Chiapas
9


João Pedro Stédile
Latifundio: el pecado agrario brasileño *

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Presentación

Colectivo Neosaurios,
La rebelión de la historia

María Jaidopulu Vrijea,
Las mujeres indígenas como sujetos políticos

Elizabeth Pólito Barrios Morfín,
El capital nacional y extranjero en Chiapas

Edur Velasco Arregui,
Cuestión indígena y nación: la rebelión zapatista desde una perspectiva andina

João Pedro Stédile,
Latifundio: el pecado agrario brasileño

Adriana López Monjardin,
Los nuevos zapatistas y la lucha por la tierra

Luis Hernández Navarro,
Zapatismo: la interacción del color


PARA EL ARCHIVO

Ricardo Robles,
Los derechos colectivos de los pueblos indios. Otra manera de ver los derechos humanos desde las sociedades comunitarias

Ana Esther Ceceña,
¿Biopiratería o desarrollo sustentable?

Primer Encuentro de Movimientos Alternativos de América Latina

Declaración Final del II Encuentro Americano por la Humanidad y contra el Neoliberalismo

Raúl Ornelas Bernal,
Un mundo nos espía. El escándalo ECHELON


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¿Qué es el latifundio?

La palabra latifundio viene del latín latifundiu y era utilizada en la Roma antigua para caracterizar el dominio de una gran extensión de tierra por un solo propietario.

No obstante, el significado de “gran” extensión de tierra puede variar de acuerdo con la realidad de cada país, así como en las diferentes regiones de un mismo país. En uno de dimensiones pequeñas y superpoblado como Japón, una propiedad de tierra podría ser caracterizada como latifundio por sus dimensiones, por ejemplo, arriba de cien hectáreas. En Brasil, de enorme extensión territorial y relativamente poco poblado, se ha caracterizado como una propiedad latifundista a las áreas arriba de mil hectáreas, pero debido a las características diferenciadas de sus regiones, el concepto varía de acuerdo con la región. Así, en Río Grande del Sur un área arriba de 500 hectáreas podría ser considerada latifundio, pero en los estados de la región amazónica una propiedad con mil hectáreas no es considerada en la realidad local como una gran propiedad, es decir, como un latifundio. Allí en general se consideran latifundios las áreas superiores a 5 mil hectáreas, aunque existen propietarios que poseen más de un millón.

Al margen del origen del concepto, en 1964, durante el régimen militar, el mariscal Castelo Branco decretó la primera ley de reforma agraria en Brasil. El Estatuto de la Tierra, como fue conocida esta ley, había sido elaborado antes del golpe militar por algunos técnicos progresistas influidos por la política estadounidense de Alianza para el Progreso, que defendía la necesidad de la distribución de tierras en América Latina como forma de evitar la explosión de nuevas revoluciones sociales, como acababa de acontecer en Cuba en 1959. En el Estatuto de la Tierra, además de los aspectos relacionados con la concepción de la reforma agraria, se introducen de manera legal nuevos conceptos para designar los diferentes tipos de propiedad rural en Brasil. Así, fue definido por ley que el tamaño mínimo de tierra que una familia necesita para su sustento y progreso económico y social se llamaría módulo rural. Como las condiciones de producción y proximidad del mercado varían de región a región, evidentemente el tamaño del módulo lo haría en correspondencia, el cual sería establecido, mediante criterios técnicos, por el órgano público responsable de la política agraria del país, que fue también creado por ley y que se llamó en esa época Instituto Brasileño de la Reforma Agraria (IBRA). Según la definición de los terrenos, la ley fijó entonces que una propiedad menor de lo que es necesario para el sustento y progreso de una familia sería considerada “minifundio”.

Para tener apenas una idea, puede decirse que un módulo mínimo podría tener en promedio alrededor de 15 hectáreas de tierra, aunque en la región amazónica una familia necesita más de 50 y en regiones metropolitanas, en áreas destinadas a la hortifruticultura, se puede progresar con propiedades de 5 hectáreas.

Las propiedades que no exceden el equivalente a 600 veces el módulo en la región y que son explotadas racionalmente ocupando más del 50 por ciento del área total cultivable son clasificadas, para efecto legal, como “empresas rurales”. Esto no implica que pertenezcan a una empresa o actúen como empresas capitalistas. El concepto se refiere en verdad a su carácter productivo.

Finalmente, la ley determinó que todas aquellas propiedades que excediesen el tamaño de un módulo y que no explotasen ni el 50 por ciento de su potencial agrícola serían consideradas como “latifundios por explotación”. Y todas las propiedades rurales que independientemente de su grado de utilización sobrepasaran más de 600 veces el módulo regional, serían clasificadas como “latifundio por tamaño”.

Así, en el caso brasileño, la expresión latifundio trasciende el concepto original del latín y por ley es sinónimo de todas las propiedades mal aprovechadas, es decir, improductivas. De esta forma, aunque originalmente el concepto de latifundio designa sólo las grandes propiedades de tierra, ahora se incluyen también todas las improductivas.

En 1993, hubo una reformulación de la Ley de Reforma Agraria en función de las reformas constitucionales de 1988 y fue aprobada la llamada Ley Agraria, que reclasificó las propiedades de tierra en Brasil. De acuerdo con esa ley, las propiedades rurales se clasifican como: pequeñas propiedades, todas aquellas menores de cinco módulos; propiedades medias, entre cinco y quince módulos; grandes propiedades, todas aquéllas arriba de quince módulos, en cuyo caso pueden ser clasificadas como grandes propiedades productivas las que producen por arriba de la media regional, y como improductivas las que producen por debajo y, por tanto, no aprovechan el potencial productivo que la naturaleza permite.

Independientemente del concepto vernáculo y de las clasificaciones legales, debemos considerar que latifundios son todas las grandes propiedades privadas de tierra que existen en nuestro país, que por apropiarse de un bien de la naturaleza, cercar, imponer un falso concepto de derecho absoluto de propiedad y subyugar a sus propietarios legales, se caracterizan como pecado, desde la perspectiva social de organización de los bienes de la naturaleza.

El origen del latifundio en Brasil

En los debates sobre la necesidad de democratizar la propiedad de la tierra con frecuencia aflora el argumento de que los antiguos terratenientes adquirían esas tierras con el sudor de su trabajo. Y ahora comunistas, astutos y “explotadores” quieren “robar” el fruto de su trabajo, construido por generaciones. Otros con menos disimulo evocan simplemente el derecho “sagrado” y absoluto de la propiedad de la tierra. Se compró, pagó, está registrada oficialmente, tiene un propietario ¡y de pronto...! Finalmente, los ricos terratenientes no tienen la culpa de tener un espíritu emprendedor, al contrario de los pobres, tan indolentes y con poca creatividad.

Pero ¿cuál es el verdadero origen de la gran propiedad en Brasil? ¿Habrá sido de verdad fruto del trabajo acumulado por generaciones?

Antes de la Conquista europea en 1500, en ese territorio llamado Pindorama habitado aproximadamente por 5 millones de personas agrupadas en más de doscientos pueblos indígenas, con territorio, culturas y hábitos diferenciados, la propiedad de la tierra no era privada. Era un recurso de la naturaleza utilizado colectivamente por los miembros de los diferentes pueblos, que controlaban cada quien su territorio. Los brasileños primitivos que vivían aquí trabajaban la tierra como un bien común, y todos tenían derecho de explotarla para sobrevivir.

La llegada de los colonizadores europeos significó una ruptura de ese sistema ya que uno de sus objetivos era apoderarse de los bienes existentes, especialmente de la tierra y los recursos naturales, mineros y forestales. En ese conflicto, que se dio a fuerza de pólvora y control ideológico mediante la religión, se impuso una derrota a los pueblos que vivían aquí y Portugal pasó entonces a gestionar los bienes de la naturaleza según sus leyes. Los portugueses administraron la Colonia de acuerdo con sus criterios, los objetivos de la Corona y los de los administradores locales.

La primera forma de distribución de la tierra fueron las capitanías hereditarias, concesión de uso en que la Corona destinaba grandes extensiones de tierra a donatarios, amigos y prestadores de servicios. Ese proceso de distribución siguió durante todo el periodo de la Colonia, a cambio de favores a la Corona, o por el hecho de poseer títulos de nobleza. La explotación de esas áreas interesaba mucho a la Corona, pues significaba producción de exportación, aumento del comercio de esclavos y aumento de tributos. Durante varios siglos, esas enormes extensiones de tierra eran destinadas al cultivo de productos agrícolas para exportación, en la forma de monocultivo: de caña de azúcar, café, ganadería extensiva, algodón, cacao, mediante la utilización de mano de obra esclava, negra o indígena.

A lo largo del periodo colonial y antes del fin del siglo XIX prevaleció este sistema en el que la tierra era de la Corona portuguesa y se concedía para uso de los que se dispusieran a explotarla, tuviesen condiciones para eso (recursos para compra de esclavos, etcétera) y prestaran servicios a la Corona. Con el paso del tiempo, y sobre todo a partir de la instalación de la Corona portuguesa en Brasil, en 1808, la extensión de las tierras concedidas fue disminuyendo, pero, si tomamos en cuenta los parámetros actuales de propiedad, se mantenían aún grandes extensiones. En general, los límites de las concesiones eran demarcados por accidentes geográficos: ríos, montañas, etcétera, usándose la legua como medida básica.

A mediados del siglo XIX, Brasil pasó por grandes transformaciones sociales. La lucha de los esclavos crecía y se multiplicaban los quilombos. Se intensificaban las presiones externas e internas contra el tráfico de negros originarios de África. En la sociedad brasileña, los sectores liberales, de clase media, con vocación republicana, también se oponían y luchaban contra el esclavismo.

Preocupada por esa presión y percibiendo la inevitabilidad de la liberación de los esclavos, la Corona trató de legislar sobre la adquisición de tierras, de manera que se garantizara que su posesión y propiedad mantuviesen el carácter más restringido posible, es decir, sólo para una minoría de la élite de la nobleza, sobre todo para garantizar que los esclavos liberados no tuviesen derecho a la tierra y se mantuvieran en la condición de trabajadores asalariados en las haciendas. Aceptaba terminar con la senzala[1] pero quería mantener la mano de obra cautiva en las grandes haciendas de caña o de café.

Al mismo tiempo, en Europa la tensión social se agravaba con una crisis generalizada en el campo por la falta de tierras y por la existencia de multitudes de campesinos sin tierra. Crecían las aspiraciones por la tierra. La migración al continente americano albergaba entre los campesinos pobres el sueño de tener tierra. La idea de migrar para América se confundía con el anhelo de tener tierra y no de obtener trabajo como asalariados, arrendatarios o aparceros como en Europa.

Fue dentro de ese contexto que don Pedro II promulgó la ley 601 del 18 de septiembre de 1850, conocida como la primera Ley de Tierras de Brasil, que definía la forma en que sería constituida la propiedad privada de tierra en Brasil, puesto que hasta ese momento estaba reservada a la Corona.

Así, la ley de 1850 determinaba que solamente podría ser considerado propietario quien legalizara sus tierras en el Registro Civil, pagando cierta cantidad de dinero a la Corona. Esa ley discriminó a los pobres e impidió que los esclavos al ser liberados pudiesen tener acceso a las inmensas extensiones de tierras públicas, pues ni los pobres ni los negros tenían recursos para pagar y comprarle tierras a la Corona. Por esa razón es que a pesar del proceso de legalización de la liberación de los esclavos en 1888, la mayoría de los negros liberados se dirigían a las ciudades, aunque viviesen en el campo. Y aun en las ciudades no se pudieron transformar en propietarios de terrenos para construir sus casas, y ése es el origen de las favelas[2] en las ciudades brasileñas a finales del siglo pasado, especialmente en Salvador, Recife y Río de Janeiro.

A partir de esa ley, se implantó la política oficial de atracción de campesinos pobres de Europa, con los programas oficiales de colonización. Desde 1850 se intensificó la propaganda de la Corona ofreciendo tierras, que atrajo antes del inicio del siglo a casi un millón de familias de campesinos pobres de Italia, Alemania, Polonia, Suiza y Austria. Esas familias eran enviadas a regiones inhóspitas, de topografía empinada, donde no había intereses por parte de los concesionarios de la Corona, bajo los proyectos de colonización oficial en las montañas de Espíritu Santo, de Río de Janeiro (región de Petrópolis), de Santa Catarina y de Paraná. Y a todos ellos les fue entregada una parcela de veinticinco hectáreas de tierra, mediante la obligatoriedad del pago. En la mayoría de los casos, los migrantes tuvieron que trabajar durante muchos años para poder saldar sus deudas con los proyectos de colonización. Hay registros históricos de revueltas de migrantes y de denuncias a los consulados por las mentiras y las manipulaciones que la Corona y las autoridades locales hacían con ellos. En el caso de San Paulo, los campesinos pobres migrantes no recibieron tierra y fueron enviados a las haciendas de café a trabajar en un nuevo régimen social conocido como colonato. En ese régimen el migrante recibía morada y podía cultivar alrededor de dos hectáreas para su sustento a cambio de atender algunas líneas de café para el latifundio.

La principal consecuencia social de la Ley de Tierras de 1850 es que mantuvo a los pobres y negros en la condición de sin tierra y legalizó, ahora como propiedad privada, las grandes extensiones de tierra en forma de latifundio. Todos los antiguos concesionarios de la Corona, con la vigencia de la Ley de Tierras, corrían a los registros civiles y a las casas parroquiales, pagaban cierta cantidad por la tierra y legalizaban sus posesiones. Así, inmensas extensiones de tierra, antes de propiedad comunal indígena, después apropiadas por la Corona, eran finalmente privatizadas en manos de los grandes señores que se transformaron de amigos de la Corona a latifundistas.

Esa Ley de Tierras rige hasta hoy el acceso a la propiedad de las tierras públicas. Gracias a ella, los latifundistas se apropian inmensas extensiones de tierras públicas que todavía existen en la región centro-oeste y en la amazónica y presentan pruebas falsas que los acreditan como poseedores. A partir de ahí reivindican la propiedad pagando pequeñas tasas al gobierno y finalmente logran la legalización. Tanto que el 80 por ciento de los propietarios del estado de Mato Grosso do Sul residen en San Paulo. Ese proceso tiene lugar durante todo el siglo XX, y más recientemente en la década de los setenta, con la apertura de autopistas rumbo al oeste (Cuiabá-Porto Velho), transamazónica (Teresina a Itaituba) y rumbo al norte (Belém-Brasilia y Cuiabá-Santarém), que permiten el acceso a inmensas extensiones de tierras públicas y de pueblos indígenas, de las que se apoderaron grandes propietarios reproduciendo en esas regiones el latifundio como estructura de la propiedad.

Las élites brasileñas cometerán el segundo pecado de mala distribución de las tierras públicas en Brasil. El primero, que describimos a partir de 1850-1900 como la legalización de encomiendas y donaciones, y el segundo en la década de 1970 cuando podían haber aprovechado la inmensidad de tierras públicas disponibles en toda la región centro-oeste y en la amazónica para distribuirlas de manera democrática en pequeñas propiedades. Y de nuevo prefirieron hacer la fiesta y distribuir en grandes propiedades, que en algunos casos sobrepasan, con mucho, cien mil hectáreas para un solo propietario.

Es importante notar que en el caso de las tierras colonizadas de Estados Unidos, aun dentro de un régimen de propiedad privada, capitalista e individualista, la distribución fue realizada de manera mucho más democrática. Allá en Estados Unidos, en 1862, justo después de la unificación del país, el presidente Abraham Lincoln implantó una ley de colonización de las tierras públicas que se basaba en el criterio de que la tierra debería ser para el que la trabaja. Y con base en ese criterio, se estableció que cada familia que quisiera trabajar y vivir de la tierra tendría derecho asegurado a 160 acres, que son más o menos 65 hectáreas, por las que no sólo no pagaría nada al gobierno, sino que tenía el derecho de determinar por sí misma su frontera agrícola hacia el oeste, a partir del último propietario que había marcado sus 160 acres.

Con esa ley, entre 1862 y 1880 fueron distribuidas cerca de 60 millones de hectáreas de tierras públicas federales y otros 120 millones de tierras públicas estatales, beneficiando a un total de más de 3 millones de familias de agricultores que, al tener acceso democrático, se transformaron en pequeños o medianos agricultores, y luego en consumidores de productos industriales como instrumentos de trabajo para la agricultura, maquinaria y productos de consumo familiar. Los historiadores y economistas son unánimes al defender la tesis de que gracias al proceso de democratización de la tierra fue posible el desarrollo de una pujante agricultura, que incrementó inmediatamente la producción y generó un enorme mercado interno para la industria nacional instalada en el norte del país. Esas bases transformaron a un país dividido y desacelerado por la guerra civil en la mayor potencia económica industrial de fin de siglo.

En Europa, de la misma forma, el origen de la propiedad de la tierra se combinó con procesos de reforma agraria. Con el advenimiento del capitalismo industrial, las tierras expropiadas a los señores feudales fueron distribuidas entre los campesinos sin tierra, que se transformaron en pequeños agricultores familiares, aún hoy base de la estructura de propiedad de la tierra razonablemente igualitaria que existe en toda Europa, donde prácticamente no existen propiedades por encima de 500 hectáreas.

En Brasil, el fundamento legal que dio origen a la propiedad de la tierra fue hecho justamente para fomentar y estimular la gran propiedad, consolidando el latifundio como base de la producción agrícola del país. Una sociedad basada en el latifundio promueve la desigualdad social y la pobreza en el medio rural, y el éxodo rural, como consecuencia necesaria, extiende esa desigualdad hacia las ciudades.

Por lo tanto, la raíz de nuestro subdesarrollo, de nuestra pobreza y nuestra desigualdad social está en el latifundio. El pecado original de la élite colonizadora brasileña.

¿Por qué el latifundio nunca se dividió en Brasil?

Los campesinos pobres de todo el mundo siempre lucharán por el derecho de tener tierra para trabajar. La historia registra incontables movimientos campesinos que tienen como objetivo la lucha por la tierra. Esos movimientos se desarrollan sobre todo a partir del feudalismo, cuando los campesinos eran la mayoría de la población, pero estaban sojuzgados por los señores feudales, señores de las tierras, que acumulaban el poder político como príncipes.

Con el advenimiento del capitalismo comercial e industrial siguieron los movimientos de campesinos, que obtuvieron numerosas victorias localizadas. Muchos de esos conflictos se mezclaron con luchas religiosas (es el caso de Lutero en Alemania), y con luchas por la identidad étnica y cultural que gestaron las naciones.

Reforma agraria

La expresión “reforma agraria” no fue una bandera levantada por los movimientos campesinos. Ellos se limitaban al ideal de tierra para trabajar. La reforma agraria, como sinónimo de una política de distribución de la propiedad de la tierra por parte del estado, surgió de las burguesías industriales al final del siglo pasado en Europa. Después de muchas décadas de desarrollo del capitalismo, las élites industriales percibían que había limitaciones del mercado interno en sus países, porque la mayoría de la población vivía aún en el medio rural y en condición de campesinos sin tierra, en la cual no tenían ingresos para adquirir los bienes producidos por la industria. De esta manera, identificaron el monopolio de la gran propiedad de la tierra como un impedimento para el desarrollo del mercado interno, y, por tanto, la concentración de la propiedad de la tierra, además de constituir un problema agrario, incidía sobre toda la sociedad. Y para ese problema agrario se encontró una solución: la reforma agraria.

La reforma agraria surgió entonces como una propuesta de política de estado, y es sinónimo de distribución de la tierra. No es reforma agraria si no democratiza la propiedad agraria.

Esas políticas que vislumbraban la transformación de los campesinos sin tierra en productores autónomos de mercancías con acceso al mercado, con ingresos suficientes para adquirir productos industriales y, por tanto, capaces de dinamizar el mercado interno, fueron aplicadas en muchos países. Primero en los de Europa Occidental, donde había un mayor desarrollo del capitalismo industrial y necesitaban del mercado interno para sus productos. Después, luego de la primera guerra mundial, fue aplicada en dieciocho países de Europa Central y Oriental. Y luego de la segunda guerra mundial fue aplicada en el sur de Italia y en el sudeste Asiático, particularmente en Japón, Corea y la provincia de Formosa.

Con esa misma perspectiva se puede decir que la ley de colonización de 1862 en Estados Unidos, aunque no tenía el nombre de reforma agraria, se constituyó en un importante instrumento de democratización del acceso a la propiedad de la tierra.[3]

También hay consenso entre historiadores y economistas de que es gracias a esos procesos de reforma agraria, y por tanto, de democratización de la propiedad de la tierra y de transformación de los sin tierra en pequeños agricultores autónomos, que se generó la base de un proceso acelerado de desarrollo del mercado interno, el cual posibilita la transformación de esos países en las potencias económicas industriales que son ahora. Y al contrario, es verdad que ningún país del mundo consigue transformarse en potencia económica e industrial sin hacer la distribución de la propiedad de la tierra.

Aquí cabe la pregunta: si los procesos de reforma agraria fueron impulsados para ampliar el mercado interno y propiciar un desarrollo mayor dentro del mismo capitalismo, si fue hecho por tantos gobiernos de países del hemisferio norte, ¿por qué diablos no se hizo una reforma agraria en Brasil?

Puede haber muchas explicaciones según la óptica que se elija para investigar. Desde el punto de vista económico la explicación que encontramos es que en Brasil, desde la llegada de los portugueses, se instauró el capitalismo colonial dependiente. En el periodo de 1500 a 1900 la finalidad del modelo económico, que organizó a la sociedad brasileña durante 400 años, fue únicamente producir bienes agrícolas para exportación. Y como eran para exportación, los productos que la metrópoli deseaba eran aquellos de origen tropical que no se podían producir en el frío hemisferio norte: caña, café, cacao, cuero de ganadería extensiva, algodón. Y por desgracia, para la difusión de esos monocultivos de exportación eran necesarias grandes extensiones de tierra, aun cuando el trabajo no era asalariado ni de aparceros (como en el feudalismo europeo), sino de esclavos. De ese modelo surgieron dos clases sociales: la oligarquía rural exportadora y los esclavos. Ese modelo de capitalismo dependiente, sustentado en mano de obra esclava, encontró su fundamento en las raíces de la gran propiedad. Es decir, el capitalismo nació en Brasil de los brazos de la gran propiedad latifundista. El capitalismo no se basaba en el mercado interno y no necesitó crear productores autónomos ni consumidores.

Ese modelo agroexportador que está en la raíz de nuestra sociedad entró en crisis de 1900 a 1930. La razón se encuentra en la conjugación de diversos factores, entre ellos la crisis de la primera guerra mundial, que redujo las exportaciones agrícolas; la caída del precio internacional del café, y, sobre todo, que ese modelo no conseguía producir los bienes necesarios para la demanda de la sociedad brasileña.

La revolución de 1930: el nuevo modelo económico

La crisis desencadenada por la incapacidad de la agricultura exportadora para sostener el desarrollo del país dio como resultado la llamada “revolución del 30”, que implantó un nuevo modelo económico. De 1930 a 1980 todos los esfuerzos de la sociedad estuvieron dirigidos a la industrialización del país y se observa un acelerado proceso de producción de mercancías de origen industrial y de crecimiento económico. Sin embargo, ese nuevo modelo no rompió con las raíces de la formación económica del país. Aunque el poder político estuviera ya mayoritariamente en manos de las élites industriales, se mantenían los lazos con las oligarquías rurales que, al contrario de lo que sucedió con los señores feudales en Europa, perdieron poder político pero no las tierras.

Se instituyó entonces una asociación entre las oligarquías rurales y la élite industrial. La agricultura de exportación funcionaría como captadora de dólares para financiar la implantación de la industria, mientras en el sur del país los pequeños agricultores originarios del proceso de colonización debían producir para el mercado interno garantizando, mediante un riguroso control de precios de los productos agrícolas por parte del estado, una canasta básica a bajos costos, y por lo tanto, salarios bajos para los obreros.

Así, la pequeña agricultura nunca consiguió acumular y constituir un mercado interno fuerte como sucedió en Europa y Estados Unidos, porque aquí su papel era el de financiar la subsistencia del nuevo obrero. Las presiones del creciente contingente de campesinos sin tierra, que habían sido excluidos por la concentración de la propiedad, ocasionaron que éstos fueran en dirección de las ciudades, atraídos por la posibilidad de transformarse en obreros. Esa mano de obra barata y abundante se fue constituyendo como ejército industrial de reserva, de origen campesino.

En el periodo de 1930 a 1980, Brasil invirtió su matriz de localización poblacional. Antes el 80 por ciento de su población estaba ubicada en el medio rural; ahora, con el modelo de industrialización, el 80 por ciento de la población vive o se hacina en las grandes metrópolis.

De esta manera, según los estudiosos de las migraciones, Brasil es el país del mundo con mayor actividad migratoria, ya que en un corto tiempo de su historia transfirió más gente, en términos relativos y absolutos, del medio rural hacia las ciudades, con el agravante de que, al contrario de los procesos de urbanización lenta y gradual, distribuida en centenares de pequeñas ciudades, el éxodo rural estuvo dirigido hacia los grandes conglomerados humanos. Así, las grandes metrópolis brasileñas, con todos sus problemas, como la marginalidad social, la carencia de hogar y de empleo, tienen su origen en el pecado del mantenimiento del latifundio.

En ese nuevo modelo de organización de la producción de la sociedad brasileña, las ganancias obtenidas por la élite urbana del sector comercial, exportador, industrial y financiero son invertidas, en parte, en la compra de grandes extensiones de tierra. Grandes bancos como Bradesco, Itaú, Bamerindus (en la época), Safra, etcétera, se transformaron en enormes latifundistas, con 200 a 300 mil hectáreas cada uno. También sectores industriales de punta como Volkswagen y Pirelli, al punto que las estadísticas del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INCRA) registraron que las personas jurídicas, es decir, las empresas, particularmente de origen extranjero, son propietarias de más de 30 millones de hectáreas.

Así, además de la oligarquía rural agroexportadora de origen colonial, aparece ahora en el escenario una burguesía agraria, gran propietaria de tierras, que mezcla sus intereses entre la agricultura, el comercio, las finanzas y la industria. En esa perspectiva de clase, la burguesía industrial en Brasil no tiene ningún interés en la realización de una reforma agraria para desarrollar el mercado interno, pues tendría que despojarse de sus propias tierras.

El modelo de desarrollo industrial brasileño está fundado en un proceso de concentración del ingreso que permite a las industrias maximizar sus tasas de interés con la conjugación de dos factores: el pago de salarios miserables (giran en torno a los 150 dólares, mientras que en Europa las mismas empresas pagan cerca de 1 500 dólares por las mismas funciones) y la no producción de bienes de consumo para la clase media, es decir, un mercado reducido, no de masas, como sucede en los países desarrollados.

En Brasil, el capitalismo siempre se desarrolló sobre la base de la concentración de la propiedad de la tierra y, consecuentemente, las élites nunca necesitaron dividirla para estimular el mercado interno y buscar el aumento de la acumulación capitalista. Por eso el latifundio está vinculado al capital. Como esas élites no necesitaron dividir la tierra para acumular ganancias y aumentar el mercado, jamás tomarían la iniciativa de hacer una reforma agraria.

Un proceso de reforma agraria, de distribución de la tierra, tendrá que venir necesariamente de la presión de los trabajadores y de los campesinos pobres, que dependen de ella para trabajar y progresar.

Los conceptos de reforma agraria

El concepto de reforma agraria ha dado margen a mucha confusión en la sociedad. Muchos hablan de reforma agraria, pero difícilmente están hablando de la misma cosa. En rigor, nadie se pronuncia en contra; basta prestar atención a las declaraciones de los políticos, latifundistas, jornaleros, etcétera: todo mundo se dice a favor de la reforma agraria. Eso sucede por varias razones: cada uno tiene su concepto de reforma agraria y sus declaraciones se basan en él y no en lo que realmente es. La segunda razón es que ninguna conciencia puede declararse a favor del matenimiento de tamaña injusticia social representada por la gran propiedad latifundista. La perversión de ese modelo es tan explícita que llega a ser una herejía pronunciarse por su mantenimiento. Aunque en el fondo esas declaraciones de apoyo a la reforma agraria no sean más que demagogia de quien tiene el espacio en la opinión pública.

Tiene razón el cronista Luis Fernando Verissimo cuando dice que “en Brasil hasta los latifundistas están a favor de la reforma agraria, siempre y cuando no sea realizada en sus tierras”.

Hay tres conceptos de política agraria que se confunden y que generan malos entendidos.

Concepto clásico de reforma agraria

Se refiere al modelo de reforma agraria implantado desde el final del siglo pasado y hasta la segunda guerra mundial en los países capitalistas del hemisferio norte, como una política de distribución masiva de la propiedad de la tierra. El estado, por medio de su legislación y en nombre de la sociedad, promueve la distribución de todas las grandes propiedades rurales, generando oportunidades para todos los campesinos.

Política de asentamientos rurales

Un gobierno puede promover una política de asentamientos rurales dirigida a familias sin tierra. Ese proceso se hace distribuyendo parcelas en haciendas expropiadas, compradas, o en tierras públicas arrendadas a las familias que luchan por permanecer en el medio rural. Esa política de asentamientos no está destinada a corregir la concentración de la propiedad de la tierra como un todo. Es una política puntual, localizada, parcial. En general se aplica cuando existe una organización social de los campesinos sin tierra capaz de presionar al gobierno y generar un conflicto social. Para evitar que el conflicto se transforme en problema político el gobierno distribuye localizadamente las parcelas, pero sólo entre las familias organizadas.

En los medios técnicos, el gobierno admite que esta política se inserta en los marcos de compensación social, es decir, el gobierno está en la disposición de comprar o expropiar haciendas sólo como una medida de compensación para los campesinos que resisten en el campo y quieren trabajar la tierra por cuenta propia. El gobierno brasileño sabe que esa política de asentamientos adoptada actualmente no es una reforma agraria, como se ha conceptualizado anteriormente; sin embargo, para efectos de la propaganda oficial y para engañar a la opinión pública sigue afirmando que ésa es la reforma agraria.

Prueba de ello es que a pesar de que el gobierno ha realizado un número significativo de asentamientos, bajo presión del movimiento de los sin tierra y de otros movimientos sociales, eso no ha significado la democratización de la propiedad de la tierra. Al contrario, como se demostrará más adelante, el proceso de concentración agraria ha continuado.

Colonización

Otra variante de la política de asentamientos rurales son los proyectos de colonización. En este caso, el estado distribuye parte de las tierras públicas aún no explotadas para que sean ocupadas por familias de colonos. La política de colonización sólo puede ser posible en países que aún poseen áreas de frontera agrícola. En general, son países con grandes dimensiones territoriales y con población relativamente pequeña, que aún no ocupan todos los espacios agrícolas cultivables. Brasil es uno de los pocos países del mundo que aún posee tierras públicas que pueden ser utilizadas. Con todo, la política de colonización aplicada no tiene nada que ver con un proceso de reforma agraria. La reforma agraria necesariamente involucra la democratización de la propiedad privada de la tierra. En cambio, la distribución de tierras públicas en áreas de frontera agrícola no la afecta y no implica la distribución de la propiedad de tierras ya ocupadas.

Cabe mencionar que en Brasil el proceso fue aún más perverso porque en general la política de colonización siguió la misma lógica de concentración capitalista, pues el estado distribuyó en la frontera agrícola enormes extensiones a algunos propietarios, o regularizó áreas cercadas irregularmente, y distribuyó algunas parcelas de tierra en pequeños lotes, que acabaron cumpliendo sólo la función de llevar mano de obra barata a las fronteras agrícolas y que se dedicaron más a la extracción mineral o forestal que a procesos de agricultura familiar.

Reforma agraria desde la óptica de los trabajadores

Finalmente, hay un concepto de reforma agraria desde la óptica de los trabajadores rurales y de la clase trabajadora como un todo. El proceso de desarrollo del capitalismo en el medio rural agravó aún más el problema agrario que ya existía. La concentración de la propiedad agrícola llevó también a una concentración de la propiedad de los medios de producción, las máquinas, insumos, etcétera. Hubo además un proceso de oligopolización del comercio de los principales productos agrícolas y de la agroindustria que transforma las materias primas agrícolas en alimentos.

Adicionalmente, hay un proceso de concentración de capital mediante la distribución de los recursos destinados por el sistema bancario al financiamiento rural. Es de notarse que de los 4.8 millones de establecimientos agrícolas, menos de un millón son atendidos por el crédito rural. Hay 513 mil pequeños propietarios que reciben crédito rural pero obtienen menos del 20 por ciento de los recursos, mientras que una minoría de 4 mil grandes latifundistas acaparan más de 60 por ciento de todo el crédito ofrecido.

Ante una realidad agraria tan perversa, sería ingenuo por parte de los campesinos y de la clase trabajadora como un todo imaginar que para democratizar la sociedad en el medio rural basta con distribuir la propiedad de la tierra. La propuesta y características de una reforma agraria que atienda las necesidades de los trabajadores requiere de una mayor amplitud. Tal proceso de reforma agraria, además de democratizar la propiedad de la tierra, deberá promover la democratización del comercio agrícola, de los procesos agroindustriales, del acceso al capital, al conocimiento y a la educación. Ése sería el significado de una reforma agraria de los trabajadores.

Por lo tanto, cuando se hable de reforma agraria, ya sea para efectos de propaganda o de proselitismo, es necesario verificar de cuál de estos conceptos se está hablando.

Las características del pecado agrario en Brasil

La concentración de la propiedad de la tierra en Brasil

En sí misma, la existencia de grandes propiedades de tierra en manos de unos pocos constituye un pecado, porque sustrae de la gran mayoría el derecho a usufructuar los bienes de la naturaleza. La realidad agraria brasileña refleja la perversión de un modelo que no sólo concentró las tierras, sino lo que es más grave, al analizar las series históricas de la propiedad de la tierra en los censos agropecuarios del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) se verifica que hay una tendencia permanente a su concentración. Es decir, que pese a la gran extensión territorial del país, no sólo no se democratiza la propiedad de la tierra sino que se crean mecanismos para intensificar su concentración entre unos pocos privilegiados.

Así, en 1970, los establecimientos en el medio rural que poseían menos de 100 hectáreas, y que por tanto se podrían considerar una pequeña propiedad, representaban 91 por ciento de todas las propiedades, pero detentaban solamente 23 por ciento de las tierras, demostrando claramente el grado de concentración existente. Después de 25 años, los datos de los censos de 1995 revelan que esas pequeñas propiedades disminuyeron al 89 por ciento del total y concentraban menos aún, apenas 20 por ciento de las tierras. Del otro lado, las grandes propiedades, los latifundios arriba de mil hectáreas que en 1970 representaban apenas .7 por ciento de todas las propiedades pero controlaban 39 por ciento de las tierras, en 1995 pasaron a controlar 45 por ciento de las tierras y representan el 1 por ciento de todos los propietarios.

Como el proceso de concentración de la propiedad de la tierra es permanente, evidentemente hay también una disminución relativa del peso de la pequeña propiedad. El censo de 1995 reveló que el proceso de concentración es tan violento, que en los últimos diez años hubo una disminución absoluta del número de pequeñas propiedades. Así, entre 1985 y 1995 se fueron a la quiebra, desaparecieron, nada menos que 906 mil establecimientos menores de cien hectáreas y, de éstos, 662 mil tenían menos de 10 hectáreas. En contraposición, en el mismo periodo los grandes latifundistas que poseían arriba de 10 mil hectáreas acumularon un área total superior a 1.3 millones de hectáreas, probablemente adquiriendo las propiedades menores o apropiándose áreas públicas.

Aunque no se tienen estadísticas del periodo posterior a 1995, cuando la política agrícola del gobierno de Fernando Henrique Cardoso fue aún más concentradora y marginó la agricultura familiar, el profesor Guilherme Dias, de la Universidad de San Paulo y exsecretario ejecutivo del Ministerio de Agricultura, estimó en sus estudios preliminares que en los tres años de este gobierno (1995-1998) desaparecieron cerca de 400 mil pequeñas propiedades y fueron eliminados dos millones de puestos de trabajo, fruto de su política de marginación de la agricultura familiar.

Por lo pronto, el grado de concentración de la tierra en Brasil es una afrenta a cualquier democracia, pues tan sólo 1 por ciento de los 4.8 millones de establecimientos controlan casi la mitad del total de tierras legalizadas. Apenas 40 mil grandes propietarios controlan más de 400 millones de hectáreas, lo que significa una media de 10 mil hectáreas por familia.

Si en Brasil hubiese una sociedad democrática, en la que estuviese asegurada la justa división de todas las tierras, correspondería el equivalente a 4 hectáreas por persona, que daría aproximadamente 20 hectáreas por familia. Cantidad de tierra suficiente para que cada familia pueda construir su casa, producir y progresar.

El uso de las tierras en Brasil

Brasil posee una extensión territorial de 8.5 millones de kilómetros cuadrados que equivale a 850 millones de hectáreas de tierra. Sin embargo, en este cálculo está incluida toda el área cubierta por los ríos, lagos, autopistas y zonas urbanizadas que son prácticamente imposibles de medir.

Están ahí también cerca de 80 millones de hectáreas de tierras indígenas, que abrigan a 250 pueblos, reminiscencias de la continua masacre de cinco siglos. De ésas, más de 500 áreas indígenas ya están reconocidas por el gobierno, aunque apenas están delimitadas cerca de 200. De forma que muchas tierras indígenas aún aparecen como públicas, especialmente en la región amazónica, o están cercadas por grandes latifundistas, como es frecuente en la región centro-oeste, pródiga en conflictos.

En términos muy genéricos, se podría decir que existen alrededor de 200 millones de hectáreas de tierras públicas estatales y federales aún no ocupadas, o sólo cercadas, en las regiones amazónica y centro-oeste. Y hay aproximadamente 600 millones de hectáreas ya ocupadas, según el catastro del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INCRA) –que se basa en la declaración voluntaria del ocupante o propietario–, aunque gran parte de ellas sean reconocidas como posesiones al carecer sus ocupantes de títulos legales.

Según los criterios del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), que envía a sus encuestadores a censar cada hacienda, la extensión total ocupada sería de alrededor de 400 millones de hectáreas. Es tan fraudulenta la ocupación de tierras y tan viciado el proceso de legalización que se llega al absurdo de que el INCRA levanta un total de 600 millones de hectáreas ocupadas y el IBGE apenas 400. Una “insignificante” diferencia de 200 millones de hectáreas. Son muy raros los países del mundo que poseen una extensión territorial equivalente a 200 millones de hectáreas, lo que en Brasil es apenas una pequeña diferencia de cálculo estadístico sobre cuánta tierra controlan, de hecho, los latifundistas.

Tierras concentradas, tierras mal usadas

Polémicas aparte, lo que importa aquí es que el proceso de concentración de tierras en el país es muy grave, pues influye decisivamente en el desperdicio de un importante recurso de la naturaleza que podría apalancar nuestro desarrollo y propiciar mejores condiciones de vida para toda la población y no sólo para una minoría.

Los datos del IBGE revelan que del total de tierras ocupadas apenas 11 por ciento son destinadas a cultivos estacionales, es decir, a la producción de granos y alimentos; otro 3 por ciento es destinado a los cultivos permanentes como café y fruticultura; la inmensa mayoría de las tierras son usadas para pastizales naturales (30 por ciento) y cultivados (18 por ciento); y el 38 por ciento restante permanece como selvas, bosques, áreas inexploradas o no cultivables.

La subutilización de las tierras como fruto de la concentración tiende a agravarse. Los datos revelados por el censo del IBGE de 1995 son claros. Entre 1985 y 1995, el área dedicada a cultivos estacionales disminuyó 8.3 millones de hectáreas, pasando de 42 a apenas 34. Es decir, de los 300 millones de hectáreas potencialmente cultivables en Brasil, con todas las técnicas disponibles como irrigación, biotecnología, etcétera, son utilizadas para estos cultivos apenas 34. Prácticamente la misma área usada por Argentina, que es un país de dimensiones territoriales mucho menores. Simultáneamente, el área destinada a los cultivos permanentes disminuyó en 2 millones de hectáreas, pasando de 9.8 a 7.5 millones.

Los cultivos estacionales, responsables de la producción de granos y alimentos para el país, están presentes básicamente en las pequeñas propiedades. De los 34 millones de hectáreas, los establecimientos menores de 100 hectáreas ocupan 14 millones con estos cultivos. En cambio, las propiedades de más de mil hectáreas que controlan la mitad de todas las tierras del país, les dedican apenas 6 millones. Lo peor es que la tendencia revelada por el censo es que en los últimos diez años la pequeña propiedad disminuye el área cultivada. De los 9 millones perdidos, 6 se localizan en pequeñas propiedades con menos de cien hectáreas. Esto muestra cómo la pequeña propiedad fue afectada por una política agrícola excluyente, que no hizo viable el aumento del área cultivada del país, y cómo la concentración de la propiedad de la tierra impide la producción de alimentos y la ampliación de las áreas de cultivo. De ahí se puede concluir que la baja producción agrícola y los altos niveles de desnutrición y hambre que alcanzan a más de 32 millones de brasileños tienen su causa fundamental en la tenencia de la tierra y en la concentración de la propiedad, es decir, en el latifundio. El pecado del latifundio genera hambre para millones de brasileños.

El trabajo y empleo de mano de obra en la agricultura

En los países pobres del tercer mundo, el sector agrícola tuvo siempre fundamental importancia en la creación de empleo y absorción de mano de obra disponible. En el caso brasileño, la situación fue un tanto diferente. En función de la estructura de la propiedad de la tierra, basada en la gran propiedad, la modernización del sector agrícola cuando aumenta la producción expulsa cada vez más trabajadores, al contrario de la pequeña propiedad que, aun cuando invierte en tecnología, crea cada vez más empleo.

Al examinar los resultados del Censo Agropecuario de 1995, se observa que en los últimos diez años el número de trabajadores ocupados en la agricultura bajó de 23 (1985) a 17.9 millones. Hubo una disminución absoluta de 5.4 millones de puestos de trabajo (23 por ciento), y nuevamente la causa está en el latifundio. Si comparamos el número de trabajadores con el tamaño de las propiedades, eso es fácilmente perceptible. Los pequeños establecimientos agrícolas menores de cien hectáreas emplean 80.6 por ciento de la mano de obra rural a pesar de que controlan apenas el 23 por ciento del área total. Las propiedades medias, en general productivas, que poseen entre 100 y 1 000 hectáreas, emplean el 15 por ciento, y los latifundios con más de mil hectáreas dan trabajo apenas al 4 por ciento, demostrando la clara disfunción social entre el tamaño de la propiedad y la creación de empleo en la agricultura. Si tomamos los datos totales, se percibe que en una pequeña propiedad, en cada 5 hectáreas se crea un empleo, mientras que el latifundio lo crea por cada 223 hectáreas. Por lo tanto, la pequeña propiedad es 44 veces más empleadora que el latifundio. En otras palabras, si un latifundio del tamaño de mil hectáreas fuese distribuido en un proceso de reforma agraria, generaría en la sociedad brasileña 200 nuevos empleos.

La violencia en el medio rural

El medio rural está marcado por una violencia estructural. Una violencia que recorre la estructura de la tenencia de la tierra, del poder económico que surge de ella y del control político que los terratenientes tienen sobre la población local. Esa violencia mantiene enormes contingentes poblacionales condenados a la miseria, el hambre, la dependencia, la mendicidad; impide que sus hijos tengan acceso a la escuela, controla sus votos, su participación política; impide en muchas regiones semiáridas, apartadas de las costas, el acceso al agua, como forma de mantener la dependencia frente a la buena voluntad del Señor de las tierras y las aguas.

Esa violencia permanente, estructural, que impide que los trabajadores rurales sean de hecho ciudadanos independientes, que puedan tener un futuro y mejorar sus condiciones de vida, es la peor violencia que puede existir contra los sin tierra, porque los transforma en excluidos de todo. Excluidos de la propia conciencia de sus derechos a una vida digna. Víctimas de una subyugación atávica, los propios oprimidos la ven como natural, o buscan en lo sobrenatural o lo religioso las únicas explicaciones de tanto sufrimiento.

Y además de la violencia practicada por el latifundio, por el poder económico y consecuentemente político, está presente en el medio rural la violencia física, la persecución, la prisión arbitraria, la agresión, la amenaza de muerte, y finalmente el asesinato. La Comisión Pastoral de la Tierra, organismo vinculado a la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil (CNBB), ha hecho una investigación sistemática de ese lado trágico de la violencia en el latifundio.

Véanse a continuación los datos de su informe relativo al año de 1998 y el primer cuadro de la evolución de los conflictos que acontecen en el medio rural.

Cuadro conflictos

Barbarie y conflictos en el campo brasileño en 1998

La Comisión Pastoral (CPT) registró en el año de 1998 un significativo aumento de conflictos y de la violencia en todos los niveles ejercida contra los trabajadores, en cantidad de casos y de personas involucradas. Los datos evidencian una vez más las constantes violaciones a los derechos del pueblo rural, olvidado por las políticas gubernamentales y sistemáticamente reprimido por los poderes de la Unión cuando lucha por sus derechos. Los datos comprueban también el fracaso de las políticas paliativas y dilatorias del gobierno de Fernando Henrique Cardoso, que ha generado mayor concentración territorial, expulsión de los agricultores del campo y aumento de diversas formas de violencia contra los trabajadores rurales, especialmente las más bárbaras, como los asesinatos, torturas, tentativas de asesinatos, prisiones, lesiones corporales, expulsiones, amenazas de expulsión, destrucción de casas y sembradíos.

De manera general, los poderes de la Unión han mostrado una cruel insensibilidad ante la realidad de los pobres y excluidos del campo, preocupados solamente en desmovilizar los procesos de lucha por el derecho a la tierra, a un trabajo digno y a la alimentación, por medio de la represión directa y del asesinato. Se asiste en el campo a un verdadero golpe contra el estado de derecho, patrocinado por las autoridades que deberían garantizar el derecho de los pobres. El recrudecimiento de la barbarie, que tiene como principal responsable al propio estado, desconoce y empeora la deuda histórica del país con los más pobres. Estamos terminando el milenio y conmemorando los 500 años del país con 4.8 millones de familias de trabajadores rurales sin tierras; 1 167 trabajadores muertos impunemente durante la Nueva República; 400 mil familias de agricultores informales quebrados o expulsados del campo solamente durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso; dos millones de campesinos sin derecho a la tierra; 10 millones de nordestinos hambrientos por la sequía y por la negligencia y corrupción del gobierno; 423 679 infantes en el mercado de trabajo rural; millares de trabajadores rurales sin derechos básicos, con sus casas y siembras destruidas, sufriendo torturas, amenazas, expulsiones y asesinatos. Aunque por otro lado la resistencia del pueblo ha removido cercas y sembrado nuevas esperanzas de un país más justo y ciudadano, por medio de una lucha organizada de resistencia y de conquista de derechos.

Con el aumento de los conflictos agrarios y laborales, el cómputo de conflictos rurales pasó de 736 en 1997 a 1 100 en 1998, involucrando a 1 125 116 personas en todo el país, contra 506 053 en 1997. En la región del noreste se presenta el mayor número de casos (542) y de personas involucradas (678 593). En número de conflictos le sigue la región del sudeste, con 195, la del centro-oeste con 133, la del sur con 130 y la del norte con 100. Pero es importante notar que la región norte aparece en segundo lugar en cantidad de personas involucradas, con 146 953, seguida por la del centro-oeste con 122 297, la del sur con 109 048 y la del sureste con 68 225.

Los conflictos por la tierra han aumentado continuamente desde 1993. En 1998 llegaron a 752, involucrando a 131 924 familias en lucha por 4 060 181 hectáreas. En 1997 eran 94 421 familias involucradas y 3 034 706 hectáreas en disputa. En 1998, el noreste presentó el mayor número con un total de 300, con 43 636 familias y 939 294 hectáreas. La región sudeste aparece con 126 conflictos y 13 082 familias, disputando 939 294 hectáreas. La región centro-oeste presentó 124 conflictos con 24 245 familias en lucha por 911 082 hectáreas, mientras que la del sur registró 118 conflictos con 21 633 familias y 236 838 hectáreas en disputa, y la norte 84 conflictos, con 29 328 familias peleando 1 649 784 hectáreas.

Las ocupaciones de tierra siguen creciendo desde el inicio de la década, pasando a un total de 599 en 1998 (en 1991 fueron 77; en 1997, 463), involucrando 76 482 familias (en 1991 fueron 14 720; en 1997, 58 266). El número de ocupaciones de tierra creció en todas las regiones excepto en la norte, comenzando por la región noreste con 244 (123 solamente en Pernambuco), la sudeste con 137 (San Paulo despunta con 78), la sur y centro-oeste con 95 cada una, y Mato Grosso do Sul y Paraná con 67 y 60 respectivamente. El norte presentó 28 ocupaciones. El número de familias involucradas en la región noreste es de 29 979, en la centro-oeste 14 996, en la sur 13 274, la sudeste 10 467 y la norte 7 766.

Destaca la violencia contra los trabajadores, que creció en la mayoría de los casos registrados, especialmente en las formas más bárbaras. En 1998 fueron asesinados 47 trabajadores rurales por conflictos agrarios. Pará está a la cabeza con 11 casos, seguido por Paraná con 8 asesinatos y Maranhão y Pernambuco con 4 cada uno. La región norte presenta mayor número de asesinatos con 17, seguida del noreste con 11, sur con 9, sudeste con 6 y centro-oeste con 4. El número de trabajadores asesinados creció en 56.67 por ciento (en 1997 fueron 30). En los últimos doce años fueron asesinados 1 167 trabajadores rurales y hubo solamente 86 juicios, con 14 provocadores juzgados y siete condenados.

Según los registros de la CPT, en 1998, 46 trabajadores rurales sufrieron intentos de asesinato, 88 fueron amenazados de muerte, 35 torturados, 164 agredidos físicamente, 466 presos y 207 sufrieron lesiones corporales. En 1998 creció el número de víctimas por estas causas.

¿Quiénes son los latifundistas?

El latifundio es la raíz de muchos problemas que afectan a nuestra sociedad, pero no es un pecado genérico, sin identidad, sin culpables visibles. Si existe el latifundio es porque el latifundista existe. Existe el pecador. El gran propietario que se complace en la voluptuosidad de tener el control de mucha tierra, como bien privado, sobre el cual puede decidir todo: qué hacer con ella, cómo explotarla, a quién deja vivir en ella, sean vegetales, animales o personas. No son muchos los latifundistas en Brasil. Ya se ha demostrado que alrededor de 40 mil controlan la mitad de todas las tierras. Y entre esos 40 mil hay algunos aún más concentradores, en general empresas o familias que han aprovechado la prodigalidad de la naturaleza a lo largo de estos cuatro siglos de latifundio para acumular cada vez más, con la complicidad del poder político.

Sólo para ilustrar, presentaremos algunos ejemplos. En primer lugar, el siguiente cuadro con la relación de los grupos económicos de origen industrial, comercial, financiero y agropecuario que detentan las mayores extensiones de tierra en Brasil, muchos de ellos compuestos por capital extranjero. Es importante comparar el tamaño del área total controlada por cada empresa con la usada realmente, que evidencia la apropiación con fines puramente especulativos de reserva de valor. También es importante notar el número de empleados, que confirma que, aunque las actividades agrícolas exigen mucha mano de obra, en el caso del latifundio el número de puestos de trabajo creados es insignificante.

Cuadro grupos económicos

Enseguida se presentan algunas citas de periódicos y revistas como materiales emblemáticos de lo que representa el latifundio en este país. Hay un reportaje sobre quién es el mayor latifundista actualmente, y otros materiales sobre cómo hasta ahora los latifundistas usurpan las tierras públicas en Pará, para acumular más y más tierras.

El mayor latifundista del mundo

En los últimos tres años el empresario Cecílio do Rego Almeida, de 68 años, está logrando silenciosamente la más espectacular empresa de su vida. Con una biografía muy rara, prosperó de niño pobre a ser uno de los integrantes de la lista de hombres más ricos del mundo de la revista estadounidense Forbes; en 1992 tenía un patrimonio estimado en 13 mil millones de dólares. Ahora Cecílio está fijando otro récord sensacional. Se ha convertido en el mayor propietario individual de tierras en Brasil, con 7 millones de hectáreas de selva pura en el sur de Pará, un área sólo comparable a la extensión de países enteros, pues es casi del tamaño de Bélgica y Holanda juntas. Como no se tienen noticias de propiedades tan gigantescas en otro país, es posible que Cecílio do Rego Almeida se convierta en un fenómeno mundial: el mayor latifundista del planeta.

Esta superhacienda salvaje es uno de los mayores asaltos de encomiendas y capitanías hereditarias de que se tenga noticia en la historia del país. Sus 7 millones de hectáreas están divididas en dos áreas próximas, pero la historia catastral de la región muestra que las tierras nunca pertenecieron a las personas que las vendieron a Cecílio. La mayor parte (4 millones de hectáreas, casi el tamaño de Suiza) pertenece al estado de Pará desde 1923. Otro pedazo extenso (2 millones de hectáreas, equivalente al tamaño de El Salvador) es del Instituto Nacional de la Reforma Agraria –INCRA. Además de eso, el empresario tomó 199 mil hectáreas (un área mayor que la ciudad de San Paulo) que pertenecen a la Fundación Nacional del Indio (FUNAI). Y otras 268 mil hectáreas (que corresponden a dos veces la extensión de la ciudad de Río de Janeiro) cuyo dueño en la época era el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas. Es decir, de un solo golpe el señor Cecílio acaparó tierras pertenecientes de hecho al estado de Pará, al INCRA, al FUNAI y a las Fuerzas Armadas, legalizando todo eso por la bagatela de 600 mil reales. Si se hubiera pagado todo a los exdueños, habría sido a razón de 1.14 reales por hectárea. “La única explicación para semejante cercamiento es que los vendedores sabían que todo el proceso de venta era un fraude.” Así lo explica el doctor Carlos Lamarão, procurador del estado de Pará.[4]

Fantasma es dueño de uno por ciento de Brasil

Se descubrió que en el sur de Pará existe un área aproximada de nueve millones de hectáreas de tierra. Esa extensión equivale al 1 por ciento de todo el territorio nacional y al 8 por ciento de todo el territorio del estado de Pará. Esa extensión está registrada en más de mil inmuebles separados, a nombre de una sola persona. Lo más curioso es que esta persona no existe. El nombre falso de este fantasma fue utilizado por una verdadera cuadrilla de acaparadores de tierras públicas, con la finalidad de legalizarlas y apropiarse de ese inmenso territorio para especular y venderlo de manera fraudulenta a otros pretensos compradores de tierras.[5]

Comisión Parlamentaria de Investigación de cercamientos

La asamblea legislativa de Pará instaló a inicios de 1999 una Comisión Parlamentaria (CPI) para investigar el cercamiento y legalización falsa de tierras públicas que venía ocurriendo en el estado de Pará.

La CPI concluyó después de varios meses de investigación que en los últimos años fueron legalizadas fraudulentamente más de 21 millones de hectáreas del estado. Esas tierras ahora ya tienen propietarios privados, y el estado no tiene recursos para abrir procesos y recuperarlas. La extensión cercada es superior a la de la mayor parte de los países de Europa.[6]

¿Cómo enfrentar el infierno del latifundio?

Es imposible construir una sociedad más democrática en Brasil sin destruir el latifundio. Es imposible resolver los problemas de la pobreza en el medio rural, la desigualdad social en Brasil, sin derrotar al latifundio. Es imposible resolver el problema del desempleo sin utilizar a la agricultura como absorbedora de mano de obra. Particularmente en las condiciones del país, en que la mayor parte de los trabajadores desempleados poseen bajo nivel de escolaridad y están cada vez más lejos de ser reclutados por los sectores industriales y de servicios.

La derrota y destrucción del latifundio no depende sólo del MST. El MST está convencido de que la sola ocupación de los latifundios es insuficiente para derrotarlo. El latifundio forma parte de la estructura económica y política del país y de los intereses de las clases dominantes en general, que a pesar de intervenir en diversas actividades productivas, la mayoría poseen grandes cantidades de tierra.

La derrota del latifundio sólo va a ocurrir cuando haya una gran movilización social nacional para impulsar otro modelo económico. Un modelo que reorganice la economía brasileña hacia la producción de bienes y servicios que atiendan las necesidades de la población y no los de la ganancia y la acumulación del capital, sea nacional o extranjero. Un modelo económico que se caracterice por la justa distribución de las riquezas producidas y de la renta generada, para que cada brasileño tenga las mismas oportunidades de trabajo, educación y vivienda. En un modelo económico de carácter popular seguramente la agricultura tendrá una nueva función en la sociedad, garantizando la producción de alimentos para toda la población, sirviendo como base para la generación de empleos para millones de trabajadores y democratizando la propiedad de la tierra, combatiendo el latifundio, rompiendo radicalmente la causa de la mayor parte de las diferenciaciones sociales y de la pobreza en el medio rural.

Por lo tanto, para derrotar al latifundio es preciso derrotar como un todo al actual modelo económico, excluyente y subordinado a los intereses del capital internacional y financiero. Y eso no es una tarea sólo de los sin tierra, de los pobres del campo, de los trabajadores rurales, sino del pueblo brasileño, de la mayoría de la población.

La sociedad brasileña no conseguirá librarse del infierno de la pobreza, de la desigualdad social, de las injusticias sociales y del poder político ejercido por una minoría, si no extirpa el pecado del latifundio.


Notas:

[*]

Traducción de Paula Porras y Ana Esther Ceceña.

[1]

Se refiere a la expresión acuñada por Gilberto Freyre en su conocida obra Casa grande & senzala.

[2]

Ciudades perdidas.

[3]

Todos estos ejemplos se refieren a procesos de reforma agraria en los marcos y dentro de una política para el capitalismo. Hubo otros en los marcos de revoluciones populares, anticolonialistas o de transición al socialismo, que no son objeto de referencia para este caso.

[4]

Revista Veja, reportaje de Policarpio Junior, 13 de enero de 1999, p. 28.

[5]

Õ Estado de São Paulo, 16 de julio de 1997.

[6]

Información difundida por el periódico Liberal de la ciudad de Belém en diversos reportajes durante el año de 1999.




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