Chiapas
5


Luis Hernández Navarro
La autonomía indígena como ideal.
Notas a La rebelión zapatista y la autonomía de Héctor Díaz-Polanco

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Felipe y Dalia, representantes del EZLN,
Ponencias en el Segundo Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo

Luis Hernández Navarro,
La autonomía indígena como ideal. Notas a La rebelión zapatista y la autonomía, de Héctor Díaz Polanco


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Siete piezas sueltas del rompecabezas mundial

Ernesto Che Guevara: treinta años

Ernesto Che Guevara:

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El concepto de trabajo productivo. Nota metodológica

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Crónica de una infamia


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Entre los efectos más notables que ha tenido la insurrección zapatista está el de haber producido una abundante literatura. Mes tras mes diversas editoriales dan cuenta de nuevas publicaciones sobre el tema. La rebelión zapatista y la autonomía de Héctor Díaz-Polanco es el último título de este boom. No se trata, sin embargo, de uno más de la larga lista de trabajos en circulación entre el público lector. Por la naturaleza de la obra y por la trayectoria del autor será, sin duda, una referencia permanente sobre el tema.

Díaz-Polanco es uno de los investigadores que con mayor seriedad y constancia ha tratado el tema de los pueblos indios en México y en América Latina. Es, también, junto a autores con los que hoy tiene discrepancias como Gilberto López y Rivas, Gustavo Esteva y Adelfo Regino, uno de los intelectuales más destacados en la promoción del debate nacional sobre la autonomía indígena. Sin lugar a dudas, su libro Autonomía regional. La autodeterminación de los pueblos indios, publicado por Siglo XXI, es una obra de referencia obligada sobre la materia. Su formación multidisciplinaria (derecho, antropología y ciencias políticas), su participación directa en el proceso autonómico nicaragüense, y su función como asesor de diversas organizaciones indias, hacen que sus trabajos en lo general, y este libro en particular, sean lecturas de implicaciones prácticas tanto en la academia como en el mundo de las organizaciones indígenas.

La rebelión zapatista y la autonomía consta de diez capítulos y una addenda distribuidos en tres partes. Cada uno de ellos es una unidad en si misma. De hecho, pueden leerse como un conjunto de ensayos autónomos. Los atraviesa un elemento de reflexión común: la cuestión indígena y la autonomía.

La primera parte del libro reflexiona sobre la problemática de la autonomía, debatiendo lo mismo con quienes ven en lo indígena un lastre del pasado que con quienes enarbolan el mito de la comunidad invencible. Recupera la historia de la rebelión de Tehuantepec para ejemplificar la importancia de las periferias y matizar las tentaciones centralistas. Utiliza las experiencias autonómicas de Groenlandia y Nicaragua para espantar los fantasmas de la desintegración nacional. En el camino pone en la mesa de discusión uno de los elementos centrales del debate autonómico, que abordará a lo largo de toda la obra: el de las escalas de un régimen de esta naturaleza.

La segunda parte del trabajo aborda la situación de los pueblos indios. Describe, echando mano de los censos disponibles, las condiciones de marginación y opresión de la población aborigen. Hace un recuento de la lucha de los nahuas del Alto Balsas en contra de la instalación de una presa. Finalmente crítica beligerantemente la experiencia neoindigenista impulsada durante el sexenio pasado desde Pronasol.

La tercera parte trata con más detalle la problemática que anuncia el libro. En ella realiza una detallada disección de las implicaciones para el mundo indio de las reformas al 27 y 4 constitucionales. Explica la trama que une a la insurrección zapatista con el tema autonómico, deteniéndose en el análisis de la respuesta de la intelectualidad a la rebelión indígena. Muestra la ruta que el tema de los derechos indígenas ha seguido en los procesos de negociación entre el gobierno federal y el EZLN. Y remata con la visión personal del autor sobre el Diálogo de San Andrés y su balance sobre los acuerdos que allí se llegaron sobre derechos y cultura indígena, y sobre la iniciativa de Ley elaborada por la Cocopa.

Partes de la obra fueron publicadas con anterioridad en revistas como Memoria o en capítulos de libros como Democracia y Estado multiétnico en América Latina, coordinado por Pablo González Casanova y Marcos Roitman. La virtud de este nuevo trabajo es que sintetiza y pone en un solo libro varios de esos materiales, anteriormente desperdigados y no fácilmente accesibles, proporcionando una visión de conjunto sobre un periodo de la historia reciente de nuestro país particularmente álgido.

La trama

En el centro del libro de Díaz-Polanco se encuentra una apasionada defensa de la multietnicidad y de la lucha indígena por la autonomía. Hay también, una feroz crítica al indigenismo entendido como teoría y práctica de los gobiernos latinoamericanos para "resolver" el problema indígena, asi como al integracionismo en sus distintas versiones.

La autonomía, según el autor, es la vía no sólo para garantizar el florecimiento de los pueblos indios sino, también, un elemento central en la democratización del país. Su reivindicación se enmarca no en la exigencia de privilegios sino en la lucha por derechos especiales. Ha sido el "núcleo duro" del programa sociopolítico del movimiento indígena en América Latina. Consiste, según su punto de vista, en "un sistema jurídico-político encaminado a redimensionar la nación, a partir de nuevas relaciones entre los pueblos indios y los demás sectores socio-culturales. En pocas palabras, el régimen de autonomía contendría las líneas maestras de los vínculos deseados entre etnias y Estado; vale decir, los fundamentos para cambiar la médula de la política, la economía y la cultura en una escala global, nacional, y como parte de una vasto programa democrático." (p. 17) Esta "resulta de un pacto entre la sociedad nacional, cuya representación asumen los poderes del Estado-nación, y los grupos socioculturales (nacionalidades, pueblos, regiones o comunidades) que reclaman el reconocimiento de lo que consideran como sus particulares derechos históricos." (p. 56) Es producto, no de un acto único, sino de un proceso.

Desde la perspectiva del breve recuento de las luchas indígenas que el libro hace, la insurrección zapatista no inventó la lucha indígena ni la reivindicación autonómica pero les proporcionó un impresionante ímpetu y las colocó en el centro de la agenda política nacional. El encuentro entre zapatismo armado y movimiento indígena pacífico tuvo como consecuencia inmediata el abrir las puertas de la discusión política sobre la autonomía a fondo.

Creo, sin embargo, que sin disminuir los méritos del libro hay algunos puntos en él que resultan especialmente polémicos. Dejando varios de ellos de lado, me concentraré en tres: su balance de Pronasol, la versión mexicana de la autonomía y, su balance de los Acuerdos de San Andrés y de la Iniciativa de Ley de la Cocopa.

El laberinto de la Pronasoledad

Héctor Díaz-Polanco señala, correctamente, la forma en que Pronasol, como política específica de combate a la pobreza, fue el marco general para definir políticas especiales hacia los pueblos indios durante el sexenio de Carlos Salinas. Tal afirmación requeriría, sin embargo, matizarse con una evaluación sobre el impulso que el INI dio a actividades tales como el de la defensa de presos indios, el estudio de sus sistemas normativos y el trabajo de protección y promoción a la medicina tradicional. Estas áreas de actividad le dieron al Instituto una relación con las comunidades indígenas distinta a la que se generó a través del Pronasol.

El balance que Díaz-Polanco hace del Programa Nacional de Solidaridad está más cerca de ser un juicio sumario para ser usado en un mítin político que en un análisis científico cuidadoso. Parte de sus sugerentes comentarios sobre el programa desmerecen ante afirmaciones capaces de arrancar el aplauso instantáneo del personal. Asi las cosas, según el autor, Pronasol no fue mas que "la locuaz expresión de un gobierno que, a partir de los arrebatos mesiánicos del primer mandatario, se autodefinió como "solidario". Y, añade: "Solidaridad no definió más estrategia para llevarlo a cabo que la organización primaria de los pobres." (pp. 105-106) A pesar del derrumbe del legado salinista y de su bancarrota política, y de las mismas limitaciones del programa, ambos juicios resultan excesivos.

Según nuestro autor, Pronasol se elabora, en lo esencial, a partir de dos recomendaciones: la de un grupo de intelectuales preocupados por el impulso a una estrategia de recuperación del sector social, y de las políticas de combate a la pobreza diseñadas desde organismos multilaterales, sobre todo las impulsadas por el Banco Mundial en torno a la promoción de Fondos de Inversión Social. Ambas influencias existieron, sin duda, pero la formación del programa en lo general, y su aplicación en el mundo indígena en lo particular, no puede reducirse a ellas. Primero, porque desde muchos puntos de vista, el programa es heredero del antiguo Pider en sus distintas fases. Segundo, porque está estrechamente vinculado al programa Coplamar, que en el caso específico del INI, fue aplicado en el marco del llamado indigenismo de participación, puesto en práctica entre 1976 y 1982, y, posteriormente, a partir de la llegada de Miguel Limón Rojas a la dirección del Instituto, de los Comités Comunitarios de Planeación (Cocoplas). Entre la pretensión del Coplamar de encuadrar la problemática indígena, desindianizándola, como un asunto de marginación y la estrategia pronasoliana de tratar a los indios como población extremadamente pobre, hay muchas más similitudes que diferencias. De la misma manera, entre la línea de acción productiva de los Cocoplas que en mayo de 1988 contaba con 1,162 proyectos productivos en ejecución, y los Fondos Regionales de Solidaridad, hay más continuidad que ruptura. Solidaridad recupera como iniciativa de política pública, en parte, la experiencia de relación con las comunidades indígenas generada desde el INI (también de otras como las impulsadas desde Diconsa). La política indigenísta oficial es una de las fuentes de las que abreva el Pronasol. No en balde muchos de los funcionarios responsables de implementar el Programa trabajaron previamente en el INI. Y este hecho requiere ser tomado en cuenta en cualquier análisis sobre la relación existente entre Estado y pueblos indios. Y, tercero, porque Solidaridad incorpora, de manera deformada y discrecional, la experiencia de lucha de una franja de organizaciones indígenas independientes o autónomas construidas en el terreno de la lucha agraria, económico-productivo y reivindicativo-asistencial (en las que las demandas etnopolíticas estaban relativamente ausentes) que reclamaron el desarrollo de programas específicos de combate a la pobreza.

A la hora de evaluar el programa, Díaz-Polanco es extraordinariamente severo. De hecho, llega a considerar que su implementación se encuentra entre las causas que explican el origen de la insurrección chiapaneca. "Es en este sentido -señala el autor- como la política gubernamental favoreció la organización de la rebelión. Si el Pronasol tuvo un resultado notable en Chiapas, éste fue irritar y sumir en la desesperación a las comunidades indígenas." (p. 158) Ciertamente, como señala el mismo Díaz-Polanco "Solidaridad no había sido capaz de atacar la raíz de la pobreza ni de prevenir o evitar que los problemas sociales de la población rural se convirtieran primero en descontento y luego en conflictos políticos, hasta llegar al 'levantamiento'" (p.161), pero de ahí a responsabilizar al programa de la insurrección hay un exceso. Se pueden y deben criticar muchos aspectos del programa (el autor lo hace, correctamente), pero no la existencia de un programa especial de combate a la pobreza (absolutamente necesario) ni que éste se haya implementado desde el gobierno federal. La afirmación de que lo que se requiere no es más Pronasol "sino revisar a fondo el esquema de relación entre etnias y Estado, y definir otro distinto" (p. 155), es adecuada, pero, sin un señalamiento explícito sobre la necesidad de transferir recursos económicos a las regiones indígenas para programas de combate a la pobreza y desarrollo es absolutamente insuficiente. Un planteamiento autonómico que no vaya acompañado de la transferencia de fondos de compensación hacia las comunidades indígenas es tanto como "tirar el niño con el agua sucia de la bañera".

De la misma manera, las críticas que el autor hace a la ruptura del pacto federal por parte del Programa (y que tanto eco tuvieron entre los gobernadores que aspiraban a controlarlo), al señalar "el excesivo intervencionismo del centro en detrimento de estados y municipios, en ocasiones ignorando la propia constitución" (p. 124), deben ser matizadas. Ante una estructura de poder regional caracterizada por formas atrasadas de control, la relación entre grupos organizados de base independientes y programas federales, fue la mejor forma de romper el cerco de caciques y gobernadores. El intervencionismo del centro fue, valga la paradoja, uno de los aciertos del programa. Cuando esto no pudo hacerse realidad y los grupos de poder locales tomaron la administración del proyecto, las organizaciones independientes tuvieron muy poco campo de maniobra.

Más aún, y en esta misma línea de relación entre poderes locales y federación, el balance de la experiencia chiapaneca muestra un conjunto de conclusiones que no son tratadas por Díaz-Polanco. Entre ellas, de manera central se encuentra una: los programas reformistas impulsados por el gobierno federal fueron permanentemente refuncionalizados por los grupos de poder local, vaciándolos de su contenido central. La disputa entre Patrocinio y Sedesol después de las elecciones locales fue todo menos "civilizada": el gobernador llegó incluso a encarcelar a funcionarios del INI como parte de su guerra por controlar los recursos y la orientación del programa. Patrocinio reclamó permanentemente a los responsables del programa su apoyo a las organizaciones independientes, que, según él, descuadraba su esquema de control y alentaba a la oposición. Finalmente, el gobernador resultó triunfador de esta batalla, y adquirió el control del programa y los recursos, como antes lo había ganado de la política hacia la Selva. El Programa fue, en los hechos, desnaturalizado por los agentes políticos locales. Lo que Chiapas demuestra es la inutilidad de las políticas contra la pobreza como sustituto o paliativo a la democratización y sin una recomposición del poder en las zonas rurales. Sin reforma política, sin afectación de los intereses inmediatos de las élites locales, no hay espacio para políticas eficaces de combate a la pobreza.

En la misma dirección se orienta el balance que Díaz-Polanco hace de los Fondos Regionales de Solidaridad (FRS) en lo general y de la experiencia oaxaqueña en particular. Ciertamente, tal y como lo señala el autor hay muchos elementos criticables en la experiencia, pero otros estudios de caso que se han hecho para evaluar su funcionamiento llegan a conclusiones mucho más matizadas que las de Díaz-Polanco. Este es el caso del ensayo de Jonathan Fox, "Targeting the Poorest: The role of the National Indigenous Institute in Mexico´s Solidarity Program", un acucioso y documentado estudio de los Fondos Regionales, que llega a conclusiones bastante diferentes. En su parte final, este estudio señala: "Con el Programa Nacional de Solidaridad, la acción política desde arriba y desde abajo, ha provocado una mayor erosión del clientelismo clásico, tanto en las zonas rurales como en las urbanas. En su lugar se instaló el semiclientelismo, junto con algunos enclaves de negociación plural. El INI impulsó uno de los programas de desarrollo más plurales (...) Donde existían organizaciones representativas consolidadas y coincidían con funcionarios del INI dispuestos a devolver espacios de poder reales a los Fondos Regionales en la asignación de recursos, se generaron círculos virtuosos de implementación de políticas de desarrollo plurales. Este proceso condujo a la creación de instancias únicas en las que el poder de decisión era compartido entre las mismas organizaciones indígenas, dentro y entre distintos grupos étnicos. Sin embargo, los Fondos Regionales no funcionaron en muchas regiones del país, debido en mucho al paternalismo existente en el aparato del INI, la oposición de las élites autoritarias tradicionales y sus aliados federales, y los grados desiguales de consolidación dentro del mismo movimiento indígena autónomo." Otras evaluaciones, como la de Cristina Oehmichen y Lucrecia Hernández matizan también el balance que realiza Díaz-Polanco.

En esta misma vía resulta injusta la afirmación de que está "pendiente una cabal evaluación del impacto de los FRS en la población indígena de Oaxaca". (p. 119) Si en algún lugar se realizó una evaluación independiente y amplia del funcionamiento de los Fondos Regionales fue precisamente en Oaxaca. Jonathan Fox y Josefina Aranda realizaron varios estudios sobre éstos y sobre los Fondos Municipales ("Decentralization & Rural Development in Mexico", publicado en una de sus versiones por la Universidad de California, San Diego, que partió de una muestra de 57 municipios de todas las regiones de Oaxaca, en los que se hicieron estudios de caso).

La versión mexicana de las autonomías

Ciertamente la demanda autonómica es, como lo señala Díaz-Polanco, el núcleo duro del programa sociopolítico del movimiento indígena en América Latina. Sin embargo, esta reivindicación autonómica se desarrolla dentro de cada país de manera distinta, tiene características propias. No existe el régimen de autonomía ideal, como no existe el proceso ideal para llegar a él.

Esta demanda autonómica expresa un proceso mucho más profundo: el de la recomposición de los pueblos indios como pueblos. Tal y como lo señala nuestro autor en su crítica a la visión idílica sobre la indestructibilidad de las comunidades, la recomposición de los pueblos es un proceso complejo y desigual. Su irrupción como actores políticos que reivindican derechos y no asistencia expresa el grado de maduración de este proceso de recomposición. La diversidad de formulaciones nacionales de la demanda autonómica muestra el desigual grado de reorganización y construcción de identidades presentes en estos pueblos.

Esta situación, válida para las distintas naciones latinoamericanas, también lo es para México. No es lo mismo la propuesta de pueblos como el Yaqui que conservan cierta territorialidad y gobiernos propios en un espacio geográfico relativamente compacto, que las iniciativas de los nahuas, desperdigados en varios estados. La pretensión de formular una propuesta de régimen autonómico único válido para el conjunto de los pueblos indios del país no tiene viabilidad. Precisamente la gran debilidad tanto de quienes han dejado de lado el aterrizaje de su propuesta autonómica por privilegiar las bondades de un régimen de esa naturaleza, como de quienes han pretendido resolverlo por la vía de formular una propuesta de reformas constitucionales en abstracto (como es el caso de la Anipa), es su falta de respuesta a los problemas que se desprenden de la diversidad y heterogeneidad de los pueblos indios del país. Cualquier iniciativa de Ley (como veremos más adelante) debe construir una referencia jurídica que sea un paraguas que permita la construcción de las autonomías desde la diversidad y no una camisa de fuerza que limite su expresión.

El ensayo de Díaz-Polanco prescinde de un análisis detallado de la realidad indígena como sujeto y de la pluralidad de sus propuestas. Sobrevalora artificialmente a una de las corrientes presentes en el movimiento indígena (la Anipa), minoritaria, crítica con muy poca objetividad a otra (el comunalismo oaxaqueño) y olvida al resto.

Anipa es, ciertamente, una fuerza relevante en el movimiento indígena nacional. En ella se expresan básicamente una coalición de líderes que jugaron un papel importante en las luchas del 92 y en los circuitos internacionales, y que al calor de la insurrección zapatista convergieron en la construcción de un espacio de acción unitario. Sin embargo, su capacidad de convocatoria inicial no guarda relación con su representatividad presente. Su propuesta de reformas legislativas es una iniciativa más, completa y elaborada si se quiere, junto a otras varias. Pero es apenas un color del arcoiris. Pretender considerarla, como lo hace Díaz-Polanco, como la expresión más avanzada del movimiento (porque reivindica la autonomía regional, por ejemplo) es absolutamente desproporcionado. Al lado de ella hay otras corrientes distintas -algunas que, incluso participan dentro de ella pero tienen diferencias con su dirección-, con concepciones sobre la autonomía indígena igualmente válidas, y que, como en el caso de los oaxaqueños o de los huicholes, parten de una experiencia práctica de relevancia política local.

En esta línea es poco afortunada la asociación que Díaz-Polanco hace entre el proyecto comunalista oxaqueño y la propuesta del INI y su debate sobre las escalas de la autonomía. Según el autor, dos grandes líneas sobre la autonomía están en disputa, la de quienes la reivindican en el terreno regional y las de quienes la promueven en el espacio exclusivamente comunal. Esta última perspectiva, según el autor

a menudo es alentada por ideólogos del Estado y secundada por indígenas bajo su influencia. Sin embargo, no habría que confundir el comunalismo, en tanto proyecto estatal, con la defensa de la comunidad que hacen los indígenas. Existe un comunitarismo que constituye, por decirlo así, parte de la conciencia espontánea de los pueblos indios y sintetiza su modo de vida [...] En realidad, el comunalismo -proyecto político del neoindigenismo- está encaminado a escamotear las condiciones y el entorno político que harían viable precisamente la vida comunitaria de los pueblos indios. (p. 52)

Al calificar con el mismo término a una posición proveniente del INI con una importante corriente del movimiento indígena asentada fundamentalmente en Oaxaca, Díaz-Polanco reprueba (sin demostrar nunca la naturaleza de su propuesta, ni, mucho menos, su presencia social) a quienes no comparten su visión de la autonomía.

El comunalismo oaxaqueño es una importante corriente independiente del movimiento indígena con una articulada concepción autonómica. A contracorriente de lo que señala el autor, reivindica la autonomía regional (y como en el caso de la Asamblea de Autoridades Mixes busca construirla de hecho) pero parte, para llegar a ella, del piso básico de los pueblos indios: la comunidad. Se opone, si, a quienes creen que se puede arribar a la autonomía regional por decreto (o por ley), sobre la base de la promulgación desde arriba de un régimen. Como propuesta político-filosófica reivindica lo colectivo por sobre lo individual. En esta perspectiva organiza su acción en torno a cuatro principios básicos: la tierra y el territorio; el poder comunal (no centrado en el individuo sino en la comunidad) y la asamblea como poder constituyente; el trabajo comunal (como expresión de una relación diferente con la tierra), y la fiesta (como el espacio para recomponer el conflicto). Ha construido una significativa reflexión teórica sobre la cuestión indígena, ha formado la capa más amplia de intelectuales indígenas en el país, posee una interesante red institucional por la autonomía y ha alcanzado triunfos muy relevantes en la Constitución local de Oaxaca y en la elección de autoridades municipales. Pero nada de esto se encuentra en el libro que comentamos. No hay referencias a las elecciones por usos y costumbres de 1995 en ese estado (mecanismo mediante el cual se eligieron a 412 municipios al margen de los partidos políticos), que fueron, se quiera o no, un parteaguas en la relación entre Estado y pueblos indios a nivel nacional y una referencia básica en las negociaciones de San Andrés. Calificar a esta corriente del movimiento indígena nacional (probablemente la de mayor densidad sociopolítica) de "neoindigenismo" o de "conciencia espontánea de los pueblos indios", señalar, como lo hace Díaz-Polanco que "está encaminado a escamotear las condiciones y el entorno político que harían viable precisamente la vida comunitaria de los pueblos indios", es emitir un juicio sectario y fuera de foco que confunde el discurso y la propuesta estatal con una expresión del movimiento indígena distinta a la que el autor defiende. Por lo demás, el comunalismo está presente como propuesta del movimiento indio en muchas otras regiones (la huichola, el norte de Veracruz, la Tarahumara, por señalar algunas) y se ha convertido en aliado estratégico del zapatismo armado. El zapatismo ha avanzado en la construcción de la autonomía de facto sobre la experiencia de las comunidades que agrupa y sobre la base de un modelo muy cercano al propuesto por los comunalistas.

Desde esta perspectiva el dilema que propone el trabajo entre autonomía comunal y autonomía regional es un falso dilema. Al hacerlo, el autor inventa al adversario y a sus posiciones, en lugar de reconocerlos tal cual son. No se trata de reivindicar uno sobre el otro, sino ambos, partiendo, tal y como lo sostiene Díaz-Polanco de que "la comunidad constituye el nivel básico, la célula vital, la piedra angular de la autonomía". (p. 53) El debate está en otro lado: en la autonomía como proceso ligado a la construcción del sujeto, o la autonomía como régimen prestablecido al que se arriba por decreto.

Por lo demás, habría que hacer un balance mucho más ponderado de las aportaciones que una serie de funcionarios ligados al INI han hecho para desarrollar un movimiento indígena autónomo dentro del país. La generación de un pensamiento renovado y vigoroso de una franja de la intelectualidad india de nuestro país y la vigencia de la cuestión indígena dentro del Estado mexicano le deben mucho a ellos.

San Andrés y el nuevo leninismo

En distintos momentos Díaz-Polanco sostiene que los Acuerdos de San Andrés en materia de derechos y cultura indígena son un retroceso con respecto a las demandas del movimiento indígena, y que -a partir de una vocación arquitectónica de trazar pisos y escaleras hacia abajo como metáforas del proceso de negociación- la Iniciativa de ley de la Cocopa es un viaje escaleras abajo. Señala, sin realizar ningún balance de la correlación de fuerzas existente, que en la negociación podía haberse obtenido más, y lapida: "ensoberbecido, el gobierno decidió dar un empujón más", como si el ensoberbecimiento fuera resultado de la vocación negociadora del EZLN.

Nuestro autor olvida en su balance muchos hechos. El primero, y sustancial, es que los Acuerdos de San Andrés fueron resultado de un doble consenso. Primero, al interior del movimiento indígena presente en el Diálogo. Segundo, entre éste y el gobierno federal.

En todo el proceso de construcción de los consensos la propuesta de reformas enarbolada por Anipa fue tal sólo una propuesta más, entre otras muchas que llevaban distintos actores. Ciertamente importante y elaborada, pero sólo una opinión más. Ni siquiera fue la central ni la que organizó el debate. Es incorrecto afirmar que "Un antecedente cardinal de este acuerdo era la propuesta elaborada por la Asamblea nacional Indígena por la Autonomía" (p. 191) Asimismo lo es el señalar: "De hecho, con el arranque de la primera mesa de San Andrés comenzaron a perfilarse dos opiniones sobre autonomía que contienden resueltamente hasta hoy: la de Anipa y la que ya por entonces defendía el INI del lado gubernamental." (p. 193) En el Foro Nacional Indígena, la propuesta matriz, la que más referencias provocó y la que de hecho articuló la discusión fue la presentada sobre autonomía por Servicios del Pueblo Mixe (SER)[1]. San Andrés convocó a una diversidad de actores indígenas nunca antes vista, que tenían diversas perspectivas de lucha: desde los propiamente etnopolíticos, hasta quienes tenían una larga tradición de lucha agraria o económico-productiva. Los acuerdos a los que se llegó fueron un resumen de esa diversidad. Rebasan muchas de las plataformas programáticas de una parte del movimiento indígena, y son el punto de unidad central de la más importante y representativa organización indígena nacional: el Congreso Nacional Indígena (CNI).

Según Díaz-Polanco "por lo que respecta a la demanda de autonomía de los pueblos indios, es insatisfactorio lo que se avanza en los documentos que hemos examinado" (p. 213), "en ellos se alcanza el reconocimiento formal de una suma de derechos, lo que no es despreciable en las actuales circunstancias; pero falta el régimen de autonomía que articule esos derechos, para que los pueblos indios los ejerzan cabalmente en uso de su libre determinación". Para justificar su afirmación, el autor analiza algunos de los puntos medulares de los acuerdos. En su argumentación, por ejemplo, señala que éstos son limitados porque aceptan que el concepto de pueblos no debe ser interpretado "en el sentido de que tenga implicación alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional." (pp. 213-214). El absurdo de este punto de vista cae con su propio peso cuando se precisan dos cosas, primero, que esta es una formulación proveniente del Convenio 169 de la OIT, que sirvió como marco de referencia durante toda la negociación, y segundo, que la prerrogativa que el derecho internacional confiere al término pueblo es precisamente el de poder ejercer el derecho a la libre determinación externa, es decir, a la secesión. Si los pueblos indios de México han dicho una y mil veces que no quieren dejar de ser mexicanos ¿para qué necesitarían ejercer el derecho a la secesión? ¿en dónde está la concesión al ceder al enemigo algo que no se quiere? La única respuesta es la de considerar que en San Andrés los pueblos indios debieron de haber negociado también el derecho a independizarse de México. Lo cierto es que, más allá de las opiniones de Díaz-Polanco el movimiento indígena vio como un gran avance los Acuerdos de San Andrés. También un importante sector de la clase política nacional los valoró así, al punto de emprender una cruzada nacional para vetarlos.

Al analizar por qué el resultado final de las negociaciones de San Andrés no correspondió al modelo ideal de autonomía de Díaz-Polanco, el autor señala cuatro causas: una evaluación incorrecta de la correlación de fuerzas, la incomprensión de la verdadera importancia del tema indígena, la relación entre el zapatismo y algunas corrientes políticas presentes en Chiapas, que el autor trata de englobar en el conjunto del movimiento social e indígena, y la falta de contrapesos entre los asesores. En su enumeración, Díaz-Polanco olvida lo central: los acuerdos eran vistos como un avance muy importante para la inmensa mayoría del movimiento indígena. Por lo demás, sus apreciaciones sobre la coyuntura son insostenibles. Suponer que había una correlación de fuerzas diferente para arrancar mayores concesiones es pecar de subjetivismo. Las fuerzas del movimiento indígena habían llegado en febrero al máximo de su capacidad y percibían que habían alcanzado un triunfo significativo. ¿De dónde iban a surgir en ese momento más fuerzas? ¿por qué iban a rechazar lo que habían obtenido? Si algo estuvo permanentemente presente en San Andrés fue una valoración del significado del tema indígena para la coyuntura política nacional. Basta revisar la prensa de la época para constatar esta afirmación. El mérito de San Andrés fue, precisamente, el de poner la cuestión indígena en el centro de la agenda política nacional como nunca antes había estado. En San Andrés desempeñó un papel clave un grupo de dirigentes comunalistas oaxaqueños tan autonomistas como el que más, con una sólida preparación jurídica (además de dirigentes étnicos son abogados especialistas en derecho indígena, agrónomos o maestros de profesión). Su importancia en la negociación provino de dos hechos básicos: su indiscutible arraigo comunitario y su capacidad de argumentar, en contra de autoproclamados dirigentes nacionales (con escaso arraigo local) y pocas posibilidades de romper con los propios esquemas. No hubo sobrerrepresentación -como sostiene Díaz-Polanco (p. 218)- sino que se impusieron otras cualidades: un peso político mayor y un nivel de conocimiento especializado. Finalmente, el origen de la tensión a la que el autor se refiere en las relaciones entre el zapatismo y una parte de los dirigentes de las organizaciones agrupadas en la Adepech (que no con el conjunto del movimiento indígena como sugiere) quedó clara al poco tiempo: una parte de quienes forzaron la negociación con Dante Delgado resolvieron sus problemas personales pero no las demandas de las organizaciones. Dante no fue capaz de sostener sus ofertas, pero logro algo más importante: dividir al movimiento social regional, que mordió el anzuelo de sus ofertas. Otros estaban inscritos en proyectos políticos de otra naturaleza, buscaban romper la influencia del zapatismo en el movimiento social y apostaban al fracaso de la vía del Diálogo, como quedó claro a raíz del surgimiento del EPR.

De la misma manera, quien aceptó la Iniciativa de ley de la Cocopa no fue originalmente el EZLN. Es incorrecto lo que señala Díaz-Polanco (quizás por desconocimiento pues no participaba ya como asesor del EZLN en esa etapa de la negociación) que "después de conocer la iniciativa de la Cocopa, el EZLN decidió aceptarla de inmediato" (p. 226). Los zapatistas aprobaron la propuesta de la comisión legislativa hasta que la delegación del CNI, presente en San Cristobal de la Casas y facultada por el Congreso para esa tarea, hizo un dictamen favorable de la misma. En el centro de la argumentación del Congreso (que hizo un balance legal de las implicaciones de la Iniciativa muy completo) se encontraba un señalamiento básico: más allá de ausencias y limitaciones, la propuesta era propiciadora de una "ley paraguas" capaz de dar cobertura al proceso de reconstrucción de los pueblos indios en marcha. Posteriormente, importantes especialistas en el tema convocados por el INI (entre los que se encontraban Bartolomé Clavero, Ian Chambers de la OIT y dirigentes de la Conaie ecuatoriana, por señalar a algunos) emitieron una opinión similar sobre el documento. También en este caso, la rabia con la que una parte del establishment político respondió a la propuesta legislativa es la medida para juzgar su trascendencia. Por lo demás, la reflexión presente en el libro, hace caso omiso de la coyuntura política en la que la iniciativa se negoció, precisamente en el marco del descarrilamiento del modelo de San Andrés a partir de la suspensión del diálogo a finales de agosto de 1996, y el establecimiento de una nueva ruta para la paz que se conoció como el fast-track.

En el fondo de las críticas de La Rebelión zapatista y la auotonomía hacia San Andrés se encuentra un elemento central: que los Acuerdos no materializan un régimen de autonomía como el que Díaz-Polanco quiere, pero que no define en ninguna parte, porque de acuerdo con su estrategia "los problemas ´técnicos´ o ´concretos´, como las precisiones en cuanto a delimitación territorial, operación del sistema en las particularidades del país y otros por el estilo, quedaban aplazados" (pp. 48 y 49) Como si se tratara de repetir el viejo paradigma leninista del qué hacer político, San Andrés expresaría, según esta concepción, apenas un nivel de conciencia elemental de los indígenas (tradeunionista, se diría en otras épocas), mediatizada por la acción de los reformistas (comunalistas oaxaqueños, en este caso) que tiene que ser juzgado a la luz del proyecto histórico (de autonomía en lugar de socialismo) elaborado por una vanguardia (Anipa, para la ocasión). Como dicen los chiapanecos, ni modos, pero ese modelo, además de engendrar monstruos, no tiene que ver con lo que una parte muy relevante del movimiento indígena independiente quiere y está haciendo.

La realidad, es, sin embargo, distinta. Los Acuerdos expresan buena parte de las opiniones de quienes, como los oaxaqueños, fueron capaces de explicitar esos problemas técnicos o concretos -que son medulares en cualquier propuesta, pero que Díaz-Polanco considera que era necesario aplazar porque "habría tenido el efecto de desalentar la reflexión y la búsqueda de soluciones en una perspectiva política" (p.48)- y mostrar su viabilidad a partir de la experiencia que han construído, y la aceptación del conjunto del movimiento indígena autónomo de que representan el programa más avanzado y viable que nunca ha tenido. El árbol de la práctica, resultó aquí,-por citar a quién ya no se cita- mil veces más verde que el gris de la teoría.

Despedida

La dureza de algunos juicios que he expresado son parte de un debate entre amigos (lo sé, el comentario es inevitable: con esos amigos, para que quieres enemigos), de una confrontación de ideas dentro de un mismo campo. Creo, y lo quiero reiterar, que el libro es un material interesante y útil para comprender la nueva lucha india en nuestro país. Expresa con honradez y contundencia los puntos de vista de un autor (y en mucho también de una corriente) que juega un papel de enorme importancia dentro del movimiento indígena. Hay en este trabajo aportaciones muy relevantes a la comprensión de la rebelión zapatista y la autonomía. Es un libro que vale la pena leer, y, como hemos visto, debatir con pasión.


Notas:

[1]

Chiapas, n. 2, Era, México, marzo de 1997, pp. 119-32.


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Revista Chiapas
http://www.revistachiapas.org

Chiapas 5
1997 (México: ERA-IIEc)


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