las sentimos hoy estrepitosamente en Argentina. Los beneficiarios de esta reestructuración capitalista son más longevos que sus operadores políticos, los militares, y además fueron blanqueados en la llamada transición a la democracia, diluyendo así los orígenes de sus fortunas en el mito del aprovechamiento exitoso de las oportunidades del mercado global.
Un tercer saldo concierne a la historia del mismo proceso dictatorial. El terror de estado paraliza la capacidad crítica de la sociedad y de sus intelectuales ante la crónica de los acontecimientos y de sus interpretaciones elaboradas por el aparato del poder. La producción de una historia oficial acompaña siempre los actos de quienes acceden al poder sobre todo por la vía golpista. Se trata no sólo de silenciar las otras historias y de rebajarlas al nivel de lo anecdótico, sino de colonizar violentamente la memoria colectiva.
El terror de estado son asesinatos, desapariciones, acallamiento de la disidencia, cancelación de espacios sociales autónomos, vigilancia permanente de la ciudadanía o, como en el panóptico benthamiano, creación del sentimiento de la vigilancia sin tregua; es, en fin, siembra de una cultura de la delación de modo tal que cada ciudadano se vuelve un policía. El terror logra de esta manera su objetivo: el de la parálisis de la acción y del pensamiento. Con miedo, Domitila siguió caminando por las pampas de Sora-Sora para recoger a los mineros heridos mientras las balas le pasaban a un lado; aterrorizado, un pueblo permanece inmóvil.
La política del terror puede alcanzar el paroxismo persecutorio. En abril de 1978, el director de operaciones y enlace de la provincia de Chubut, en la Patagonia, informa a la gendarmería nacional haber hallado en poder de un alumno un libro que amerita una indagación. Se trata de un ejemplar de Editorial Progreso de Moscú impreso en 1974. La investigación rastrea con éxito cómo ha llegado el libro a manos del estudiante. La directora del plantel lo obsequió a aquellos que se habían distinguido por su puntualidad y compañerismo a lo largo del año lectivo. Bajo la advertencia de "estrictamente secreto y confidencial", el agrupamiento de la gendarmería nacional informa haber realizado la requisa domiciliaria de la casa de la directora y no haber encontrado más ejemplares de la obra cuyo título es Un corderito con cuernos, que había circulado entre niños de cinco a seis años del jardín de infantes Principito de una población del sur argentino.
A la actual protesta argentina, con levantamientos parciales desde hace seis años y francamente generalizada desde diciembre de 2001, le falta el ingrediente de una rebelión de la memoria heredada a la sociedad por los ocho años de una de las más brutales dictaduras del continente. Revisitar la historia inmediata para sacudirse los marcos interpretativos aceptados e impuestos representa una asignatura pendiente de uno de los más rotundos ¡ya basta! de América Latina. Vale la pena recordar sin embargo el viejo adagio: "Un pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla". En el caso de los pueblos que han pasado por la experiencia dramática de la opresión dictatorial, la advertencia es aún más acuciante.
Éste es uno de los puntos de la agenda de la construcción de una nueva subjetividad política argentina y latinoamericana, pero no es sólo cuestión de voluntad. La transición a la democracia, como ha sido nombrada la época posdictatorial, consistió en muchos casos en una salida negociada de los represores en que la continuidad e impunidad de los agentes del régimen quedaban resguardadas aun si eran denunciados y publicitados los "excesos" de los militares. Mientras la estructura de poder que cobija a los productores y portadores de la narración oficial de la historia inmediata siga en pie, el trabajo de reconstrucción de la memoria permanecerá trunco.
Éste es el tema de la entrevista con Mauricio Fernández Picolo, profesor titular de historia argentina contemporánea de la Universidad Nacional de la Patagonia, campus Trelew, una de las sedes de la institución educativa del inmenso sur argentino.
•
¿La narración oficial de la historia inmediata argentina nace con el golpe de estado de 1976? ¿Cuál es el esquema discursivo de base de esta narración? ¿Esta narración tuvo tal fuerza que permanece en el tiempo? En otras palabras, ¿constituye una matriz discursiva que en cierto modo configura una construcción de sentido, una mentalidad histórica que se prolonga más allá del fin de la dictadura en 1983?
Mauricio Fernández Picolo: Yo pienso que la narración oficial de la historia de un país como Argentina tiene una extraordinaria continuidad, alcanzada mediante el ejercicio de la violencia y el autoritarismo político constante con que las clases dominantes aseguraron el acceso y la permanencia en el poder durante el último siglo de la historia argentina. La profundidad y complejidad de este autoritarismo va de la mano con la actitud de los partidos políticos que privilegiaron históricamente su acceso a los puestos de gobierno antes que la constitución, consolidación y extensión de los procedimientos democráticos. De esta manera, se contribuyó a la "naturalización" del autoritarismo y la violencia política ejercidos a través del aparato estatal, del mismo modo que se abonaron justificaciones para el silenciamiento, la proscripción, la exclusión o la eliminación de las voces disidentes. Esta violencia estatal desembozada fue siempre la respuesta al dinamismo y la capacidad de protesta social, organización, resistencia y rebelión de las clases subalternas. En este proceso, las instituciones educativas y culturales se ocuparon, por una parte, de eliminar del ámbito oficial las expresiones culturales y políticas de esas clases al tiempo que se eliminaba, excluía y expulsaba a quienes las sostenían y, por otra, de ocultar y negar el proceso de diferenciación económico y social del mismo modo que se perseguía y recluía a quienes lo señalaban.
También debe destacarse que dicha violencia implicó la construcción y transmisión de una narración histórica estatal que sepultaba la memoria social y colectiva de los dominados. Estos "desenvolvimientos previos" fueron absorbidos y reciclados por la doctrina represiva, la normatividad jurídica y el modelo económico que se desarrollaron en el marco de la doctrina de seguridad nacional y el terrorismo de estado del que se nutre.
¿En qué se diferenciaría de otras historias oficiales? Porque prácticamente todas las historias oficiales excluyen la memoria y la historia de los de abajo.
MFP: Tengo la impresión de que una historia como la historia mexicana puede, hasta cierto punto, tergiversar y darle otro sentido a la historia de los de abajo. Pudo ser rescrita de modo tal que fue asimilada aun si justificó y reforzó el discurso del poder. Pero en Argentina, los grandes movimientos sociales, políticos y culturales de las clases subalternas fueron, y aún lo son, combatidos y reprimidos por una historia oficial que los oculta para evitar que la capacidad crítica y su potencia política sean conocidas. El peronismo sepultó la historia de las luchas y esfuerzos organizativos que llevaron adelante los anarquistas socialistas, los sindicalistas y comunistas durante el proceso de formación de la clase obrera argentina. El menemismo terminó de sepultar el mito del peronismo como un partido que respondía y podía satisfacer las demandas e intereses de la clase obrera y los desposeídos. Más recientemente, el FREPASO (Frente para un País Solidario), en el camino que lo condujo al poder se fue despojando de todos y cada uno de los principios y aliados políticos que lo podían ligar a una visión crítica de la historia, hasta que se sintió lo suficientemente libre como para conformar alianzas electorales con los sectores más conservadores y tradicionales de la política argentina. Si ninguno de los grandes episodios y las grandes gestas populares y clasistas en Argentina se encuentran en la historia oficial es porque los partidos mayoritarios no pueden ni quieren rescatarlos, porque están en contra de sus intereses actuales o porque revelarían la responsabilidad que les cupo en su represión, disolución o eliminación. No son reciclados por el poder político. En este punto creo que reside una diferencia esencial: ninguno de los grandes episodios y las grandes gestas populares y de clases en Argentina se encuentran presentes en la historia. En el mejor de los casos, éstos se presentan como problemas, amenazas o posibles riesgos para el orden establecido.
Para profundizar la pregunta anterior. Tú dices que esta narración oficial elaborada por la dictadura no consistiría sino en llevar hasta sus últimos extremos una narración ya existente que se vehicula en Argentina desde mucho tiempo antes y que, en resumidas cuentas, vendría siendo no sólo la exclusión de los de abajo de la reconstrucción histórica, no sólo su subordinación al protagonismo histórico de otros sujetos sociales, sino a su virtual dilución en el paisaje histórico. Entonces ¿en qué consiste llevar a los extremos esa narración?
MFP: Si el terrorismo de estado recicla todas las experiencias autoritarias anteriores que le sirven de plataforma, las absorbe y las potencia, se distingue de ellas porque tiene como objetivo y persigue una "solución final" para la falta de hegemonía política de las clases dominantes: la eliminación de toda oposición y la destrucción de todo el entramado de organizaciones sociales y políticas en condiciones de resistir. Todo el aparato del estado es militarizado, orientado en función de la inteligencia militar y la represión, y los comandantes en jefe del ejército se ubican por encima de cualquier estructura, concentran el poder y no hay ningún límite ético, moral o normativo que los contenga. Para que no quedaran dudas, los dictadores vociferaban sus objetivos: matarían en forma sucesiva a los subversivos, a sus colaboradores, sus simpatizantes, a quienes permanecieran indiferentes y, por último, a los tímidos. Si bien conocemos cifras de muertos, desaparecidos, encarcelados, exiliados y familiares afectados, ninguna estadística puede dar cuenta de la cantidad de personas que en ese periodo fueron vejadas, humilladas, sojuzgadas y acalladas. No conocemos el número de cuerpos en que el terror se instaló, pero son millones. Cada una de las víctimas del genocidio, la masacre o la desaparición apuntan al silencio y la indiferencia de los vivos, cada uno de los muertos y desaparecidos pierde su identidad y se transforma en un signo de amenaza permanente.
No se puede soslayar el hecho de que fue también inmensa la cantidad de personas que colaboró con la dictadura (empresarios, técnicos, intelectuales, políticos, sindicalistas). Hay, como dice Christian Ferrer, un "sustrato comunitario inconfesable" que sostuvo toda la estructura política oficial, la cual se distingue de las anteriores en que no sólo justifica un discurso del poder, sino que es parte de las acciones sicológicas que se despliegan para "ganar" la guerra contra la sociedad.
La verdad de esta narración no se funda en la evidencia histórica, misma que ni siquiera se invoca, ni tampoco es una mera tergiversación. Para ocultar, negar, desmentir, evitar que se difundan y desestimar todos aquellos elementos, indicios, versiones o hechos que pudieran poner en duda la veracidad de la versión oficial, o que demuestren la falacia de los argumentos con que se intenta justificarla, se desarrollan acciones físicas (desapariciones, asesinatos, encarcelamiento, persecuciones) y se profundizan las acciones de censura, el saqueo de librerías y bibliotecas privadas y públicas, la prohibición y quema de libros. Se llega al extremo de la criminalización de la tenencia de libros considerados subversivos.
Es en los ámbitos educativo y cultural donde se materializaron otras acciones sicológicas que permitieron controlar parte de la población. En el espacio del aula, los "objetivos" serán los docentes, los alumnos y toda la comunidad educativa, abarcando todos los niveles, desde el preescolar hasta la universidad.
Por otra parte, la doctrina de seguridad nacional se funda, como sostiene León Rozitchner,[1] en la insidia del terror que se resiste a ser pensado como la metodología política que destruyó las redes solidarias y las organizaciones sociales y políticas populares y clasistas, como la "trama siniestra" que implantó el terror cotidiano, que lo naturalizó y lo hizo invisible para ocultar, de ese modo, los objetivos del sistema político, económico y religioso que sólo pudieron alcanzarse mediante el genocidio. Este terror se continúa en el tiempo porque sus ejecutores directos están aún vivos y amenazantes, y porque aún más vivos, potentes y tenebrosos están los poderes y las instituciones que lo produjeron. Para los teóricos de la "transición a la democracia" formal -como opuesta al horror- era necesaria la amnesia, y, por ello, la amenaza de lo que está más allá: el campo de concentración. El poder militar fue restablecido como garantía para la continuidad de la dominación.
En 1983, el paso de la dictadura a la democracia significó un cambio en el régimen político que de ninguna manera alteró o modificó la estructura de poder ni la hegemonía económica y cultural de las clases dominantes. Por ello, la iniquidad jurídica es la consecuencia previsible de esta continuidad. Las decisiones políticas que concedieron impunidad a los dictadores, ejecutores y partícipes del proyecto de dominio político instaurado por el terrorismo de estado, proseguido en el neoliberalismo actual, forman parte del "sistema" que el poder político fue estructurando para proteger a los autores del genocidio, es decir, a todos y cada uno de los responsables de la banda que tomó el poder y a sus obsecuentes cómplices o colaboradores. La fundamentación última de estas decisiones políticas es la "simetría inmoral" o "teoría satánica" de los dos demonios, que sostiene que los militares y los movimientos armados libraron una guerra de aparatos que sumergió al país en una espiral de violencia. La teoría tiene una extraordinaria vigencia no sólo para la gente común, sino también en los círculos académicos.
Ahora bien, ¿la teoría de los dos demonios no podría asumirse como una deslegitimación de ambos, es decir, de la guerrilla y de los militares?
MFP: La primera impresión es que apunta a la deslegitimación de ambos, pero en realidad se trata de un intento para exorcizar la violencia de la historia argentina, en consonancia con la propuesta de la democracia como lo otro opuesto al terror. Desplaza entonces el análisis histórico por un enfrentamiento mítico entre el bien y el mal. De ese modo, se le sustrae a la época histórica el significado ideológico, político, social y crítico de las fuerzas sociales que fueron aniquiladas. Establece una simetría bélica que jamás existió pero que habilita hablar de excesos. La teoría absuelve en primer lugar a la sociedad, que es presentada como una indefensa espectadora, y luego, a los partidos políticos, a los políticos mismos, a los intelectuales, porque disuelve las críticas a las formas de complicidad y colaboración. Plantea que la dictadura fue una anomalía y que "nosotros" no teníamos nada que ver con esa violencia. Yo afirmo todo lo contrario: tienen mucho que ver la sociedad y la política argentina con esa violencia.
La contraparte de la demonización es la angelización de las víctimas, que se encarna en el discurso de la mayoría de las organizaciones de derechos humanos. Se parte de considerar al terrorismo de estado también como una anomalía, como una locura homicida, como un terror estatal demente, y se concluye confirmando el desplazamiento de la identidad del sujeto, producido por la masacre, al negar las cualidades críticas, disruptivas, propositivas de la acción y de la palabra de los masacrados.
La segunda parte de la primera pregunta que formulé, de alguna manera ya contestada, tenía que ver con la continuidad de esta teoría. Hoy asistimos a un cambio con respecto a lo que pasaba antier. Tal vez estamos ante la oportunidad histórica de un pueblo de rehacer su historia inmediata y ello implicaría, siguiendo la lógica de tu respuesta anterior, la emergencia de "nuevos" intelectuales.
MFP: Sí, entre otras cosas que habría que hacer. En los últimos años, la resistencia, con todo lo que significa en cuanto a la recuperación de lógicas políticas, intervenciones públicas e interpretación de la historia, ha sido concretada por los movimientos de protesta social que se desarrollaron por fuera de las instituciones políticas o sociales. Esta vitalidad de la protesta social y la resistencia contrasta con la ausencia de pensamiento crítico en la producción académica, salvo el que está presente en grupos de intelectuales que resisten al neoliberalismo y los dogmas de la globalización. Uno tiene la sensación que la academia no está produciendo nada significativo, que no tiene nada para decir y que, por supuesto, no está pensando en el cambio social, a pesar de que lo pueda disfrazar de muchas maneras.
Lo que quiero decir es que el terrorismo de estado, y el neoliberalismo que lo continúa, realmente tuvieron grandes éxitos. Además de la desestructuración social, política, de la ruptura de las tramas de solidaridad, de comunicación, de discusión, de debate, el terror dejó una huella profunda que se refleja tanto en el campo intelectual como en el campo de la organización social. Hay intelectuales, sin embargo, que individualmente destacan mucho y que realizan un esfuerzo permanente, pero evidentemente no constituyen la mayoría. Esto incluso sucede en las universidades grandes del país. Yo estoy en una universidad pequeña donde la situación es aun diez veces peor, donde no sólo nada de esto sucede, sino que además los pocos intelectuales críticos que existen están en una absoluta soledad.
¿Todo esto significa que el terror de estado tiene efectos perdurables en la sociedad?
MFP: No, seguro que no. Pienso que ningún método de dominación política puede tener efectos permanentes. En la medida en que las clases subalternas, los dominados, reconstruyan las organizaciones sociales y políticas propias y recuperen la memoria que les ha sido escamoteada, tergiversada y ocultada tendrán la oportunidad de darle vida, es decir, de recrear su pasado e identificarse en su historia. En otras palabras, podrán reconocerse como sujetos. Implica también recuperar la imaginación, la creación, los sueños, los ideales y la utopía. En el tránsito por este camino, el terrorismo de estado, sus secuelas y otras formas de dominación y opresión pueden ser derrotados.
Lo que tú relatas significa que el final de la dictadura militar no implica ni el fin del silenciamiento de los individuos ni de los mecanismos de censura y autocensura. Es en ese sentido que hago referencia a los efectos perdurables del terrorismo de estado aun si se han cancelado los métodos más abiertamente terroristas de acallamiento.
Tú tematizabas lo que sería la crítica a la muy cacareada transición a la democracia, como si fuera un proceso por un lado irreversible y, por el otro, como si fuera un proceso del cual ya hubieran desaparecido todos los actores de la sociedad que, para ser benevolente, llamaría autoritarios.
MFP: No recuerdo la expresión exacta, pero a mediados de los años setenta se planteaba algo similar a la transición a la democracia para toda Centroamérica, como un proyecto concreto. No importaba qué partido pudiera acceder al poder, aunque fuera un poco más progresista que lo que Estados Unidos hubiera querido, pero sí importaba que los militares siguieran existiendo como un poder seguro. Esto era preferible a otros peligros que se consideraban mayores en el marco de la guerra fría. Es decir, ya estaba concebida la continuidad en aquel momento para Centroamérica. Después fue pensada la salida de la dictadura hacia la democracia para el cono sur, aun si las experiencias nacionales son diferentes.
Pero el punto central de mi respuesta radica en la cuestión económica. Hay una continuidad absoluta demostrable empíricamente de la política económica desde 1973 hasta ahora. Pero hay que recordar que durante todos los primeros nueve años de la democracia cada una de las decisiones que tenían que ver con la protección de los militares, con el ajuste permanente en la economía, etcétera, siempre fue presentada como una cuestión concerniente a la gobernabilidad política, con acciones que apuntaban a evitar que los militares otra vez recuperaran el peso y el poder que tuvieron y la posibilidad o la amenaza permanente del terror. El manto protector se tendió no solamente a los genocidas, sino también a los poderes económicos de la época. Martínez de Hoz,[2] por ejemplo, podría ser condenado, juzgado, encarcelado por delitos económicos y por haber requerido el ejercicio de toda la represión necesaria para anular las resistencias e implantar un modelo determinado del cual él y ciertos grupos económicos se beneficiaron. Estos grupos siguen primando porque continúa prevaleciendo el neoliberalismo a nivel mundial.
Al cabo de todos estos años de democracia, el poder de estos grupos económicos se ha reforzado porque quienes están definiendo la política económica y la política social en Argentina, en México, en Ecuador, en Brasil o aun en Asia o en África siguen siendo el FMI, el Banco Mundial u otras instituciones en las que la democracia no tiene cabida y que responden a intereses de grupos económicos que -como sostiene Noam Chomsky- son totalitarios por definición. Es decir, promueven una política de grupo, de incremento de ganancias, etcétera, que no pasa por un filtro de decisión de ninguna sociedad.
Lo que está sucediendo en Argentina es la continuidad del terrorismo de estado que, además, se articula muy bien con el neoliberalismo mundial, con un liberalismo de mercado y, claro, con el terrorismo económico. El terrorismo económico implica, tanto en Argentina como en cualquier lugar donde se aplican políticas de ajuste, la disminución de recursos para educación, para salud, para vivienda; en suma, la restricción de todos los derechos sociales. Esto plantea una gran paradoja para la vida institucional argentina, ya que la restricción de derechos es contemporánea a la reforma constitucional de 1993, que incorpora al texto de la ley fundamental de la nación todos los pactos internacionales de derechos humanos.
Salvando las distancias espacio-temporales, podría hacerse una comparación entre Argentina y la Alemania posnazi, donde el conocimiento de las dimensiones del genocidio y de la complicidad de la sociedad alemana con el nazismo no ha impedido el resurgimiento de grupos neofascistas.
MFP: No quiero decir que estos grupos van a desaparecer de la sociedad, pero es necesario meditar si tienen o no poder. Éste es el punto central, es decir, los grupos económicos en Argentina, vinculados a la dictadura, destinatarios de las políticas neoliberales, los militares, los ejecutores concretos de la dictadura siguen ahí; están todos libres. Los grupos económicos beneficiados por la estatización de la deuda externa en 1982 son los mismos grupos beneficiados por la licuación de pasivos facilitada por el gobierno de Duhalde. A eso me refiero, siguen ahí y además tienen poder; lo han tenido hasta ahora como para que ninguno haya terminado en la cárcel. Ésta es la contraparte necesaria de la "transición a la democracia".
Pero comparando con la Alemania posnazi, cabría preguntarse si aquellos grupos siguieron teniendo poder y lo usaron del mismo modo. En el caso de Argentina hay que pensar que, por ejemplo, algo que no cambió durante todo este periodo democrático, es más, que se incrementó en muchísimos aspectos, fue la actuación de los servicios de inteligencia. Aparentemente, el ejército debería haber estado circunscrito a los servicios de inteligencia en las cuestiones militares. A pesar de ello, hay varios periodistas que lo señalaron y ha habido casos judiciales en los que quedó claro que los militares siguieron haciendo inteligencia durante la democracia. La SIDE, la Secretaría de Inteligencia del estado, es un organismo que creció con Alfonsín -en equipamiento, en extensión, etcétera-, y creció muchísimo más con Menem. Durante el periodo presidencial de Menem tenía un presupuesto de aproximadamente un millón de dólares y ha estado involucrada en cada uno de los affaires importantes en Argentina, desde el soborno a senadores para que se aprobara una ley laboral, que incluso significó la renuncia de un vicepresidente, hasta otro tipo de cuestiones significativas, de acciones de contrainteligencia, de trabajo de provocación. Siguen y se han desarrollado todos los servicios de inteligencia internos como pueden ser los de gendarmería, la policía federal, las policías provinciales.
Todo ello implica una continuidad muy grande desde el punto de vista del poder, y no ha sido para nada acotado por la democracia. Al contrario, ésta ha sido reforzada y usada por los partidos políticos para seguir en el poder. Esto es lo que evidentemente se está cuestionando: la forma de hacer política, el distanciamiento de los políticos con la sociedad, el que los partidos políticos no tienen programas para el conjunto de la población, sino para acomodarse a los dictados del imperio, por decirlo rápidamente. En este momento, los políticos que cuentan con mayor intencionalidad de voto en Argentina no tienen un programa para los catorce millones de pobres y desocupados; no tienen un programa para los más jodidos de nuestra sociedad. A la larga puede ser que pudieran formular un programa que contuviera a las clases medias, que pudieran ser más extensivas las políticas "compensatorias" destinadas a los pobres e indigentes, pero los graves conflictos y problemas no se van a solucionar por esta vía. En todo caso, se puede aplazar una agonía.
La protesta social que vive ahora Argentina representa un cuestionamiento profundo; es político, social, cultural, económico. Quizá marque el fin de una época.
La consolidación de la movilización social actual, de la insurrección, ¿llevaría necesariamente a una reelaboración de la memoria histórica?
MFP: La sola existencia de la movilización y la protesta social ya implica que hay algún tipo de reelaboración de la memoria histórica. Muchos sectores sociales han recuperado la palabra. Hay una intencionalidad clara de retomar el protagonismo, de reclamar la participación política, además de los reclamos específicos de renuncia de miembros de cada uno de los poderes del estado o de revisión de decisiones de gobierno que van acompañadas de críticas descarnadas a los políticos, los partidos políticos, la relación del estado con corporaciones empresariales o sindicales, las políticas económicas o el sistema económico. La crítica a la democracia no es una crítica a favor de sistemas más autoritarios; es una crítica a una democracia frágil, acotada, formal, que no se extendió nunca al conjunto de la sociedad, que obturó canales de participación y que abortó todos y cada uno de los intentos por mejorarla. Hay otros signos de reelaboración de la memoria histórica que tienen que ver con la revalorización de las marchas, las concentraciones, los escraches,[3] la movilización, la comunicación alternativa, las asambleas para discutir propuestas y tomar decisiones democráticas. Probablemente, la recuperación del espacio público, la plaza, la calle, sea el signo que indica una definición más nítida de enfrentamiento con la herencia del terrorismo de estado. Sospecho que, como sujetos sociales, todos saben que si no se toma y apropia el espacio público como lugar de la protesta viene de nuevo la noche. Sin embargo, es enorme la brecha entre esta intensa movilización social y quienes ostentan la representación política de la sociedad. La política en todos estos años es una política ofrecida como mercancía y, por tanto, muy mediática. Mucha de la protesta social se transformó en protesta mediática, en algún tipo de acto que, por sus características, por su originalidad, por el impacto, por los actores o por las formas sí tuviera repercusión mediática.
Pero esto acontece en todos lados: el ausente mediático es un ausente real, un ausente político.
MFP: Pero lo que estamos viendo en los últimos días en Argentina está dando cuenta de que ya no hay tanta preocupación por lo mediático. Los cacerolazos se están produciendo en diez barrios diferentes y no todos pueden pretender que llegue la televisión, la prensa a registrarlos. Aparte, está el hecho de que aunque la protesta sea masiva, de miles de personas, hay una intencionalidad de los grandes pulpos empresariales que manejan los medios de información de no difundir todo lo que está pasando, de minimizar la importancia histórica de esta protesta.
Hay actualmente un intenso trabajo social: por ejemplo, que en una asamblea barrial se esté planteando ir a hacerle un escrache a un banquero o a un político; la realidad es que esto mismo se puede estar planteando en diez lugares diferentes, con políticos diferentes, y que no va a tener en todos repercusión en la prensa aunque sí la tendrá en un sentido político y social, y creo que ello tiene gran importancia. De todos modos, es un momento de mucha incertidumbre, aunque se respira mejor y eso le permite a la sociedad darse el tiempo y el lugar para buscar esperanzas.
Me parece que coincidimos en el papel de la memoria y la historia en la capacidad movilizadora de una sociedad. Por eso creo que seguramente deberá producirse esta reelaboración de la memoria histórica, porque si no el movimiento no tiene perspectivas.
MFP: Sin duda, no se puede saber si esta reelaboración y renovación tiene la profundidad necesaria como para revertir todos los procesos, pero lo que se puede advertir es que se está transitando un camino que apunta en ese sentido.
Notas:
[1] |
Ver León Rozitchner, "Los campos floridos de la Argentina", pp. 221-22 de esta publicación. |
[2] |
José Alfredo Martínez de Hoz, perteneciente a una familia de terratenientes, fue ministro de Economía durante la dictadura militar. |
[3] |
Es una forma de lapidación simbólica en que los manifestantes expresan públicamente su repudio a un personaje poderoso de la política o del ámbito económico o que actuó durante la época de la dictadura.
|