Descubrimiento de lugares
Aunque es cierto que no hay descubrimiento sin descubridores y descubiertos, lo más intrigante es que teóricamente no es posible saber quién es quién. Esto es, el descubrimiento es necesariamente recíproco: quien descubre es también descubierto y viceversa.[1] ¿Por qué es entonces tan fácil, en la práctica, saber quién es el descubridor y quién el descubierto? Porque siendo el descubrimiento una relación de poder y de saber, es descubridor quien tiene mayor poder y saber y, en consecuencia, capacidad para declarar al otro como descubierto. Es la desigualdad del poder y del saber la que transforma la reciprocidad del descubrimiento en apropiación del descubierto. En este sentido todo descubrimiento tiene algo de imperial, es una acción de control y sumisión. Este milenio, mucho más que el precedente, fue el milenio de los descubrimientos imperiales. Fueron muchos los descubridores pero el más importante, indudablemente, fue el Occidente, en sus múltiples encarnaciones. El otro, el descubierto, asumió tres formas principales: el Oriente, el salvaje y la naturaleza.
Antes de referirnos a cada uno de los descubrimientos imperiales y a sus vicisitudes hasta el presente, es importante tener en cuenta sus características principales. El descubrimiento imperial tiene dos dimensiones: una empírica, el acto de descubrir, y otra conceptual, la idea de lo que se descubre. Contrariamente a lo que puede pensarse, la dimensión conceptual precede a la empírica: la idea sobre lo que se descubre comanda el acto del descubrimiento y sus derivaciones. La especificidad de la dimensión conceptual de los descubrimientos imperiales es la idea de la inferioridad del otro. El descubrimiento no se limita a establecer esa inferioridad sino que la legitima y la profundiza. Lo que se descubre está lejos, abajo y en los márgenes, y esa "ubicación" es la clave para justificar las relaciones entre descubridor y descubierto.
La producción de la inferioridad es crucial para sustentar el descubrimiento imperial y por eso es necesario recorrer múltiples estrategias de inferiorización. En este campo puede decirse que el Occidente no ha carecido de imaginación. Entre estas estrategias podemos mencionar la guerra, la esclavitud, el genocidio, el racismo, la descalificación, la transformación del otro en objeto o recurso natural y una vasta sucesión de mecanismos de imposición económica (tributos, colonialismo, neocolonialismo y, por último, globalización neoliberal), de imposición política (cruzadas, imperio, estado colonial, dictadura y por último democracia) y de imposición cultural (epistemicidio, misiones, asimilación y finalmente industrias culturales y cultura de masas).
El Oriente
Desde la perspectiva de Occidente, Oriente es el descubrimiento primordial del segundo milenio. Occidente no existe sin el contraste con el no-Occidente. Oriente es el primer espejo de diferenciación en ese milenio. Es el lugar cuyo descubrimiento descubre el lugar de Occidente: el comienzo de la historia que empieza a ser entendida como universal. Es un descubrimiento imperial que en tiempos diferentes asume contenidos diferentes. Oriente es, antes que nada, la civilización alternativa a Occidente: tal como el sol nace en Oriente, ahí nacieron también las civilizaciones y los imperios. Ese mito de los orígenes tiene tantas lecturas posibles como las que Occidente tiene de sí mismo, aunque éstas, por su lado, no existan más que en términos de la confrontación con lo no occidental. Un Occidente decadente ve en Oriente la Edad de Oro; un Occidente boyante ve en Oriente la infancia del progreso civilizatorio.
Las dos lecturas están vigentes a lo largo del milenio pero, en la medida que éste avanza, la segunda toma la primacía y asume su formulación más extrema en Hegel para quien "la historia universal va de Oriente hacia Occidente". Asia es el principio y Europa el fin absoluto de la historia universal, es el lugar de consumación de la trayectoria civilizatorio de la humanidad. La idea bíblica y medieval de la sucesión de los imperios (translatio imperii) se transforma, en Hegel, en el camino triunfante de la Idea Universal desde los pueblos asiáticos hacia Grecia, Roma y finalmente Alemania. América del Norte es el futuro errado pero, como se construye con población excedentaria europea, no contradice la idea de Europa como lugar de culminación de la historia universal. Así, este eje Oriente-Occidente contiene, simultáneamente, una sucesión y una rivalidad civilizatorio y, por ello, es mucho más conflictivo que el eje Norte-Sur, que se constituye por la relación entre la civilización y su contrario, la naturaleza y el salvaje. Aquí no hay conflicto propiamente porque la civilización tiene una primicia natural sobre todo lo que no es civilizado. Según Hegel, África no forma parte siquiera de la historia universal. Para Occidente, Oriente es siempre una amenaza, mientras que el Sur es apenas un recurso. La superioridad de Occidente reside en ser simultáneamente Occidente y Norte.
Los cambios en la construcción simbólica de Oriente a lo largo del milenio encuentran su correspondiente en las transformaciones de la economía mundial. Hasta el siglo XV, podemos decir que Europa, y por tanto Occidente, es la periferia de un sistema-mundo con su centro localizado en Asia Central y en India. Sólo a partir de la mitad del milenio, con los descubrimientos, ese sistema-mundo es sustituido por otro, capitalista y planetario, cuyo centro es Europa.
A inicios del milenio, las cruzadas son la primera gran confirmación de Oriente como amenaza. La conquista de Jerusalén por los turcos y la creciente vulnerabilidad de los cristianos de Constantinopla frente al avance del Islam fueron los motivos de la guerra santa. Inflada por el Papa Urbano II, una oleada de celo religioso invadió Europa, reivindicando para los cristianos el derecho inalienable a la tierra prometida. Las peregrinaciones a la tierra santa y el santo sepulcro, que en ese momento movilizaban multitudes -treinta años antes de la primera cruzada algunos obispos organizaron una peregrinación de siete mil personas, una jornada laboriosa de Reno a Jordán-,[2] fueron el preludio de la guerra contra el infiel. Una guerra santa que reclutó a sus soldados tanto con la concesión papal de otorgar indulgencia plena (absolución de todos los pecados y cancelación de las penitencias acumuladas) a todos los que se alistaran bajo la bandera de la cruz, como con el imaginario de los paraísos orientales, sus tesoros, minas de oro y diamantes, palacios de mármol y cuarzo y ríos de leche y miel. Como cualquier otra guerra santa, ésta supo multiplicar a los enemigos de la fe para ejercitar su vigor y, por eso, mucho antes de Jerusalén, en plena Alemania, la cruzada sació su sed de sangre y de pillaje, por primera vez, contra los judíos.
Las sucesivas cruzadas y sus vicisitudes sellaron la concepción de Oriente que dominó durante todo el milenio: Oriente como civilización temida y temible y como recurso a ser explotado por la guerra y el comercio. Ésa fue la concepción que presidió los descubrimientos planeados en la Escuela de Sagres aunque los portugueses no dejaron de imprimirle su propio retoque. Tal vez debido a su posición periférica en Occidente, vieron a Oriente con menos rigidez: como la civilización temida y admirada a la vez. El rechazo violento iba acompañado de veneración, y los intereses del comercio marcaban el predominio de una u otro. Por otro lado, el descubrimiento del camino marítimo hacia India es el más occidental de todos los descubrimientos, en la medida que las costas de África oriental y el océano Índico habían sido descubiertas mucho tiempo antes por las flotas árabes e indias.
La concepción sobre Oriente que predominó en el milenio occidental tuvo su consagración científica en el siglo XIX con el llamado orientalismo, concepción que domina en las ciencias y las humanidades europeas desde el final del siglo XVIII. Según Said,[3] esa concepción se asienta en los siguientes dogmas: una distinción total entre "nosotros", los occidentales, y "ellos", los orientales; Occidente es racional, desarrollado, humano, superior, mientras que Oriente es aberrante, subdesarrollado e inferior; Occidente es dinámico, diverso, capaz de autotransformación y autodefinición mientras Oriente es estático, eterno, uniforme, incapaz de autorrepresentarse; Oriente es temible (ya sea por el peligro amarillo, las hordas mongoles o los fundamentalistas islámicos) y tiene que ser controlado por Occidente (mediante la guerra, ocupación, pacificación, investigación científica, ayuda para el desarrollo, etcétera).
La contraparte del orientalismo fue la idea de superioridad intrínseca de Occidente, la conjunción en esta zona del mundo de una serie de características peculiares que volvieron posible, aquí y sólo aquí, un desarrollo científico, cultural, económico y político sin precedentes. Max Weber fue uno de los grandes teorizadores del predominio inevitable de Occidente.[4] El hecho de que Joseph Needham y otros hayan demostrado que, hasta el siglo XV, la civilización china no era en nada inferior a la occidental[5] no repercutió, hasta hoy, en el sentido común occidental sobre la superioridad genética, por así decir, de Occidente.
Llegamos al final del milenio prisioneros de la misma concepción sobre Oriente. Hay que destacar, además, que las concepciones asentadas en contrastes dicotómicos tienen siempre un fuerte componente de especulación: cada uno de los términos de la distinción se mira en el espejo del otro. Si es verdad que las cruzadas sellaron la concepción sobre Oriente que prevalece hasta hoy en Occidente, no es menos cierto que para el mundo musulmán las cruzadas -ahora llamadas guerras e invasiones francas- conformaron una imagen de Occidente -un mundo bárbaro, arrogante, intolerante, incumplido en sus compromisos- que igualmente domina hasta hoy.[6]
Las referencias empíricas de la concepción que tiene Occidente sobre Oriente cambiaron a lo largo del milenio pero la estructura que les da sentido se mantuvo intacta. En una economía globalizada, Oriente, en cuanto recurso, fue profundamente reelaborado. Es hoy, sobre todo, un inmenso mercado a explorar, y China es el cuerpo material y simbólico de ese Oriente. Por algún tiempo más, Oriente será todavía un recurso petrolífero, y la guerra del Golfo es la expresión del valor del petróleo en la estrategia del Occidente hegemónico. Pero, además de todo, Oriente continúa siendo una civilización temida o temible. Sobre dos formas principales, una de matriz política -el llamado "despotismo oriental"- y otra de matriz religiosa -el llamado "fundamentalismo islámico"-, Oriente sigue siendo el otro civilizatorio de Occidente, una amenaza permanente contra la que se exige una vigilancia incansable. Oriente sigue siendo un lugar peligroso cuya peligrosidad crece con su geometría.
La mano que traza las líneas del peligro es la mano del miedo y, por eso, el tamaño de la fortaleza que la exorciza varía de acuerdo con la percepción de la vulnerabilidad. Cuanto mayor sea la percepción de la vulnerabilidad de Occidente, mayor es el tamaño de Oriente. ¿De ahí que los defensores de la alta vulnerabilidad no se contenten con una concepción restringida de Oriente, tipo "fundamentalismo islámico", y apunten hacia una concepción mucho más amplia, la "alianza confucionista islámica", de la que habla Samuel Huntington? Se trata, finalmente, de la lucha de Occidente contra el resto del mundo. Contrariamente a lo que podría parecer, la percepción de la alta vulnerabilidad, lejos de ser una manifestación de debilidad, es una manifestación de fuerza y se traduce en la potenciación de la agresividad. Sólo quien es fuerte puede justificar el ejercicio de la fuerza a partir de la vulnerabilidad.
Un Occidente sitiado, altamente vulnerable, no se limita a ampliar el tamaño de Oriente; restringe su propio tamaño. Esta restricción tiene un efecto perverso: la creación de Orientes dentro de Occidente. Éste es el significado de la guerra de Kosovo: un Occidente esclavo transformado en una forma de despotismo oriental. Es por eso que los kosovares, para estar del lado "correcto" de la historia, no pueden ser islámicos. Tienen que ser, apenas, minorías étnicas.
El salvaje
Si Oriente es para Occidente un espacio de alteridad, el salvaje es el espacio de la inferioridad. El salvaje es la diferencia incapaz de constituirse en alteridad. No es el otro porque no es siquiera plenamente humano.[7] Su diferencia es la medida de su inferioridad. Por eso, lejos de constituir una amenaza civilizatorio, es tan sólo la amenaza de lo irracional. Su valor es el de su utilidad. Sólo vale la pena confrontarlo en la medida en que es un recurso o una vía de acceso a un recurso. La incondicionalidad de los fines -la acumulación de metales preciosos, la expansión de la fe- justifica el total pragmatismo de los medios: esclavitud, genocidio, apropiación, conversión, asimilación.
Los jesuitas, despachados al servicio de D. João III hacia Brasil y Japón casi al mismo tiempo, fueron los primeros en testimoniar la diferencia entre Oriente y el salvaje: "Entre Brasil y ese vasto Oriente la disparidad era inmensa. Ahí, pueblos de una civilización exquisita [...] Aquí selvas vírgenes y salvajes desnudos. Para el aprovechamiento de la tierra poco se podría contar con su dispersa población indígena, cuya cultura no sobrepasaba la edad de piedra. Era necesario poblarla, establecer en la tierra inculta una verdadera ‘colonización’. Muy distinto que en el Oriente superpoblado donde India, Japón y sobre todo China habían deslumbrado, en plena Edad Media, los ojos y la imaginación de Marco Polo".[8]
La idea del salvaje pasó por varias metamorfosis a lo largo del milenio. Su antecedente conceptual se encuentra en la teoría de la "esclavitud natural" de Aristóteles. De acuerdo con esta teoría, la naturaleza creó dos partes, una superior, destinada a mandar, y otra inferior, destinada a obedecer. Así, es natural que el hombre libre mande al esclavo, el marido a la mujer, el padre al hijo. En cualquiera de estos casos quien obedece está total o parcialmente privado de razón y voluntad y, por eso, está interesado en ser tutelado por quien las posee plenamente. En el caso del salvaje, esta dualidad alcanza una expresión extrema en la medida que no es siquiera plenamente humano; medio animal, medio hombre, monstruo, demonio, etcétera. Esta matriz conceptual varió a lo largo del milenio y, tal como sucedió con Oriente, fue la economía política y simbólica de la definición de "nosotros" la que determinó la definición de "ellos". Si es verdad que dominaron las visiones negativas del salvaje, no es menos cierto que las concepciones pesimistas de "nosotros", de Montaigne a Rousseau, de Las Casas a Vieira, estuvieron en la base de las visiones positivas del salvaje en tanto que "buen salvaje".
En este segundo milenio, América y África son el lugar por excelencia del salvaje, en tanto que descubrimientos imperiales. Y tal vez América más que África, considerando el modelo de conquista y colonización que prevaleció en el "Nuevo Mundo", como significativamente fue designado el continente que rompía la geografía del mundo antiguo confinado a Europa, Asia y África, por Américo Vespucio. Es con referencia a América y los pueblos indios sometidos al yugo europeo que se suscita el debate fundador sobre la concepción del salvaje en el segundo milenio. Este debate que, en contra de las apariencias, está hoy tan abierto como hace cuatrocientos años, se inicia con los descubrimientos de Cristóbal Colón y Pedro Álvarez Cabral y alcanza su primer clímax en la "Disputa de Valladolid", convocada en 1550 por Carlos V, en la que se confrontaron dos discursos paradigmáticos sobre los pueblos indígenas y su dominación, protagonizados por Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas. Para Sepúlveda, sustentado en Aristóteles, es justa la guerra contra los indios porque son los "esclavos naturales", seres inferiores, homúnculos, pecadores inveterados, que deben ser integrados en la comunidad cristiana, por la fuerza, al grado de llegar a la eliminación, si fuera necesario. El amor al prójimo, dictado por una moral superior, puede llegar así, sin contradicción, a justificar la destrucción de los pueblos indios: en la medida que se resisten a la dominación "natural y justa" de los seres superiores, los indios son culpables de su propia destrucción. Es por su propio beneficio que son integrados o destruidos.[9]
A este paradigma del descubrimiento imperial, basado en la violencia civilizatoria de Occidente, contrapone Las Casas su lucha por la liberación y emancipación de los pueblos indios, a quienes consideraba seres racionales y libres, dotados de cultura e instituciones propias, con quienes la única relación legítima era el diálogo constructivo sustentado en razones persuasivas "suavemente atractivas y exhortativas de la voluntad".[10] Fustigando la hipocresía de los conquistadores, como más tarde hará el padre Antonio Vieira, Las Casas denuncia la declaración de inferioridad de los indios como un artificio para compatibilizar la más brutal explotación con el inmaculado cumplimiento de los dictados de la fe y las buenas costumbres.
Pero aun con el brillo de Las Casas fue el paradigma de Sepúlveda el que prevaleció porque era el único compatible con las necesidades del nuevo sistema mundial capitalista centrado en Europa.
En el terreno concreto de los misioneros dominaron casi siempre las ambigüedades y los compromisos entre los dos paradigmas. El padre José de Anchieta es tal vez uno de los primeros ejemplos. Aun con repugnancia por la antropofagia y la concupiscencia de los brasiles, "gente bestial y carnicera", el padre Anchieta encuentra legítimo sujetarlos bajo el yugo de Cristo, porque "así [...] serán obligados a hacer, por la fuerza, aquello a lo que no es posible conducirlos por amor",[11] al tiempo que sus superiores de Roma le recomendaban evitar fricciones con los portugueses "porque es importante mantenerlos benévolos".[12] Pero, por otro lado, igual que Las Casas, Anchieta se enreda en el conocimiento de las costumbres y las lenguas indígenas y ve en los ataques de los indios a los portugueses un castigo divino "por las muchas sinrazones que han hecho a esta nación antes nuestros amigos, asaltándolos, capturándolos y matándolos, muchas veces con muchas mentiras y engaños".[13] Casi veinte años después, Anchieta se lamentaría de que "la mayor parte de los indios, naturales de Brasil, se ha consumido, y algunos pocos, que se han conservado con la diligencia y trabajo de la Compañía, están tan oprimidos que en poco tiempo se desgastarán".[14]
Con matices, es el paradigma de Sepúlveda el que prevalece todavía hoy marcando la posición occidental sobre los pueblos amerindios y africanos. Expulsada de las declaraciones universales y de los discursos oficiales es, sin embargo, la posición que domina las conversaciones privadas de los agentes de Occidente en el tercer mundo, ya sean embajadores, funcionarios de la ONU, del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional, empresarios, etcétera. Es ese discurso privado sobre negros e indios lo que moviliza subterráneamente los proyectos de desarrollo después hermoseados públicamente con declaraciones de solidaridad y derechos humanos.
La naturaleza
La naturaleza es el tercer gran descubrimiento del milenio, concomitante, por cierto, al del salvaje amerindio. Si el salvaje es, por excelencia, el lugar de la inferioridad, la naturaleza lo es de la exterioridad. Pero, como lo que es exterior no pertenece y lo que no pertenece no es reconocido como igual, el lugar de la exterioridad es también el de la inferioridad. Igual que el salvaje, la naturaleza es simultáneamente una amenaza y un recurso. Es una amenaza tan irracional como el salvaje pero, en el caso de la naturaleza, la irracionalidad deriva de la falta de conocimiento sobre ella, un conocimiento que permita dominarla y usarla plenamente como recurso. La violencia civilizatoria que, en el caso de los salvajes, se ejerce a través de la destrucción de los conocimientos nativos tradicionales y de la inculcación del conocimiento y la fe "verdaderos", en el caso de la naturaleza se ejerce a través de la producción de un conocimiento que permita transformarla en recurso natural. En ambos casos, no obstante, las estrategias de conocimiento son básicamente estrategias de poder y dominación. El salvaje y la naturaleza son, de hecho, las dos caras del mismo designio: domesticar la "naturaleza salvaje", convirtiéndola en un recurso natural. Es esa voluntad única de domesticar la que vuelve tan ambigua y frágil la distinción entre recursos naturales y humanos tanto en el siglo XVI como hoy.
De la misma manera que la construcción del salvaje, también la de la naturaleza obedeció a las exigencias de la constitución del nuevo sistema mundial centrado en Europa. En el caso de la naturaleza, esa construcción se sustentó en una portentosa revolución científica de donde salió la ciencia tal y como hoy la conocemos, la ciencia moderna. De Galileo a Newton, de Descartes a Bacon, emerge un nuevo paradigma científico que separa la naturaleza de la cultura y de la sociedad, y la somete a una predeterminación bajo leyes matemáticas. El dios que justifica la sumisión de los indios tiene, en el caso de la naturaleza, su equivalente funcional en las leyes que hacen coincidir previsiones con acontecimientos y transforman esa coincidencia en la prueba de sumisión de la naturaleza. Siendo una interlocutora tan estúpida e imprevisible como el salvaje, la naturaleza no puede ser comprendida sino apenas explicada, y explicarla es la tarea de la ciencia moderna. Para ser convincente y eficaz, este descubrimiento de la naturaleza no puede cuestionar la naturaleza del descubrimiento. Y con el tiempo, lo que no puede ser cuestionado deja de ser una cuestión, se vuelve evidente.
Este paradigma de construcción de la naturaleza, a pesar de presentar algunos indicios de crisis, sigue siendo el dominante. Dos de sus consecuencias tienen una preeminencia especial al final del milenio: la crisis ecológica y la cuestión de la biodiversidad. Transformada en recurso, la naturaleza no tiene otra lógica que la de ser explotada hasta la extenuación. Separada del hombre y de la sociedad, no es posible pensar en interacciones mutuas. Esta segregación no permite formular equilibrios ni límites y es por eso que la ecología sólo puede afirmarse a través de la crisis ecológica.
Por otro lado, la cuestión de la biodiversidad viene a replantear en un nuevo plano la superposición matricial entre el descubrimiento del salvaje y el de la naturaleza. No es por casualidad que al final del milenio buena parte de la biodiversidad del planeta se encuentre en los territorios de los pueblos indios. Para ellos, la naturaleza nunca fue un recurso natural, fue siempre parte de su propia naturaleza como pueblos indios y, en consecuencia, la preservaron preservándose siempre que pudieron escapar de la destrucción occidental. Hoy la semejanza de lo que ocurrió en los albores del sistema capitalista mundial, las empresas transnacionales de la farmacéutica, la biotecnología y la ingeniería genética procuran transformar a los indios en recursos pero no de trabajo sino en recursos genéticos, en instrumentos de acceso no ya al oro y la plata sino, a través del conocimiento tradicional, a la flora y la fauna bajo la forma de biodiversidad.
Los lugares fuera de lugar
Identifiqué los tres grandes descubrimientos matriciales del milenio: Oriente como el lugar de la alteridad; el salvaje como el de la inferioridad; la naturaleza como el de la exterioridad. Son descubrimientos matriciales porque acompañaron todo el milenio o buena parte de él, al punto que al terminar, y a pesar de algunos cuestionamientos, permanecen intactos en su capacidad de alimentar el modo como Occidente se ve a sí mismo y a todo lo que no identifica consigo.
El descubrimiento imperial no reconoce igualdad, derechos o dignidad en lo que descubre. Oriente es el enemigo, el salvaje es inferior y la naturaleza es un recurso a merced de los humanos. Como relación de poder, el descubrimiento imperial es una relación desigual y conflictiva, pero es también una relación dinámica. ¿Por cuánto tiempo el lugar descubierto mantiene el estatuto de descubierto? ¿Por cuánto tiempo el lugar descubierto permanece en el lugar del descubrimiento? ¿Cuál es el impacto del descubierto sobre el descubridor? ¿Puede ser descubierto el descubridor? ¿Puede el descubridor descubrirse? ¿Son posibles los redescubrimientos?
El fin del milenio es un tiempo propicio para los cuestionamientos. En el borde del tiempo la perplejidad parece ser la forma menos insana de convivir con la dramatización de las opciones o con la falta de ellas. El sentimiento de urgencia es el resultado de la acumulación de múltiples cuestiones en la misma hora y lugar. Bajo el peso de la urgencia, las horas pierden minutos y los lugares se comprimen.
Y es bajo el efecto de esta urgencia y del desorden que provoca que los lugares descubiertos por el milenio occidental dan signos de inconformismo. En la intimidad, ese inconformismo coincide totalmente con el autocuestionamiento y la autorreflexión de Occidente. ¿Es posible sustituir el Oriente por la convivencia multicultural? ¿Es posible sustituir al salvaje por la igualdad en la diferencia y por la autodeterminación? ¿Es posible sustituir la naturaleza por una humanidad que la incluya? Éstas son las preguntas que el tercer milenio tratará de responder.
Traducción de Ana Esther Ceceña
Bibliografía recomendada
Anchieta, José de, Obras completas, Loyola, São Paulo, 1984.
Gibbon, Edward, The Decline and Fall of the Roman Empire, 6 vols., J. M. Dent and Sons, Londres, 1928.
Las Casas, Bartolomé de, Obras completas, t. X, Alianza Editorial, Madrid, 1992.
Montaigne, Michel de, Ensaios, Relógio D’Água, Lisboa, 1998.
Needham, Joseph, Science and Civilization in China, 6 vols., Cambridge University Press, Cambridge, 1954.
Said, Edward, Orientalism, Vintage Books, Nueva York, 1979.
Notas:
[1] |
Vitorino Magalhães Godinho, a pesar de criticar a quienes cuestionan el concepto de descubrimiento en el contexto de la expansión europea, reconoce que descubrimiento en sentido pleno sólo existió en el caso del descubrimiento de las islas desiertas (Madeira, Azores, Islas de Cabo Verde, São Tomé e Príncipe, Ascensão, Santa Helena, islas de Tristão da Cunha). Vitorino M. Godinho, "Que significa descobrir?", en Adauto Novaes (comp.), A descoberta do homem e do mundo, Companhia das Letras, São Paulo, 1998, pp. 5582. |
[2] |
Cfr. Edward Gibbon, The Decline and Fall of the Roman Empire, vol. 6, J. M. Dent and Sons, Londres, 1928, p. 31. |
[3] |
Cfr. Edward Said, Orientalism, Vintage Books, Nueva York, 1979, p. 300. |
[4] |
Cfr. Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Colofón, Madrid, 1998. |
[5] |
Cfr. Joseph Needham, Science and Civilization in China, 6 vols., Cambridge University Press, Cambridge, 1954. |
[6] |
Cfr. Amin Maalouf, As cruzadas vistas pelos Árabes, Difel, Lisboa, 1983. |
[7] |
En uno de los relatos recogidos por Ana Barradas (1992), los indios son descritos como "verdaderos seres inhumanos, bestias de la selva incapaces de comprender la fe católica [...], salvajes dispersos, feroces y viles, se parecen en todo a los animales salvajes menos en la forma humana [...]". Ana Barradas, Ministros da Noite. Livro negro da expansão portuguesa, Antígona, Lisboa, 1992. |
[8] |
José de Anchieta, Obras completas, vol. 6, prefacio de Helio A. Viotti, S. J. a las cartas del padre José de Anchieta, Loyola, São Paulo, 1984, p. 12. |
[9] |
Cfr. Juan Ginés de Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, Fondo de Cultura Económica, México, 1979. |
[10] |
Cfr. Bartolomé de las Casas, Obras completas, t. X, Alianza Editorial, Madrid, 1992. |
[11] |
José Anchieta, Obras completas, op. cit., carta del 1° de octubre de 1554, p. 79. |
[12] |
Ibid., carta del general Everardo para el padre José Anchieta del 19 de agosto de 1579, p. 299. |
[13] |
Ibid., carta del 8 de enero de 1565, p. 210. |
[14] |
Ibid., carta del 7 de agosto de 1583, p. 338.
|