Chiapas
1


Armando Bartra
Origen y claves del sistema finquero del Soconusco

¡En este mundo caben muchos mundos!

Presentación

Catherine Héau-Lambert y Enrique Rajchenberg,
1914-1994: Dos convenciones en la historia contemporánea de México

Armando Bartra,
Origen y claves del sistema finquero del Soconusco

Ana Esther Ceceña y Andrés Barreda,
Chiapas y sus recursos estratégicos

Juan González Esponda y Elizabeth Pólito Barrios,
Notas para comprender el origen de la rebelión zapatista


PARA EL ARCHIVO

Antonio García de León,
La vuelta de Katún (Chiapas: a veinte años del Primer Congreso Indígena)

Ana Esther Ceceña, José Zaragoza, Equipo Chiapas,
Cronología del conflicto, 1º de enero - 1º de diciembre de 1994

Los desafíos de la CND. Propuestas de la presidencia colectiva a la Segunda Sesión de la Convención Nacional Democrática

Violeta Núñez Rodríguez,
Convención Nacional Estudiantil


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Atados al yugo de una "economía de enclave", quizá desde antes de la conquista y cuando menos desde fines del siglo XIX, Chiapas y los chiapanecos han sido saqueados por sucesivos sistemas imperiales; desde la sumisión tributaria a los aztecas hasta el moderno colonialismo interno, pasando por la expoliación de las transnacionales agroexportadoras.

Primero fue el cacao, que pasó de privilegio de los pillis de la Triple Alianza a disfrute exclusivo de la nobleza española y europea; después fueron el palo de tinte y de Moral, y más adelante maderas preciosas y productos de plantación, como el hule y el café, destinados a las modernas metrópolis capitalistas. Finalmente, convertida en una suerte de colonia interna, Chiapas tributa su energía a la federación, en forma de electricidad y petróleo.

La materia y el modo han cambiado, el saqueo se mantiene. Para Chiapas -como para todo el sureste indígena y tropical- progreso ha sido sinónimo de ecocidio, y modernidad ha significado más racismo y más explotación.

Como las "repúblicas bananeras" de Centroamérica y el Caribe, Chiapas fue un botín de las transnacionales agroexportadoras. A fines del siglo XIX los capitales norteamericanos, ingleses, franceses y alemanes emprendieron la colonización de Soconusco, y en nombre de la civilización y la modernidad establecieron un sistema de trabajo forzado. Este "México bárbaro" -este país oculto y vergonzoso que hace cien años descubrieron y denunciaron algunos escandalizados periodistas norteamericanos y que hoy vuelven a descubrir y denunciar otros reporteros igualmente escandalizados- es el tema del presente ensayo. La investigación proviene de un estudio mayor e inédito que se ocupa de las plantaciones y monterías del sureste mexicano durante el porfiriato.

De la utopía farmer al pragmatismo corporativo

MÉXICO AGRICOLA:
...maravillosas posibilidades para los agricultores americanos y europeos en la República Méxicana.

MÉXICO ATRACTIVO PARA EL CAPITAL:
Más de dos mil millones de dólares en recursos foráneos, muestran que el gobierno es considerado estable, las leyes justas y las oportunidades inigualables... En muchos grandes negocios , los capitales norteamericanos, ingleses y alemanes trabajan codo con codo ... y el capital mexicano se entrevera libremente...
Esta labor de ... transformación se extiende a lo largo y a lo ancho de la tierra de los aztecas...
Lo que está sucediendo en México gracias... a las inversiones foráneas es poco menos que un milagro...
(Del folleto Agricultural Mexico, compilado por Horace H. Shelton y aprobado por el ministro de Fomento Olegario Molina, EEUU, 1909).

A principios de la década de los setenta del siglo XIX el remoto Soconusco no tenía más fama que la proveniente de los frecuentes conflictos fronterizos con Guatemala; por lo demás la región destacaba por su extremado aislamiento y escasa población dentro de un estado de por sí tan incomunicado como Chiapas. Pasado el auge cacaotero, unas 2,000 familias de indios Mames subsistían del autoconsumo en pacífica coexistencia con un puñado de rutinarios ganaderos extensivos vinculados a la tradicional oligarquía de "Los Altos". La producción comercial de café sólo existía en los sueños de algunos políticos emprendedores como Matías Romero, y a la primera plantación en forma, establecida por el italiano Manchinelli en 1846, se la había tragado la selva. Por esos años se producían en toda la región alrededor de 1,000 quintales del grano aromático, menos de 50 toneladas.

Treinta años después el Soconusco era emporio cafetalero donde más de 60 empresas extranjeras explotaban dos millones de matas.

Los soñadores y pioneros de la primera etapa habían dejado su lugar a enormes consorcios como la "German-American Coffee Co.", que tenía una inversión de cinco millones de pesos, y el puñado de nativos Mames se diluía en un mar de jornaleros Tzotzil-Tzeltales enganchados en "Los Altos". Para 1908 la producción cafetalera de Soconusco fue de 9,200 toneladas, casi el 90 por ciento de la producción chiapaneca del grano y aproximadamente un tercio de toda la producción nacional.

¿Cómo se produjo este milagro modernizador? Y sobre todo, ¿cómo se pudo generar tal emporio capitalista en un contexto tan atrasado como el chiapaneco?

Chiapas había cambiado un poco a lo largo del siglo XIX; los finqueros seguían practicando las relaciones tributarias y patriarcales establecidas en los primeros años de la colonia y prolongadas hasta la Reforma por la Iglesia, "... participaban del aislamiento rural y vivían como vaqueros criollos, compartiendo la cultura de las masas campesinas... (en) una vida cotidiana hasta cierto punto armónica que poco a poco se alzó sobre la destrucción y sustitución de la aldea comunitaria indígena..." (García de León en 1985, pág. 65 ).

Dos grupos de terratenientes tradicionales se repartían el estado y competían por la hegemonía política: los finqueros de Los Altos, sustentados en el control mercantil de las comunidades tzotzil-tzeltales y en un sistema colonial de tipo tributario; y los hacendados de la depresión central, ganaderos extensivos que exportaban fuera de la entidad, que se sentían "modernos" y "liberales" y estaban vinculados a Porfirio Díaz.

En lo económico, Chiapas estuvo prácticamente aislado del resto de la República hasta 1861 en que se habilitaron como puertos San Benito y Arista en la costa del pacífico. Sin acceso a los grandes centros comerciales, su agricultura era predominantemente de autoconsumo o destinada a mercados locales de escasas dimensiones, sólo algunos productos de alto valor resistían los fuertes costos de transporte y se vendían fuera del estado: cacao, añil, aguardiente, copal, etc.

En la vertiente del Golfo salían por vía fluvial Palo de Campeche y de Moral y maderas preciosas. Durante todo este periodo la principal actividad comercial fue la ganadería con exportaciones importantes a la vecina Guatemala y ventas a Oaxaca, Tabasco y Veracruz; sólo la facilidad del ganado para trasladarse por su propio pie a grandes distancias, permitían vencer el aislamiento y la carestía del transporte (De la Peña, pág. 171).

Esta sociedad no podía generar -y no generó- el fenómeno cafetalero del Soconusco, en cuyo origen están fuerzas transnacionales; pero lo peculiar es que la revolución cafetalera tampoco trascendió su ámbito regional y fuera de la zona de plantaciones de la sociedad chiapaneca conservó sus rasgos tradicionales.

Antes de la invasión cafetalera, el Soconusco no era muy distinto del resto de Chiapas. La particularidad que había marcado históricamente su destino económico había sido la producción de cacao. Conquistados y sometidos por los aztecas, los mames fueron obligados a tributar este fruto; a partir de la conquista de América, la aristocracia europea descubre el chocolate y la región del Soconusco tiene el "privilegio" de depender directamente de la Corona, sin Repartimientos y Encomiendas, a cambio de seguir tributando cacao; después de la Independencia, el Soconusco mantiene su especialización y el cacao, "que es una de sus principales producciones, es el mejor y más estimado en América y Europa, donde el uso del chocolate va extendiéndose mucho" (Larráinzar, 1843).

Sin embargo, el cacao nunca se cultivó en grandes plantaciones sino en pequeñas haciendas de indios naturales y los Mames fueron diezmados por las enfermedades importadas por los españoles. Así las tierras acabaron por dar bajos rendimientos y el débil comercio que el Soconusco sostenía con Guatemala y, después de 1861, con el extranjero por el puertecillo de San Benito, languideció conforme el cultivo iba desplazándose a la vertiente del Atlántico y a las estibaciones montañosas del norte del estado.

Para la década de los setenta, la cómoda y segura ganadería extensiva, establecida desde fines del siglo XVI dominaba sin competencia las llanuras del Soconusco y las desiertas laderas de la Sierra eran terreno libre para las milpas anuales que todos los veranos cultivaban algunos millares de campesinos indígenas provenientes de "Los Altos" chiapanecos o guatemaltecos. Desaparecido el cacao, la zona vivía en un aislamiento aún más profundo que el de épocas anteriores, sin embargo, por esos años, comenzaron a aparecer signos anunciadores de la futura revolución cafetalera.

El café no era desconocido en la región, pero su cultivo había sido puramente doméstico. La primera plantación en forma fue establecida en 1846 por el italiano Jerónimo Manchinelli en su finca "La Chácara" -cerca de Tuxtla Chico- donde sembró 1,500 cafetos, de la variedad Borbón, traídos de San Pablo, Guatemala (Romero, 1893, pág. 138), pero la aventura no tuvo mayores repercusiones y durante cerca de 30 años no se repitió el experimento.

A principios de los setenta surgen nuevas plantaciones, como la del zacatecano Carlos Gris que siembra café en su finca "Majagual", sin embargo, el cultivo no se entiende, pues no existen aun las premisas necesarias para su generalización.

En un folleto sobre el cultivo del café, escrito en Tapachula y publicado por primera vez en 1874, Matías Romero expone algunas de estas carencias:

Uno de los principales inconvenientes que opaca el cultivo del café, es que tardando un plantío en comenzar a producir de 3 a 5 años [...] hay pocas personas que tengan los recursos financieros suficientes para ser por todo ese tiempo los gastos que el cultivo demandan sin obtener entre tanto, ningún producto.

Por otra parte, una carta de Escobar, jefe político del Soconusco, dirigida al mismo tiempo Matías Romero en 1872, explica una segunda dificultad: "Este artículo se cosecha en poca cantidad por razones que los agricultores no teniendo un puerto habilitado para exportarlo, temen [...] hacer sembrados extensos..." (Romero, 1874, pág. 15).

En otras palabras, la generalización de la cafeticultura sólo era posible si se disponía de capitales capaces de soportar 4 años de inversiones sin rendimiento, y si se desarrollaba una infraestructura adecuada para realizar las exportaciones; condiciones, ambas, que no podían ser generadas por los raquíticos y rutinarios "capitales" locales y que tampoco podían ser creadas por otros agentes, mientras no lo permitieran las condiciones políticas regionales y no lo propiciara la coyuntura económica internacional.

El proceso de creación de estas premisas se prolongará aun por más de dos décadas, durante las cuales la cafeticultura local no logrará su despegue definitivo, y el resultado final será un enclave neocolonial dominado por el capital germánico. Sin embargo, las grandes corporaciones alemanas sólo se presentarán al término de la fiesta, justo a tiempo para comerse el pastel y demostrar, de paso, el predominio de la vía imperialista en el desarrollo del capitalismo regional.

Durante el lapso anterior a la invasión germánica podemos identificar dos fases: la de los soñadores "liberales" que fracasan debido a la inestabilidad política de la región, y la de los "farmers" pioneros, que sientan las bases de la cafeticultura sólo para ser devorados por el gran capital transnacional. Si el Soconsusco de fines del siglo XIX es un buen ejemplo de economía de enclave creada por el impulso del capital extranjero, los dos periodos anteriores son una muestra privilegiada de los límites de la "vía farmers" al capitalismo agrario, cuando ésta pretende desarrollarse en la época del imperialismo y se enfrenta a los embates de las corporaciones transnacionales.

La etapa en que la cafeticultura del Soconusco adquiere su configuración definitiva está presidida por la irrupción del gran capital transnacional y no sólo por la presencia de los finqueros alemanes. Sin embargo, las casas comerciales germánicas y sus plantaciones son ampliamente predominantes en el negocio del café; mientras que los grandes capitales norteamericanos derivan hacia la producción de resinas, y se apropian de las planicies costeras idóneas para la plantación de hulares, abandonando las faldas montañosas a los finqueros alemanes.

Ya no son un puñado de pioneros, que se pierden en la selva. Ante los ojos atónitos de la población campesina local y la mirada desconfiada de los ganaderos criollos que huelen el peligro y, ahora sí, temen por su hegemonía; comienza a desfilar una legión de nuevos "caxlanes", de rasgo nórdicos. Llegan Griessemann y sus eficientes colaboradores de "El Retiro": Schmidt, Ricke, Hoddich y Koert; llegan los masivos y barbados hermanos Hagneur a la remontada finca de "Argovia"; y detrás de ellos una fila interminable: Kahle, Pohlenz, Nixh, Schroeder, Reinshagen... quienes buscan las orillas de los ríos para comenzar a fincar "Germania", "Villa Nueva", "La Esperanza". "Las Maravillas", "San Cristóbal"... Pronto la región se llena de Luttmann, Buff, Ochting, Struckien, Triklein, Widmayer... una inundación germánica que no viene solamente del otro lado del Atlántico, sino también de la vecina Guatemala donde había establecido su anterior enclave neocolonial, e incluso de Mazatlán, donde la colonia alemana desarrollaba un intensa actividad económica.

La mayoría de estos nuevos colonos son originarios de Hamburgo, Bremen o Lübeck y todos son hombres de corporación: empleados o exempleados de las grandes casas importadoras-exportadoras metropolitanas, que se han lanzado a la conquista de los países tropicales a nombre de sus compañías, por cuenta propia o las dos cosas a la vez.

Pero ya sea que actúen como representantes de las empresas metropolitanas, o que se establezcan por cuenta y riesgo; estos nuevos colonizadores son apéndices del gran capital transnacional y su fuerza arrasadora proviene de los recursos financieros y los canales de comercialización de los que disponen las compañías importadoras a los que están vinculados.

Muchos de estos plantadores habían hecho su primera escala en Guatemala, a donde llegaron a fines de los sesenta y principios de los setenta. En ese país, tampoco fueron los primeros, pues la expansión cafetalera de la Costa Cuca, Alta Verapaz y San Marcos, se había iniciado veinte años antes con sistemas procedentes de Costa Rica e impulsada por franceses, belgas y guatemaltecos. Pero los alemanes introducen nuevos métodos de cultivo, además de fertilizantes, insecticidas y maquinaria; y son portadores de abundantes recursos monetarios, como los grandes capitales de los comerciantes y banqueros hamburgueses Königsberg, Notebohon y Schroeder. Por esta vía pronto los alemanes dominan la comercialización, el procesamiento y gran parte de la producción. Hasta que a fines de los ochentas, las buenas tierras cafetaleras de Guatemala se agotan y los alemanes se ven obligados a expandirse sobre el Soconusco, incursionando en tierras mexicanas pero sin abandonar sus viejas propiedades guatemaltecas (Spenser).

Además de los finqueros alemanes de Guatemala, el auge cafetalero en tierras mexicanas atrae a una nueva oleada de jóvenes inmigrantes metropolitanos, dispuestos a ascender dentro de sus compañías o a hacer fortuna propia, pero siempre a la sombra y bajo la protección de sus padrinos transnacionales. Estos empresarios en potencia son muy distintos de los pioneros norteamericanos, y una colonizadora de la primera generación, Helen Humphreys, los describe con objetividad no exenta de ironía:

los alemanes que había en la finca ("El Retiro") eran recién llegados de Alemania y casi todos ellos eran de la clase alta [...] Hablaban español pues se habían preparado para venir [...] había venido con el exclusivo propósito de ser administradores o propietarios de plantación [no] para efectuar trabajos manuales (Seargent).

El régimen de propiedad de las plantaciones alemanas presenta diferentes modalidades: algunas pertenecen directamente a las compañías comerciales, otras operan como sociedades compuestas por un socio industrial en el Soconusco y otro financiero en Alemania y, finalmente, existen también fincas en propiedad exclusiva de cafetaleros radicados en el Soconusco. Sin embargo, en todos los casos, el control de la producción está en manos de las grandes casas comerciales alemanas que manejan el mercado y disponen del crédito.

Si los colonos pioneros pudieron trabajar prácticamente sin crédito, a cambio de fomentar muy lentamente sus cafetales; las nuevas fincas operan desde el principio en gran escala y para eso necesitan capital. El crédito indispensable, puede provenir de la casa matriz, del socio financiero, del comprador metropolitano, o de las casas comerciales alemanas establecidas en los puertos de Manzanillo y Mazatlán a mediados del siglo XIX; pero en cualquier caso, tiene como garantía la producción de café, implica compromisos de venta, y supone irremediablemente la dependencia.

El crédito más cuantioso y barato era el proveniente de las casas comerciales alemanas y por lo general los empresarios más exitosos eran quienes dosponían de este financiamiento.

Una modalidad más sinuosa e indirecta del control financiero metropolitano era la que se ejercía a través de las casas comerciales establecidas en México desde mediados del XIX y que a fines del siglo extienden sus intereses hasta la cafeticultura del Soconusco. Tal es el caso de la casa Melchess de Bremen establecida en Mazatlán en 1846, de los hermanos Oetling de Manzanillo y de la casa Barting también de Mazatlán.

Hemos visto ya que la expansión cafetalera de esta etapa también se apoya en el empuje y la iniciativa de los agricultores pequeños y medianos. Las compañías saben aprovechar las aspiraciones de independencia y el espíritu empresarial de sus empleados para lograr la multiplicación de las fincas, sin correr los inevitables riesgos de toda empresa incipiente. De esta manera la modalidad imperialista de desarrollo agrícola, generaba una suerte de "farmers", de cuello blanco; una caricatura de granjero emprendedor, al que la compañía le soltaba las riendas sólo lo estrictamente indispensable para que desarrollara su iniciativa empresarial, y ampliara a su riesgo -aun que no por su cuenta- la base agrícola del gran capital transnacional.

Durante esta oleada de inversiones alemanas, hay una marcada preferencia por adquirir plantaciones ya establecidas con cafetos en producción. En estos casos se compra la finca completa, incluyendo tierras cultivadas, casa central, viviendas para los mozos, instalaciones para beneficio de café y sirvientes endeudados; y se pagan precios de hasta 100 pesos por hectárea. Pero también se adquieren tierras vírgenes para iniciar nuevas plantaciones, pagando 3 pesos por hectárea.

Las compañías apoyaban estas inversiones otorgando préstamos al muy moderado interés del 8 por ciento anual y prácticamente sin límite; la única condición era que el deudor se comprometiera a realizar envíos regulares de café (Spenser).

La invasión cafetalera del Soconusco, sólo respeta llanuras costeras, inadecuadas para este cultivo, en las que sobrevive la ganadería extensiva y se desarrollan los hulares; pero en las tierras elevadas, las plantaciones de café se extienden como una mancha de aceite.

El punto de arranque fueron las faldas del Tacaná -donde se había establecido el precursor Manchinelli y después los pioneros norteamericanos-, y en pocos años se satura toda la zona que va desde la frontera hasta el río Coatán. Después de 1883 las plantaciones comienzan a rebasar el límite natural del río y se extienden hacia el noroeste, de modo que en diez años más no sólo han llegado hasta el río Huehuetán, sino que han agotado esta nueva zona. De 1893 hasta fines del siglo sigue la marcha implacable hacia el noroeste y los cafetales rebasan el río Huehuetán y llegan hasta Tepuzapa; pero los tentáculos de los finqueros se extienden también por las laderas fronterizas rumbo a Huixtla. En este punto la invasión se detiene frenada por la distancia y la altitud. Prácticamente todas las laderas que están por debajo del límite climático de los 1,400 metros y que resultan accesibles a los puertos de embarque, han sido saturadas.

Ciertamente, tierras más lejanas serían cultivables, pero el costo de transporte resulta desalentador. Para que la riqueza cafetalera pueda fluir hacia Alemania, Estados Unidos o Inglaterra, no basta con sembrar y cosechar, es necesario movilizar el producto y la pobreza de las vías de comunicación chiapanecas se transforma en un primer cuello de botella para la expansión cafetalera.

El café del Soconusco salía de las plantaciones por estrechas veredas en dirección a Tapachula, y era transportado a lomo de mula por arrieros michoacanos que habían llegado a la región atraídos por el boom cafetalero. En este primer trecho las recuas empleaban de 2 a 6 días. Parte del grano llegaba en "oro" a la ciudad fronteriza, pues las fincas grandes tenían sistemas completos de beneficio; otra parte era procesada en instalaciones de esta población como el gran beneficio "La Esperanza" de Bernardo Mallén. De ahí se le trasladaba otros 28 km. al pequeño e inadecuado puerto de San Benito, donde se embarcaba. Una parte menor de la producción salía por las instalaciones de Puerto Arista, algo más al norte, y cercano a la población de Tonalá, que también se encontraba en pésimas condiciones.

Hasta esos ínfimos puertos llegaban, dos veces al mes, los vapores de la "Pacific Mail Steamship Co.", a la que una población harta de impronunciables nombres extranjeros, había rebautizado "La Mala del Pacífico". Los buques de "La Mala", que recibían un subsidio del gobierno para que en su recorrido de San Francisco a Panamá tocaran los dos pequeños puertos chiapanecos, sólo podían acercarse a unos kilometros de las instalaciones de modo que las maniobras de embarque eran prolongadas y costosas.

Una parte del café exportado a los Estados Unidos llegaba directamente a California, otra parte y el que se destinaba a los mercados europeos, desembocaba en Panamá donde era trasladado a la costa del Atlántico, para de ahí conducirlo a Inglaterra, Alemania o la costa oriental de los Estados Unidos.

Pese a los problemas de transporte, la exportación de café llegó a ser tan importante que estos raquíticos puertos obtenían ingresos aduanales iguales y aun superiores a los de los grandes puntos de la exportación como Ciudad Juárez o Coatzacoalcos. Mientras el café se embarcó por ahí, San Benito tuvo ingresos aduanales del orden de los 18 mil pesos mientras que los de Puerto Arista llegaban a los 30 mil pesos (De la Peña).

En la última década del siglo XIX la invasión alemana y la consiguiente expansión de la producción agudizan aun más los problemas de transporte. Después de 1900, el número de vapores que llega a los puertos chiapanecos aumenta, al iniciarse los viajes de la línea alemana "Kosmos" cuyos barcos Tanis y Assuan invertían siete meses en viajar desde Hamburgo hasta Seattle doblando por el Cabo de Hornos. Pero el esfuerzo alemán por mantener fluido su comercio con Centroamérica se tropieza con las pésimas condiciones portuarias de Chiapas.

El problema llega a ser tan grave que una parte creciente del café producido en el Soconusco comienza a ser embarcado por los puertos guatemaltecos de Ocós, San José o Champerico donde llegaba con mayor facilidad los grandes buques alemanes y norteamericanos; con lo que, además, los finqueros evadían las altas tarifas mexicanas a la exportación (Spenser).

Los volúmenes cada vez mayores de mercancías que demandaba la intensa actividad económica regional llegaban por vías aun más complicadas: el ferrocarril del Istmo las dejaba en la estación tehuana de San Antonio, desde donde se las enviaba por carretera a Puerto Arista, distante quince km. para ser embarcadas en canoas que navegaban los esteros y alfureras costaneras hasta San Benito, donde las recogían las recuas de mulas que recorrían los veintiocho km. del camino a Tapachula (De la Peña).

Indudablemente, una economía subsidiaria de las metrópolis, como la del enclave imperialista del Soconusco, no sólo requería de la cercanía financiera y espiritual propiciada por las inversiones extranjeras y la inmigración, demandaba también la proximidad económica que sólo podía provenir de un adecuado sistema de transporte. El alemán Félix Webster, que a principios de siglo realiza un estudio sobre las plantaciones de la región expresa indudablemente la opinión de los finqueros al destacar como uno de los principales obstáculos que bloquean la expansión económica, las deficientes vías de comunicación.

Los plantadores no se quedan con los brazos cruzados. En 1890 agentes de los tres principales países inversionistas: Inglaterra, Estados Unidos y Alemania, crean la "Compañía Limitada del Ferrocarril Mexicano del Pacífico" que emprende la construcción de una vía férrea entre Tonalá y Puerto Arista. Por los mismos años se realiza otro intento de comunicar por ferrocarril Tapachula y el Puerto de San Benito. A pesar de lo corto de las distancias: 15 km. y 28 km. respectivamente, los dos proyectos fracasan.

Constreñido por la camisa de fuerza del aislamiento y los altos cobros del transporte, el crecimiento de las plantaciones, en las altas laderas de "El Boquerón" o en las tierras distantes de la zona huixteca, se hace más lento y finalmente se detiene. La expansión definitiva del emporio cafetalero chiapaneco tendrá que esperar hasta la llegada del ferrocarril a principios del siglo XX.

De 1901 a 1908 se termina, por tramos, el ferrocarril Panamericano, procedente del Istmo y con fácil conexión a los puertos atlánticos como el de Coatzacoalcos (entonces Puerto México). Este ferrocarril, de vía ancha, sigue el antiguo camino migratorio de Arriaga hasta Ciudad Hidalgo (entonces Jalisco y Suchiate, respectivamente) y en su recorrido de 355 km., conecta toda la región costera de Chiapas con el sistema nacional, estableciendo, además una comunicación con la red ferroviaria guatemalteca de vía angosta. (Helbig).

Con la llegada del ferrocarril se desata de nuevo la fiebre de plantaciones y una segunda oleada de cafetales inunda el Soconusco. La marcha hacia el noroeste, que se había detenido en las cercanías de Huixtla, se reanuda siguiendo el curso de la vía férrea hasta Escuintla; pero no sólo en las laderas bajas se expanden las plantaciones, la reducción de los costos de transporte hace rentables las plantaciones en zonas de gran altitud, y los cafetales comienzan a escalar la montaña; finalmente el impulso rebasa las cumbres mayores de la Sierra Madre y las plantaciones se derraman por la vertiente del Grijalva, que compensa un clima menos favorable con una mano de obra más barata.

A fines de la primera década del siglo XX la cafetalización de Soconusco ha culminado; sólo en los márgenes del río Huixtla, cuyas aguas mueven infinidad de plantas de beneficio, se apiñan cerca de 50 fincas. Casi todos los propietarios son extranjeros y la mayoría provienen de Alemania, de modo que no faltan los apelativos nostálgicos: en la margen izquierda del río se levantan las construcciones de Bremen, Lubecka, Edén, Olimpi, Belén, Argelia, Alta Luz, Ventanas, "Manacal", etc. En la margen derecha se alinean las fincas de Campeche, Esperanza, Palo María, Argentina, Brasil, La Victoria, Vergel, España, Villanueva, Santa Amalia, El Carmen, etc. Las empresas más importantes están en las laderas de Pueblo Nuevo, al noroeste del Huixtla, y en Huehuetán, al sureste del río; y entre los propietarios predomina la remembranza, se llaman Germania, Hannover, Hamburgo, Bremen, aunque también Génova, Maravillas, San Antonio, Chicharras, etc.

Para 1912 cuatro años de la llegada del Panamericano, la gran marcha cafetalera de Soconusco se extiende desde la frontera hasta Vado Ancho, que es su límite occidental pues más allá los vientos resecan la tierra. Se trata de un enorme rectángulo de diez km. de ancho que recorre las laderas de la Sierra Madre a lo largo de sesenta km. Pero también hay manchones cafetaleros en la Vertiente Atlántica, hacia el Grijalva, donde se ubican fincas como "Prusia", "Liquidámbar", "Suiza", etc. en el municipio de Jaltenango. Y finalmente los cafetales han crecido también al norte del estado, en la zona de Pichucalco.

Pese a la facilidad de la metáfora, lo cierto es que la terminación del Panamericano no fue una inyección de sangre nueva para la bloqueada expansión económica del Soconusco; fue, más bien, el indispensable canal que permitiría drenar con eficiencia la riqueza cafetalera de la región en beneficio de los inversionistas y compradores extranjeros. Como toda la red ferroviaria creada durante el porfiriato, el Panamericano sirvió más a los intereses de las transnacionales exportadoras, que a la consolidación de un auténtico mercado nacional.

Comprobado su potencial cafetalero y comunicadas por el ferrocarril, las tierras del Soconusco multiplican su valor en unos cuantos años. Terrenos que en la década de los ochenta se vendían a 2.00 pesos la hectárea, diez años después ya costaban de 5.00 a 8.00 pesos, y a principios de siglo, después de la llegada del Panamericano, la tierra había aumentado su valor hasta 30.00 o 40.00 pesos la hectárea; precios que eran entre tres y diez veces mayores que los del resto de las tierras chiapanecas (Seargent, Rébora).

Pero esta valorización territorial, base de un negocio que a principios de la década de los noventa, operaba con tasas de ganancia de 200 y hasta 300 por ciento ("El Progreso de México" n. 141, 203, et al.); no sólo no beneficiaba a la población trabajadora, sino que ni siquiera favorecía la acumulación de capital por parte de los terratenientes autóctonos. El grueso de las ganancias cafetaleras quedaba en manos de las transnacionales, y si los empresarios locales querían adquirir tierras y entrar al negocio, tenían que pagar a treinta o cuarenta pesos la hectárea, terrenos que veinte años antes el gobierno porfirista había vendido a las compañías deslindadoras por dos o tres centavos la hectárea.

Al ceder las tierras a las empresas colonizadoras prácticamente sin costo, el gobierno porfirista no suprimió la renta en beneficio de la acumulación de capital; simplemente transfirió a esas compañías y a los finqueros transnacionales la posibilidad de valorizar la propiedad territorial. De esta manera al incrementarse la renta diferencial por la construcción del ferrocarril Panamericano, el principal beneficiado fue el latifundio extranjero que ya se había apropiado de la mayor parte de las tierras cafetaleras.

La débil acumulación interna y la escasez de capitales de inversión nacionales, explica que se apelara al capital transnacional para promover un desarrollo económico que de otra manera parecía imposible; pero el carácter agroexportador y las modalidades de enclave que adoptaron las inversiones, impidieron que el flujo de capitales extranjeros tuviera efectos multiplicativos directos sobre el resto de la actividad económica interna.

En este contexto es evidente que los pocos finqueros nacionales que logran incorporarse a la actividad cafetalera chiapaneca, quedan automáticamente sometidos a las empresas compradoras y habilitadoras extranjeras. Pero además, su producción relativamente pequeña y su carencia de instalaciones completas para el beneficio del café, los hace depender de las plantas beneficiadoras de Tapachula o de las grandes fincas extranjeras, que procesan y exportan tanto café propio como ajeno.

La mayoría de los finqueros mexicanos se establece cerca de la frontera de Guatemala, pues por Ley las tierras ubicadas a menos de cuatro kilómetros de la línea divisoria no podían ser vendidas a extranjeros. Es en esta franja, que no había sido concebida a las compañías colonizadoras, donde los inversionistas nacionales como Manuel Elorza, notario de Tapachula, o los hermanos Braun, provenientes del noroeste, encuentran la posibilidad de incorporarse al negocio cafetalero; incluso el propio gobernador de Chiapas Ramón Rabasa pretende encaramarse en el boom, y en 1892 le escribe a Porfirio Díaz solicitando 2,500 hectáreas de tierras fronterizas pues: "usted bien sabe que los gobernadores estatales no tienen más que su salario, consumido mes a mes, [y] yo necesito crearles un futuro a mis cuatro hijas" (Spenser).

Pero poco podrían hacer esos inversionistas mexicanos por crearles un futuro a sus hijos, enfrentando a gigantes como la German-American Coffee Co.", con sus cinco millones de pesos de inversión; y mucho menos cuando los precios del café se tornan erráticos y comienzan a disminuir. El desplome de los precios a fines del siglo, que para los grandes cafeticultores representan sólo una reducción de las ganancias, para los finqueros pequeños y poco integrados significa la ruina. De esta manera los productores más débiles, entre ellos los finqueros mexicanos, van siendo desplazados, y el capital cafetalero se concentra, centralizándose cada vez más, en un puñado de grandes empresas extranjeras y principalmente alemanas.

Al resolver el problema fronterizo, poner las tierras en manos de las deslindadoras, crear vías de comunicación y propicar el enganchamiento de fuerza de trabajo forzada, la política porfirista creó las premisas internas de la expansión cafetalera chiapaneca. Pero estas ventajosas condiciones sólo fueron aprovechadas por el capital extranjero, y de hecho a él estaban dirigidas. Ciertamente, el Soconusco se transformó en un impresionante emporio agrícola, con inversiones cercanas a los 10 millones de pesos, pero a costa de que la región deviniera en enclave neocolonial del que fluían enormes riquezas hacia las metrópolis.

Del enganche forzoso como remedio para la indolencia innata de los indios

Los principios dominantes y los preceptos legales (modernos) son... efecto de las exigencias del sistema capitalista, por una parte, y por otra de la naturaleza... de la raza caucásica. Sin embargo desde hace treinta años el régimen industrial capitalista se va extendiendo rápidamente a todos los paises. Los principios de derecho de la raza caucásica son poco apropiados para regir las relaciones de dicha raza con las inferiores... La imposibilidad de tener un derecho común para todas las razas, se manifiesta principalmente en lo que respecta a la propiedad de la tierra y al trabajo obligado... (Así) la necesidad que se reconoce y practica generalmente, de quitar a una población indolente las tierras que no aprovecha, tiene como correlativa la de imponer a los nativos inertes cierta obligación al trabajo... (De ahí que)... los ingleses, en vez de suprimir en Egipto el trabajo obligado, lo han aumentado... y en las colonias de África... los hacendados (alemanes) han llegado a establecer casi a la letra el sistema agrario que se ha desarrollado en México desde hace siglos...

(Del folleto Investigación sobre el problema obrero rural en el extranjero, Secretaria de Fomento, México 1911)

Para explicarse las formas de explotación de la fuerza de trabajo en las fincas cafetaleras del Soconusco, y en particular, la peculiar simbiosis que vinculaba a las comunidades ubicadas en las tierras frías de Los Altos chiapanecos y guatemaltecos con las plantaciones de las zonas templadas y de tierra caliente, es necesario empezar por un somero esbozo del panorama poblacional de la región.

Al terminar el siglo, la población chiapaneca era de apróximadamente 360,800 personas de las cuales más de 156,000 eran indígenas; y su distribución muestra claramente que los pobladores autóctonos habían sido expulsados de las zonas más fértiles y comunicadas, hasta verse paulatinamente arrinconados en las peores tierras y en los parajes más remotos y aislados.

A principios del siglo, las tierras de clima caliente del Pacífico, la depresión central y la planicie chiapaneca del Golfo estaban ocupadas por aproximadamente el 50 por ciento de la población, pero de ella sólo una de cada veinte personas era indígena. En el resto del estado, en tierras de clima templado o frío, quebradas pobres y mal comunicadas, habitaba el otro 50 por ciento, pero de éste, dos de cada tres personas eran indígenas. Dicho en otros términos: nueve de cada diez indígenas chiapanecos vivían en zonas mal comunicadas, de tierras pobres y clima templado o frío.

Esta situación tiene su historia. En las tierras buenas de la depresión central donde la población indígena precolombina era escasa, se establecieron sin dificultades grandes haciendas ganaderas. Por el contrario, en el Pacífico y las tierras bajas del Golfo la población indígena había sido abundante, pero primero fue diezmada por las epidemias y después se vio obligada a emigrar a las serranías próximas para escapar de la opresión y la violencia de los españoles.

Finalmente, muchas de las agrupaciones poblacionales indígenas fueron resultado de la acción colonizadora que concentraba en pueblos a los habitantes autóctonos para facilitar su control y explotación. Así, durante la colonia nacieron: Palenque, Ocosingo, San Pedro Sabana, El Salto, Tila, Simojovel, etc.

En estas condiciones, la mayor parte de la población indígena se veía obligada a desarrollar una economía doméstica de infrasubsistencia: un enorme esfuerzo productivo practicado en condiciones agroecológicas desfavorables que rendía un producto insuficiente para garantizar el sustento familiar. La economía de los chamulas es un ejemplo de esta generalizada situación, y podemos intentar reconstruirla apoyándonos en los datos recuperados por Moisés de la Peña, esplendido "economista de campo y autor del imprescindible Chiapas económico".

La zona de tierras frías de San Cristóbal es pobre en términos agrícolas, y la mayoría de los chamulas se limitaba a cultivar pequeñas parcelas de alrededor de un cuarto de hectárea, en la región de los pinos. Estos predios eran labrados con azadón y fertilizados con abono orgánico proveniente de los pequeños rebaños de ovicrapinos; para eso los borregos eran encerrados por la noche en corrales móviles dispuestos sobre la parcela que se deseaba fertilizar. Sin esta práctica intensiva los rendimientos habían sido casi nulos; pero aún con ella resultaban insuficientes, pues los más altos llegaban una tonelada y media por hectárea, de modo que una familia promedio obtenía al año menos de cuatrocientos kilogramos de maíz a cambio de un esfuerzo considerable.

Sin embargo no todos los indígenas tenían ovejas, de modo que muchos predios de Zinacantán, Chamula, y San Andrés producían apenas 250 kgs. por hectárea. Algunos acostumbraban poner un puño de estiércol en cada mata de maíz y así lograban elevar el rendimiento hasta 800 kgs. por hectárea. En resumen, los milperos que no disponían de borregos o cabras se tenían que conformar con una producción que variaba de 275 kgs. la máxima a 35 kgs. la mínima.

Además de la milpa maicera, los indios de Los Altos sembraban pequeñas huertas con legumbres en las cañadas húmedas, obteniendo una gran variedad de productos: col, rábano, cebolla, lechuga, betabel, ejote, zanahoria, ajo, acelga, chayote, yuca, papa, camote, tomate, chile, calabaza, etc. Finalmente el borrego era una parte fundamental de su economía pues de él obtenían: lana para vestidos y abrigo, orines y estiércol para fertilizar la milpa, carne para autoconsumo y eventualmente excedente de los mismos productos para la venta.

Esta economía de infrasubsistencia, con múltiples variantes como la de los tojolabales de la región de Margaritas que carecían de ganado, era la más generalizada. Sólo los pocos que habían conservado tierras en las zonas bajas tropicales lograban la autonomía con una o dos hectáreas de milpa -de las que podían obtener un par de cosechas al año y el complemento de unas cuantas gallinas y puercos cuya venta proporcionaba los recursos monetarios indispensables. También los indígenas de las laderas medias de la vertiente del Golfo -si no estaban sometidos al trabajo forzoso del baldiaje- podían lograr una economía de subsistencia completando la milpa con la producción de tabaco para el mercado. En estos casos el equilibrio económico en la producción por cuenta propia se lograba por la vía de autoproducir prácticamente todo lo que se consumía, situación en la que colaboraba la práctica agrícola de roza, tumba y quema que prescinde de arados, animales de tiro, etc.

Sin embargo, en la mayor parte de los casos, los indígenas no sólo tenían que obtener dinero para comprar sal, parcela, café, tabaco, aguardiente, machete, azadón, etc. y para pagar los tributos y sino que necesitaban también adquirir en el mercado una parte importante de los granos en que se basaba la subsistencia de la familia.

Así, los Chamulas de la región de San Cristóbal, acorralados en minúsculas parcelas de tierras frías, necesitaban comprar maíz y frijol para completar la raquítica cosecha, y para esto recurrían a todo tipo de actividades mercantiles, recolectoras y artesanales: vendían borregos, lana o las chamarras que ellos mismos fabricaban; producían y comercializaban cerámica, cortaban madera para labrar tejamaníl, tabletas y vigas de pino; fabricaban juguetes de madera; producían cal y adobes para la construcción; tejían sombreros y petates para la venta; comercializaban legumbres y algunas frutas silvestres, etc., etc. Pero, por lo general, aun la combinación de muchas de estas actividades era insuficiente para garantizar la subsistencia de la familia, y el sector más pobre de los indígenas -su gran mayoría- se veía obligado a peregrinar anualmente a las piscas de café o las monterías para trabajar por un salario.

En resumen: en las zonas donde son posibles dos siembras al año (gran parte de la vertiente del Golfo y la del Soconusco) el campesino independiente que cultivaba uno o dos hectáreas tenía una producción suficiente para el autoconsumo y disponía de poco tiempo sobrante: menos de dos meses después de la siembra y la segunda limpia y antes de la cosecha; por ello era escasa la fuerza de trabajo de estas regiones que buscaba ocupación asalariada. Por el contrario, los campesinos de tierras frías y templadas, que sólo obtenían una cosecha al año y con bajos rendimientos, necesitaban completar con otros ingresos su producción por cuente propia, y además disponían de más de seis meses sin ocupación productiva alguna. Así pues, los campesinos del espolón montañoso que va de Motozintla a Chicomuselo, los de la zona de San Cristóbal, los tojolabales de Comitán, etc., eran los proveedores naturales de brazos para las piscas de café de Soconusco.

Si hemos iniciado la revisión de las relaciones laborales de las fincas de Soconusco describiendo las condiciones de la economía campesina, es porque la mayor parte del trabajo empleado en la producción del café tenía un carácter estacional; de modo que la vida de los trabajadores se dividía en un corto periodo de labor por cuenta del finquero y en un lapso mayor dedicado a las actividades por cuenta propia.

En una finca de dimensiones medias que dispusiera de 150 a 200 has. de cafetal, no proporcionaba empleo permanente para más de 50 familias acasilladas; pero para las limpias, requerían 30 ó 40 trabajadores más, y durante la cosecha hacían falta alrededor de 200 trabajadores adicionales. Dicho de otra manera, del total de personas que participaban en labores cafetaleras sólo una quinta parte eran empleados permanentemente, mientras que alrededor del 80 por ciento eran trabajadores estacionales que sólo permanecían en el Soconusco dos o tres meses en la temporada de cosecha, entre agosto y enero.

El sector minoritario de la fuerza de trabajo, constituido por trabajadores permanentes que residían en la finca, guardaban relaciones laborales muy semejantes a las de los peones acasillados de otras regiones del país. Con la diferencia, quizá, de que los finqueros alemanes tenían con sus peones una relación mucho menos personal y paternalista que la común entre los hacendados criollos y sus acasillados, en zonas donde el régimen de haciendas tenía una larga trayectoria. Por lo demás los trabajadores permanentes del Soconusco, al igual que los acasillados de otras haciendas, residían en la finca, usufructuaban en calidad de "pegujal" una pequeña parcela donde sembraban maíz, frijol, calabaza, etc., y por lo general estaban endeudados con la tienda de raya del patrón. En 1910 su salario diario habitual era de 4 reales (50 centavos) y sólo excepcionalmente, cuando se trataba de trabajadores no endeudados a los que se llamaba "ganadores", se les pagaban cinco reales, equivalentes a 62.5 centavos. Todo esto con el agravante de que los sueldos se pagaban en moneda guatemalteca -los famosos "cachucos"- cuyo valor era inferior en un 25 por ciebnto al del peso mexicano.

Los trabajadores eventuales, ocho o nueve de cada diez, eran justamente llamados "mozos de sierra" porque se les reclutaba en las tierras altas y montañosas. Estos trabajadores constituían el grueso de la fuerza de trabajo, su oportuna entrada en acción era decisiva para maximizar la cantidad y calidad de la cosecha y su pago representaba el principal costo de producción del café. Para el finquero estos trabajadores eran más importantes que el pequeño grupo de permanentes, pero los mecanismos para controlarlos y garantizar su presencia oportuna eran de mayor complejidad.

Se puede afirmar que, la mayor parte de los campesinos pobres del estado y regiones vecinas tenían que vender por lo menos una parte de su fuerza de trabajo. Esto por dos razones: históricamente habían sido expropiados en grado suficiente para que sus tierras no bastaran, ni en cantidad ni en calidad, para garantizar íntegramente su subsistencia; y por otra parte, sus gastos monetarios se habían incrementado de manera natural o artificial -impuestos, obligaciones de usar pantalón, etc.- al grado de requerir un significativo ingreso en dinero que la pequeña producción mercantil y la venta de los escasos excedentes difícilmente garantizaban.

Pero si la oferta de fuerza de trabajo había sido creada históricamente y, en términos generales, no tenía que ser inducida, ésto no quiere decir que se adecuara automáticamente a la demanda en lo referente al monto y la oportunidad. Los campesinos más pobres estaban estructuralmente obligados a proletarizarse parcialmente, pero sus necesidades monetarias y su oferta de fuerza de trabajo no se correspondían espontáneamente a las rígidas necesidades laborales de los cafetaleros. Dicho de otra manera: el finquero necesitaba una cantidad precisa de gente durante una temporada muy definida, pues un número de personas insuficiente, un retraso en su llegada o una suspensión de las labores, podía dar al traste con la cosecha o por lo menos disminuir sustancialmente la cantidad y calidad del producto. Por su parte el campesino pobre necesitaba un cierto ingreso salarial que sólo podía obtener en las piscas, pero nada lo obliga a bajar espontáneamente en el momento oportuno y sobre todo no tenía por qué prolongar voluntariamente su labor después de haber obtenido el ingreso indispensable, o cuando compromisos familiares o comunitarios lo reclamaban en su pueblo. La oferta y la demanda laborales existían, pero su proporcionalidad y correspondencia tenían que ser garantizados por métodos compulsivos; la coacción extraeconómica no estaba en la base de la relación laboral, pero sin ella hubiera sido imposible adecuar la espontánea oferta de trabajo a una demanda rígidamente definida en el espacio y el tiempo.

Así pues, los "mozos de la sierra" tenían que ser "enganchados", llevados a las fincas en el momento oportuno y retenidos en ellas durante toda la cosecha. Para ésto cada cafetalero necesitaba mantener en las zonas altas a un "habilitador" y dos o tres ayudantes, encargados de reclutar a los trabajadores eventuales, conducirlos de ida y vuelta a la zona de labor y eventualmente, ocuparse de la captura de los desertores; aunque en esta última función contaban con la ayuda de las autoridades y la fuerza pública. Este personal "de confianza" tenía salarios relativamente altos: 100.00 pesos diarios el "habilitador" y 20.00 pesos cada uno de sus ayudantes, además de 15.00 o 20.00 pesos mensuales por persona por alojamiento. El salario de estos empleados era tan elevado que podía representar más del 50 por ciento del costo de la fuerza de trabajo estacional. Así, si bien el salario diario de los "mozos de sierra" era de 50 centavos, algunos finqueros calculaban que su costo real, incluyendo "enganche" y transporte, era de 75 centavos y aun más cuando el número de desertores era grande.

Los jornaleros estacionales, a los que eventualmente se reclutaba con todo y la familia, trabajaban por el sistema de destajo, pero la magnitud de las tareas se calculaba de tal manera que un adulto de capacidad normal pudiera ganar un promedio de 50 centavos diarios. Por lo demás la voluntariedad del esfuerzo, propia del sistema de tareas, era muy relativa, pues sólo operaba para forzar los rendimientos del trabajador; tan era así que las labores de pizca -pagadas por tarea a razón de 50 centavos por cada cajón de 120 libras café cereza- los cortadores eran obligados a trabajar todo el día al máximo esfuerzo.

Inicialmente los salarios se pagaban cada día y en dinero efectivo, "cachucos" guatemaltecos, pero a principios del siglo comenzó a generalizarse el pago quincenal, y hasta mensual, muy probablemente para reducir el riesgo de deserción. Por lo demás, la mayor parte de este dinero se quedaba en la finca, pues el trabajador tenía que adquirir sus alimentos en la "tienda de raya". Esta constituía un extraño "negocio" interno, pues es difícil entender su racionalidad económica cuando se admite que las posibles ganancias comerciales de los finqueros se lograban a costa de los salarios que el mismo pagaba, y si se toma en cuenta que no todo lo pagado podía ser "recuperado" pues los jornaleros no hubieran bajado a trabajar si no hubieran podido garantizar el regreso a su pueblo con un pequeño ahorro. De hecho, la "tienda de raya" ganaba en la venta de carne (un buey de 40.00 pesos producía 80.00 pesos vendido por piezas) y de frijol (un almud de 1.50 producía al menudeo 2.25 pesos), pero, por lo menos en los años de malas cosechas regionales en las que el maíz tenía que ser traído de muy lejos, la tienda perdía en la venta de este grano (la venta al detalle producía entre 1.25 y 5.00 pesos menos de lo que costaba el saco). Todo hace pensar que, más que un negocio en sí mismo, la tienda era un elemento regulador del salario, que en la práctica permitía reducirlo o aumentarlo según el costo de los alimentos, sin necesidad de modificar su monto nominal. Así, en los años en los que el maíz subía de precio, la necesidad absoluta de aumentar los salarios se expresaba bajo la forma de un subsidio en el precio de venta del maíz, de modo que el salario nominal se mantuviera fijo, evitando los conflictos que podían derivar de su fluctuación cuando fuera necesario reducirlo. En última instancia, al "peón de sierra" lo único que le interesaba era regresar a su pueblo con una cierta cantidad de dinero, lo demás, cobrado y gastado en la propia finca era parte de la contabilidad interna.

Pero ni el salario nominal ni el costo mayor que resulta de agregarle los gastos del "enganche", constituían el verdadero precio de la fuerza de trabajo. El monto efectivo de los gastos laborales realizados por los finqueros incluía un decisivo y polémico renglón adicional: los imprescindibles préstamos a cuenta de trabajo futuro cuya suma constituía la omnipresente deuda, consustancial a la naturaleza misma del peonaje chiapaneco. Prácticamente todos los mozos de una finca: acasillados o eventuales, estaban endeudados; todo trabajador debía entre 100.00 y 150.00 pesos y no eran pocos los que adeudaban 300.00 o 400.00 pesos. En un cafetal promedio de 300 hectáreas (7 mil cuerdas) la deuda de los peones representaba no menos de 60 mil pesos.

El trabajador pedía sistemáticamente dinero adelantado al contratarse, porque antes de salir a las piscas necesitaba dejar recursos a su familia y no podía esperar a recibir el salario por trabajo realizado; y pedía también dinero al terminar su trabajo, porque los salarios recibidos durante su labor había sido consumidos por los gastos de subsistencia y el pago de la deuda contraída en el enganche y necesitaba regresar a su comunidad con recursos para sufragar los gastos monetarios de su economía doméstica. Sin estos préstamos, antes y después de su desempeño laboral, el trabajo asalariado no hubiera sido una opción racional desde la perspectiva de la economía doméstica de los indígenas con parcelas de infrasubsistencia, pues de nada servía una inversión de trabajo que no representara un pequeño remanente monetario neto. Si el salario no se hubiera completado con préstamos, ninguna labor de "enganche", por coactiva que fuera, hubiera garantizado la presencia de trabajadores en las fincas.

Por su parte, el finquero otorgaba sistemáticamente préstamos a cuenta de trabajo futuro, porque sólo así podía "enganchar" a los mozos; y les concedía nuevos préstamos al despedirlos porque gracias a ello los comprometía a regresar en la siguiente temporada.

De esta manera, la deuda se constituía en una coartada perfecta para justificar la coacción sobre los mozos, pues si no era legal forzarlos a trabajar contra su voluntad, sí tenía respaldo jurídico el compulsarlos a pagar su deuda por el único método posible: el trabajo obligatorio. Al amparo de la "deuda" el finquero podía secuestrar legalmente a los mozos, obligarlos a trabajar en condiciones carcelarias y perseguirlos inmisericordemente si se evadían.

Si los anticipos y las subsecuentes deudas, las relaciones laborales del Soconusco no se hubieran podido reproducir, y su monto constituía, al igual que los gastos del "enganche" y transporte, una parte del precio obligado de la fuerza de trabajo regional. Pero ésto no impedía que los finqueros calificaran este sistema de anticipos como un "cáncer que corroe las condiciones laborales", y un "capital amortizado" y por ende improductivo que lastraba el desarrollo económico de la región (Kaerger). Los finqueros del Soconusco, y de todo Chiapas, llegaron a ser presa de sus propias trampas ideológicas, y una forma de pago de la fuerza de trabajo que tenía para ellos la ventaja de justificar legalmente la coacción, acabó por presentárseles como un ruinoso expediente que descapitalizaba sus empresas.

Independientemente de estos espejismos ideológicos y malabarismos contables, que llegaron a justificar la solicitud de que el gobierno desamortizara ese supuesto capital pagando la deuda de los peones, según consta en la memoria del Congreso Agrícola de Chiapas que realizaron los finqueros en 1896 para tratar de librarse de la acusación del esclavismo, la verdad es que la deuda era una parte del salario real. El verdadero precio de la fuerza de trabajo de un peón durante un día no era los 50 centavos del salario nominal, ni siquiera los 75 centavos que resultaban de prorratear ante todos los trabajadores el costo del "enganche" y transporte, a éstos habría que agregar los inexcusables préstamos que nunca se pagaban del todo y tendencialmente incrementaban la supuesta deuda de los trabajadores. La única forma de suprimir los anticipos, o por lo menos de impedir que se acumularan bajo la forma de deuda, hubiera sido incrementar los salarios nominales hasta el punto en que hicieran innecesarias las solicitudes de préstamos. En términos contables ésto no hubiera aumentado ni disminuido el monto real de la erogación realizada por los finqueros a cuenta de trabajo; pero al pagarse el precio efectivo de la fuerza de trabajo contratada y consumida, eliminándose el pago de falsos "anticipos", el finquero hubiera perdido su derecho legal sobre el trabajo futuro de sus mozos, y con ello la justificación jurídica de sus métodos compulsivos.

El finquero podía quejarse de las deudas, pero en el fondo no estaba dispuesto a prescindir de ese mecanismo, y el propio agente del Consulado Norteamericano en Pichucalco escribía en un informe que: "ningún propietario de la localidad aceptaría a un trabajador que no fuera su deudor". El carácter irrenunciable de las deudas se expresa también en los procedimientos absurdos propuestos por los finqueros para saldarlas y "liberar" a los mozos de esa forma de "esclavitud": además de sugerir que el estado comprara esta libertad asumiendo el pago de la deuda, en el mismo Congreso finquero de 1896 se propuso que los propios mozos la pagaran mediante descuentos de su jornal, como si fuera posible que el de por sí raquítico salario real que recibían se redujera por partida doble: suprimiendo la parte que se les daba como "anticipos" y descontando paulatinamente, además, la suma de los "anticipos" acumulados. La propuesta era tan absurda que paradójicamente su discusión condujo a vislumbrar por un instante la verdadera naturaleza de la situación, pues alguien calculó el salario que se necesitaría pagar para que los peones subsistieran, dejaran de solicitar préstamos y amortizaran la deuda acumulada, aproximándose con ello al monto de lo que sería el precio real de la fuerza de trabajo. Está por demás decir que todos consideraron absurdo un salario tan elevado... y prefirieron seguir pagándolo por vías indirectas, con todas las ventajas que así se obtenían, incluida la nada despreciable de poder presentarse ante la opinión pública como víctimas de una masa laboral irresponsable y manirrota, que en todo Chiapas les adeudaba algo más de un millón de pesos y por si esto fuera poco, se resistía a trabajar para sus dadivosos acreedores.


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1995 (México: ERA-IIEc)


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