El Congreso Nacional Africano es uno de los movimientos de liberación nacional más antiguos en el sistema-mundo. Es también el movimiento más reciente en lograr su objetivo primordial -el poder político- y podría ser el último movimiento de liberación en lograrlo. El 10 de mayo de 1994 puede marcar no sólo el fin de una era en Sudáfrica, sino el fin de un proceso sistémico-mundial sin interrupción desde 1789.
Como término, la expresión "liberación nacional" es por supuesto reciente, pero el concepto mismo es mucho más antiguo y supone otros dos: "nación" y "liberación". Ninguno de estos conceptos tuvo legitimidad o aceptación antes de la revolución francesa (aunque es posible que el torbellino político ocurrido en la Norteamérica británica después de 1765 -y que condujo a la revolución estadounidense- reflejara ideas semejantes).
La revolución francesa transformó la geocultura del sistema-mundo moderno. Logró difundir ampliamente la creencia de que los cambios políticos son algo "normal" y no excepcional, y que la soberanía de los estados (un concepto que data cuando mucho del siglo XVI) reside no en un soberano dictador (sea monarca o parlamento) sino en el "pueblo" como un todo.[1]
Desde entonces, mucha, mucha gente ha tomado en serio estas ideas -demasiada para los criterios de quienes detentan el poder.
Durante los dos siglos anteriores el principal asunto político del sistema-mundo fue la lucha entre aquellos que deseaban ver estas ideas desplegadas a plenitud y quienes resistieron tal florecimiento. Ha sido una lucha continua, muy dura, y ha asumido múltiples formas en diferentes regiones del sistema-mundo.
En los primeros tiempos de esta confrontación surgieron luchas en Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y en otros puntos de las zonas más industrializadas del mundo. Empujaban a un proletariado urbano muy acrecentado en contra de sus patrones burgueses y contra las aristocracias que todavía mantenían su poder. Hubo también numerosos movimientos nacionalistas que lanzaron a la gente de una "nación" contra un invasor "externo" o en contra de un centro imperial dominante, como en España o Egipto en la era napoleónica, o como en los múltiples movimientos en Grecia, Italia, Polonia, Hungría y otros tantos países después de Napoleón. En otras situaciones, una fuerza dominante exterior tuvo que compartir habitaciones con la población interna que hacía sus propios reclamos de autonomía, como en Irlanda, Perú o el caso más significativo de todos (aunque se le ignora con frecuencia): Haití. El movimiento de Sudáfrica es básicamente una variante de esta tercera categoría.
Uno se da cuenta muy pronto de que, incluso en la primera mitad del siglo XIX, tales movimientos no se limitaron a Europa occidental. Incluyeron zonas periféricas del sistema-mundo. Por supuesto, conforme pasaron los años habrían de fundarse más y más movimientos en lo que después se llamaría Tercer Mundo o Sur. En el periodo que va aproximadamente de 1870 hasta después de la primera guerra mundial, emergió una cuarta variedad -movimientos inscritos en estados formalmente independientes en los que la lucha contra el antiguo régimen se consideró un combate por el renacimiento de la vitalidad nacional y como tal en contra de la dominación de fuerzas exteriores. Tales fueron los movimientos que comenzaron a existir en Turquía, Persia, Afganistán, China y México, por ejemplo.
Lo que unió a todos estos movimientos fue su sentido de quiénes eran "el pueblo" y qué significaba la "liberación" para ese pueblo. Todos compartían la visión de que el pueblo no tenía el poder, no era verdaderamente libre; había un grupo concreto de personas responsables de esta situación injusta y moralmente indefendible. Por supuesto, la increíble variedad de situaciones políticas reales implicó que los análisis detallados que arrojaron los movimientos fueran muy distintos unos de otros. Y como con el tiempo variaban las situaciones internas, cambiaron también los análisis de movimientos particulares.
Pese a la variedad, todos estos movimientos -o al menos aquellos que terminaron siendo importantes en lo político- compartieron un segundo rasgo común: su estrategia de mediano plazo. Tanto los movimientos triunfantes como los movimientos dominantes creyeron en una estrategia de dos etapas: obtener el poder primero y luego transformar el mundo. Kwame Nkrumah expresó muy sucintamente lo que fuera máxima común: "Consígase primero el reino político y todo lo demás vendrá por añadidura". Los movimientos socialistas que centraron su retórica en torno a la clase obrera, los movimientos etno-nacionalistas que centraron su retórica en torno a una herencia cultural particular, y los movimientos nacionalistas que usaron la residencia o la ciudadanía comunes como rasgo definitorio de su "nación", todos siguieron esta estrategia.
A esta última variedad la llamamos movimientos de liberación nacional. El movimiento quintaesencial de este tipo, y el más antiguo, es el Congreso Nacional Indio, fundado en 1885 y que existe aún hoy (al menos nominalmente). Cuando el CNA se fundó en 1912, se llamó a sí mismo Congreso Nacional de Nativos Sudafricanos, adaptando su nombre a aquél del movimiento de la India. Por supuesto, el Congreso Nacional Indio tuvo un rasgo que pocos movimientos compartían. Fue dirigido en sus más difíciles y notables días por Mahatma Gandhi, quien tuvo una elaborada visión del mundo y una táctica política de resistencia no violenta denominada satyagrapha. De hecho, esta táctica se elaboró en el contexto de una situación opresiva en Sudáfrica y luego fue transferida a la India. Podríamos debatir mucho en torno a si la lucha india se ganó gracias a la satyagrapha o a pesar de la satyagrapha. Es claro que la independencia de la India en 1947 fue un suceso de primera importancia para el sistema-mundo. Simbolizó el triunfo de un movimiento de liberación importante situado en la colonia más grande del mundo y la garantía implícita de que la descolonización del resto del orbe era políticamente inevitable. Mostró también que, cuando se ha concretado, la liberación nacional adopta una forma menor y diferente de lo que el movimiento soñara. India se partió. Al despertar independentista siguieron masacres hindu-musulmanas terribles. Y Gandhi fue asesinado por un presunto extremista hindú.
Los veinticinco años que siguieron a la segunda guerra mundial fueron extraordinarios en muchos sentidos. Por una parte, representaron un periodo de franca hegemonía de Estados Unidos en el sistema-mundo: imbatible en términos de la eficiencia de sus empresas productivas, líder de una poderosa coalición política que con efectividad contenía la política mundial dentro de un cierto orden geopolítico y capaz de imponer su versión de geocultura al resto del mundo. Es éste un periodo asombroso por ser el lapso de mayor expansión de la producción mundial y de mayor acumulación de capital que haya conocido la economía-mundo capitalista desde su implantación, cuatro siglos antes.
Estos dos aspectos de esa era -la hegemonía estadounidense y la increíble expansión de la economía-mundo- son tan sobresalientes que con frecuencia pasamos por alto el hecho de que también es la era en que triunfaron los movimientos antisistémicos históricos del sistema-mundo. Los movimientos de la Tercera Internacional, los llamados partidos comunistas, lograron controlar una tercera parte de la superficie del mundo, ésa conocida como el "Este". En "Occidente", los movimientos de la Segunda Internacional detentaban de facto el poder en todas partes -en algunos casos literalmente, en otros por vez primera. De ahí en adelante asumirían también un poder indirecto en tanto los partidos de derecha hacían suyos los principios del "Estado Benefactor". Mientras tanto, en el "Sur", llegaba al poder un movimiento de liberación nacional tras otro: en Asia, África y Latinoamérica. La única gran zona en donde el triunfo se pospuso fue el sur de África, y ahora este retraso toca a su fin. No se ha discutido con claridad suficiente el impacto de este triunfo político de los movimientos antisistémicos.
Vistos con los ojos de mediados del siglo XIX representaron un logro absolutamente extraordinario. Compárese el periodo posterior a 1945 con el sistema-mundo de 1848. En 1848 tuvimos en Francia el primer intento de un movimiento cuasi-socialista por tomar el poder. Los historiadores llaman a este año de 1848 la "Primavera de las Naciones". Pero para 1851 en todas partes se habían suprimido con facilidad estas cuasi insurrecciones. A la gente poderosa le pareció que la amenaza de las "clases peligrosas" había pasado. En el camino, se hicieron a un lado las rencillas entre los antiguos estratos terratenientes y los nuevos estratos burgueses más industriales que dominaron la política en la primera mitad del siglo XIX. Fue un esfuerzo unificado por contener al "pueblo", a los "pueblos", y dio resultado.
Esta restauración del orden pareció funcionar, porque durante unos quince o veinte años no hubo movimientos populares discernibles dentro o fuera de Europa. Más aún, los estratos superiores no se sentaron en sus laureles como supresores triunfantes de los movimientos de liberación. Dieron continuidad entonces a un programa político -no reaccionario sino liberal- que les garantizara que la amenaza de una revuelta popular había quedado enterrada para siempre. Echaron a andar por el camino de un lento pero constante reformismo: ampliación del sufragio, protección del débil en los lugares de trabajo, los inicios de un bienestar redistributivo, la construcción de una infraestructura de salud y educación que continuamente extendía su alcance. Combinaron este programa de reforma, todavía limitado durante el siglo XIX al mundo europeo, con la propagación y legitimación de un racismo paneuropeo (la carga del hombre blanco, la misión civilizatoria, la amenaza amarilla, el nuevo antisemitismo) que sirvió para incrustar a los estratos bajos europeos en los recovecos de la derecha, de la identificación y la identidad nacional antiliberadoras.
No revisaré aquí la historia completa del sistema-mundo moderno entre 1870 y 1945, pero diré que fue en este periodo cuando los movimientos antisistémicos importantes se tornaron por primera vez fuerzas nacionales, con vocación internacional. En su conjunto y de manera individual, la lucha de estos movimientos antisistémicos en contra de la estrategia liberal de mano de hierro con guante de terciopelo fue siempre una lucha cuesta arriba. Podemos sorprendernos entonces de que, entre 1945 y 1970, haya logrado triunfos tan rápidos y, por así decirlo, tan fácilmente. Es más, podríamos ponernos suspicaces. Como modo de producción, como sistema-mundo, como civilización, el capitalismo histórico ha probado ser sorprendentemente ingenioso, flexible y duradero. No debemos subestimar su capacidad de contener a la oposición.
Echemos entonces una mirada a estos movimientos antisistémicos en general, y a los movimientos de liberación nacional en particular, desde su propia perspectiva. Éstos tuvieron que organizarse dentro de un ambiente político hostil, que con bastante frecuencia se dispuso a suprimir o constreñir su actividad política. Los estados se empeñaron en reprimir directamente al movimiento como tal y a sus miembros (en particular a sus dirigentes y cuadros) y en intimidar indirectamente a sus miembros potenciales. Les negaron también una legitimidad moral y en muchas ocasiones se valieron de estructuras no estatales (como las iglesias, el mundo del conocimiento, los medios de comunicación) en el afán de reforzar su tarea negadora.
Para luchar contra esta barrera descomunal, todo movimiento -que en sus inicios fue siempre obra de pequeños grupos- buscó movilizar un apoyo entre la gente y canalizar su inquietud y descontento. No hay duda de que los movimientos invocaron tópicos e hicieron análisis que resonaron en el grueso de la población, y pese a toda la movilización política efectiva fue una larga y ardua tarea. La mayoría de la gente vive de día en día y sólo con reticencia recorre el peligroso sendero de desafiar a la autoridad. Muchas personas nadan con la corriente y están listas a aplaudir en secreto las acciones de los valientes y osados, pero esperan a que otros entre sus iguales den su apoyo activo al movimiento.
¿Qué mueve el apoyo de las masas? No vale decir que el grado de opresión. Ésta es con frecuencia una constante y no explica por qué la gente que se movilizó en el Tiempo 2 no se movilizó en el Tiempo 1. De hecho, con mucha frecuencia funciona una represión aguda que impide a los menos audaces participar activamente en el movimiento. No, no es la opresión lo que moviliza a las masas, sino la esperanza y la certidumbre: la creencia en que se acerca el fin de la opresión, en que un mundo mejor es en verdad posible. Y nada refuerza más tal expectativa que el triunfo. La larga marcha de los movimientos antisistémicos ha sido como una piedra que rueda porque su clímax se acumuló con el tiempo. Y el razonamiento más grande ofrecido por movimiento alguno para movilizar apoyo fue el éxito de otros movimientos comparables o razonablemente cercanos en cultura y geografía.
Desde esta perspectiva, el gran debate interno de los movimientos -reforma versus revolución- fue un falso debate. Las tácticas reformistas alimentaron tácticas revolucionarias y las tácticas revolucionarias alimentaron tácticas reformistas, siempre y cuando funcionaran en su sentido más simple: que el resultado de un esfuerzo particular fuera aplaudido como positivo por el sentir de la gente (algo muy distinto al sentir de los dirigentes o los cuadros). Y esto ocurre porque cualquier logro moviliza un apoyo masivo para acciones ulteriores mientras no se alcance el objetivo primordial: obtener el poder del estado.
Las pasiones que rondaron los debates entre revolución y reforma fueron enormes. Pero fueron pasiones que dividieron a un grupo pequeño de políticos tácticos. Seguro estos políticos creían que las diferencias en los métodos importaban, a corto plazo (en la eficacia) y a mediano plazo (en los logros). No es seguro que la historia les haya dado la razón en esta creencia, si uno se asoma a lo ocurrido en el largo plazo.
Si vislumbramos este mismo proceso de movilización desde el punto de vista de aquellos que detentan el poder, uno encuentra el reverso de la moneda. El temor principal de aquéllos contra quienes se movilizaban las masas no fue que los movimientos los condenaran moralmente, sino su capacidad potencial para perturbar la arena política mediante movilizaciones masivas. Por eso la reacción inicial ante la emergencia de un movimiento antisistémico fue buscar que el liderazgo se mantuviera aislado de su apoyo masivo potencial (aislado en lo físico, en lo político, en lo social). Con precisión, los estados han negado legitimidad a los dirigentes de los movimientos como "voceros" de grupos mayores, alegando que proceden de otras clases u otros entornos culturales. Éste ha sido el muy conocido y sobado pretexto de los "agitadores externos".
Sin embargo se llegó a un punto en el que, en alguna localidad particular, el pretexto de los "agitadores externos" ya no funcionó más. Este punto se alcanzó como consecuencia del trabajo paciente del movimiento y del contagioso impacto de la "piedra que rueda" en el interior del sistema-mundo. En el punto de viraje, los defensores del status quo se confrontaron con un dilema idéntico al de los movimientos, pero desde su reverso. En vez de oponer reforma a revolución, los defensores del status quo se debatieron entre concesiones o línea dura. Este debate, constante, fue también un falso debate. La táctica de línea dura alimentó concesiones y éstas alimentaron tácticas de línea dura, siempre y cuando funcionaran en su sentido más simple: alterar la perspectiva de los movimientos y la de sus apoyos populares.
Las pasiones que rodearon los debates entre concesiones y línea dura fueron enormes. Pero las pasiones, una vez más, dividieron a un pequeño grupo de políticos tácticos. Estos políticos creían que las diferencias de táctica importaban -en el corto plazo (en cuanto a su eficacia) y a mediano plazo (en los resultados). Y si uno mira desde el largo plazo, tampoco está claro que la historia les haya dado la razón.
En el largo plazo lo que ocurrió es que los movimientos accedieron al poder, casi en todas partes, lo que marcó un gran cambio simbólico. De hecho, el momento de acceder al poder es bien recibido en todas partes. Fue visto en su momento y recordado después como un momento de catarsis que marcó el acceso del "pueblo", por fin, al ejercicio de la soberanía. Pero es cierto que los movimientos no accedieron al poder a plenitud en casi ningún lado, y los cambios reales fueron menores de lo que se quería o se esperaba. Ésta es la historia de los movimientos que tomaron el poder.
La historia de los movimientos de liberación en el poder es paralela en algunas cuestiones a la de los movimientos en proceso. La teoría de la estrategia de las dos etapas diría que, una vez que el movimiento obtiene el poder y controla el estado, puede entonces transformar el mundo, al menos su mundo. Pero por supuesto, en lo que toca a esta historia, no fue cierto. De hecho, visto en perspectiva, tal razonamiento es extraordinariamente ingenuo. Tomó la cara más superficial de la teoría de la soberanía y asumió que los estados soberanos son autónomos. Es claro que no son autónomos y que nunca lo han sido. Incluso el más poderoso entre ellos, como por ejemplo el Estados Unidos contemporáneo, no es realmente soberano. Si hablamos de estados muy débiles, como por ejemplo Liberia, la cosa se vuelve un mal chiste. Todos los estados modernos, sin excepción, existen en el marco de un sistema interestatal y son constreñidos por sus reglas y su política. Las actividades productivas en todos los estados modernos, sin excepción, existen en el marco de una economía-mundo y están constreñidas por sus prioridades y economías. Las identidades culturales que podemos hallar en los estados modernos, sin excepción, existen en el interior de una geocultura y están constreñidas por sus modelos y sus jerarquías intelectuales. Gritar que se es autónomo es un poco como Canuto ordenándole a las mareas que amainen.
¿Qué pasó cuando los movimientos tomaron el poder? Primero que nada, se encontraron con que había que hacer concesiones a quienes detentaban el poder en el sistema-mundo como un todo. No sólo concesiones, sino concesiones importantes. El argumento que usaron para justificarse fue el mismo usado por Lenin al lanzar su programa: las concesiones son temporales; un pasito para atrás y dos para adelante. Era un argumento poderoso, porque en los pocos casos en los que algún movimiento no hizo concesión alguna, se vio muy pronto fuera del poder, de golpe y totalmente. Y las concesiones pulverizaban, creando pugnas en el interior del liderazgo, y azoro y cuestionamiento entre la población.
Si el movimiento quería mantener el poder, parecía no haber otra política posible que la de posponer los cambios verdaderamente fundamentales y sustituirlos por el intento de "emparejarse" con el sistema-mundo. Los regímenes establecidos por los movimientos buscaron todos crear un estado más fuerte en el interior de la economía-mundo y un nivel de vida más cercano al de los estados dominantes. Dado que la población no quería exactamente "un cambio fundamental" (difícil de avizorar), sino por el contrario, justamente "alcanzar" los beneficios materiales de los mejor acomodados (algo más concreto), este cambio en las políticas planteadas por los dirigentes de los movimientos después de la catarsis resultó bastante popular siempre y cuando funcionara. Ésa es la friega.
Lo primero que debemos averiguar para determinar si una política funciona es el periodo contra el cual vamos a medir su impacto. Entre lo instantáneo y las Calendas griegas hay un largo continuo de posibilidades. Es natural que la dirigencia de los movimientos en el poder rogara a sus seguidores que esa medida considerara tiempos mayores. Pero, ¿qué argumentos podían ofrecerle a la población para que les permitiera tal maniobra?
Había dos tipos principales de argumentación. Una era material: demostrar la existencia de mejoras -así fueran pequeñas- inmediatas, significativas, medibles, en la situación real. Algunos movimientos lograron esto más fácilmente que otros, ya que las situaciones nacionales variaban. Y fue más fácil decir esto en algunos momentos y no en otros, dadas las fluctuantes realidades de la economía-mundo. En realidad, era muy escaso el margen para efectuar tales mejoras significativas, así fueran pequeñas.
Hubo también un segundo tipo de argumento ante el cual los movimientos encontraron más fácil hacer algo. Nos referimos a la esperanza y la certidumbre. Un movimiento podía invocar la piedra que rueda gracias al conjunto de movimientos de liberación mundiales, y usaba este razonamiento para demostrar que la historia (era claro) estaba de su lado. Por eso se profería la promesa de que si no ellos, sus hijos sí vivirían mejor, y si no sus hijos, sus nietos. Éste es un argumento poderoso y logró mantener en el poder a los movimientos por mucho tiempo, como sabemos hoy. La fe mueve montañas. Y la fe en el futuro mantiene en el poder a los movimientos antisistémicos mientras dure.
Esa fe, todo mundo sabe, está en entredicho. Existen dos fuentes de duda acerca de los movimientos. Una tiene que ver con los pecados de la nomenklatura. Un movimiento que detenta el poder implica cuadros con poder. Y los cuadros son humanos. También ellos desean una buena vida, y con frecuencia son menos pacientes que la población en general. La consecuencia es la corrupción, la arrogancia y la prepotencia mediocre que han sido virtualmente inevitables, especialmente cuando el resplandor del momento de la catarsis amaina. Después de un tiempo, los cuadros de un nuevo régimen se parecen más y más a los del antiguo régimen; pueden ser incluso peores. Pueden transcurrir cinco años o veinticinco antes de que esto suceda, pero ha ocurrido muchas veces.
Entonces, ¿qué queda por hacer? ¿Una revolución contra los revolucionarios? Nunca de inmediato. Opera aquí el mismo letargo que torna lento el proceso de movilización de las masas en contra del antiguo régimen. Se necesita algo más que los pecados de la nomenklatura para desmoronar un movimiento en el poder. Hace falta un colapso en la economía inmediata combinado con un colapso en la certeza de que la piedra sigue rodando. Las veces que esto ha sucedido, hemos presenciado el fin de una "era posrevolucionaria", como sucedió recientemente en Rusia, en Argelia y en muchos otros países.
Concentrémonos de nuevo en la piedra que rueda a nivel mundial, el proceso dentro del sistema-mundo como un todo. Sabemos de la interminable lucha cuesta arriba que entrañaron los movimientos surgidos entre 1845 y 1945, y del quiebre repentino que atravesó el mundo entre 1945 y 1970. Este quiebre condujo a un enorme triunfalismo y fue embriagador. Tanto, que mantuvo movimientos en las zonas más difíciles, como el sur de África. No obstante, el obstáculo más fuerte que han tenido que encarar los movimientos es su propio éxito; no tanto su éxito particular, sino su éxito visto en conjunto, a nivel mundial. Cuando los movimientos en el poder han encarado resquebrajamientos internos, debido a una práctica no tan perfecta, han podido usar el argumento de que sus dificultades se derivaban en gran parte de la hostilidad de las fuerzas políticas exteriores, y en gran medida esto ha sido absolutamente cierto. Pero conforme más y más movimientos accedieron al poder en más países, y conforme los movimientos invocaron como argumento la creciente fuerza colectiva de los varios movimientos, ya no fue tan coherente atribuir sus dificultades a la hostilidad del exterior. De entrada, parece una contradicción con la tesis de que la historia está visiblemente de su lado.
Los fracasos de los movimientos en el poder pueden considerarse uno de los factores básicos que subyacen a la revolución mundial ocurrida en 1968. De pronto, de todas partes surgieron voces que se cuestionaban si las limitaciones de los movimientos en el poder se derivaban más de la complicidad entre estos movimientos y las fuerzas del status quo y menos de la hostilidad de las fuerzas del status quo hacia tales movimientos. La llamada vieja izquierda se vio atacada en todos lados. Por todo el tercer mundo, ningún movimiento de liberación nacional en el poder escapó a esta crítica. Sólo aquellos que aún no tenían el poder salieron sin raspones.
Si las revoluciones de 1968 sacudieron la base popular de los movimientos, el estancamiento de la economía-mundo que se instaló en las dos décadas siguientes continuó el desmantelamiento de los ídolos. En el periodo de grandes triunfos para los movimientos -entre 1945 y 1970-, la promesa inmediata era un "desarrollo nacional" que muchos movimientos llamaban "socialismo". De hecho, muchos movimientos presumieron que sólo ellos podrían acelerar este proceso y hacerlo efectivo en sus respectivos estados. Entre 1945 y 1970, esta promesa parecía plausible, ya que la economía-mundo se expandía por doquier y la marea alta impulsaba todos los barcos.
Pero cuando comenzó la resaca, los movimientos asentados en el poder en las zonas periféricas de la economía-mundo se toparon con que podían hacer muy poco para evitar el impacto tan negativo que tuvo el estancamiento económico en sus estados. Se dieron cuenta de que eran menos poderosos de lo que suponían ellos y sus poblaciones. Mucho menos poderosos. La desilusión en cuanto a las perspectivas de "emparejarse" se tradujo, país por país, en desilusión de los movimientos. Se mantenían en el poder vendiendo esperanza y certidumbre. Pagaban ahora el precio con desencanto e incertidumbre.
En medio de esta crisis moral saltaron al escenario los vendedores de elíxires, conocidos también como los "Chicago boys". Éstos -que contaban con un amplísimo apoyo de una revitalizada línea dura entre quienes detentan el poder en el sistema-mundo en su conjunto- le ofrecieron a todos la magia del mercado como sustituto. Pero el "mercado" es tan eficaz para transformar las perspectivas económicas del 75 por ciento de la población mundial como las vitaminas para curar la leucemia. Es una estafa y sin duda correremos del pueblo a los merolicos, pero el daño ya está hecho.
El milagro de Sudáfrica ha ocurrido en medio de todo esto y arroja un resplandor de luz sobre este desalentador escenario mundial. Representa un tiempo fuera de goznes. Es un triunfo -al estilo de los sesenta- de un movimiento de liberación nacional que ocurrió en el sitio que todo mundo dijo siempre que presentaba la peor situación, la más conflictiva. La transformación ocurrió muy rápido, y con fluidez extraordinaria. En cierto sentido, el mundo ha puesto una carga extremadamente pesada sobre Sudáfrica y el Congreso Nacional Africano. Su triunfo no es significativo sólo para ellos, sino para el resto del mundo. Después de Sudáfrica no hay nada que sirva tanto como movilizador, todavía optimista, de las fuerzas populares; nada que los movimientos de solidaridad en el mundo alaben más. Es como si el mero concepto de los movimientos antisistémicos en el mundo hubiera obtenido una última oportunidad, como si todos nos encontráramos en el purgatorio en el momento decisivo en que la historia dará su veredicto final.
No estoy seguro de lo que pueda pasar en Sudáfrica en los próximos diez o quince años. ¿Quién puede estarlo? Pero tengo la certeza de que no fueron los sudafricanos ni el resto de nosotros los que pusimos la carga del mundo sobre sus hombros. La carga del mundo pertenece al mundo. Ya es suficiente con que los sudafricanos porten su propia carga, y que asuman su parte de las cargas del mundo.
Así que hablemos de la carga del mundo.
Como estructura, como concepto, los movimientos antisistémicos fueron el producto natural de la transformación de la geocultura del sistema-mundo que ocurrió a partir de 1789. Los movimientos antisistémicos fueron un producto del sistema; tenían que serlo. Por más crítico que sea el balance, y me temo que el mío lo es, no veo otra alternativa histórica mejor para recorrer el sendero que tomaron a mediados del siglo XIX. No existía otra fuerza que buscara la liberación humana. Y si los movimientos antisistémicos no consiguieron la liberación humana, por lo menos redujeron el sufrimiento humano y mantuvieron en alto la bandera de una visión alternativa del mundo. ¿Qué persona razonable no cree que Sudáfrica hoy es un lugar mejor que hace diez años? ¿A quién tenemos que dar el crédito, si no al movimiento de liberación nacional?
El problema básico radica en la estrategia de los movimientos. Históricamente se hallaron en un doble aprieto. Después de 1848, sólo existía un objetivo políticamente plausible y que ofreciera esperanza y alivio inmediato a la situación: el objetivo de tomar el poder de las estructuras del estado, lo cual posibilitó el principal mecanismo de ajuste del sistema-mundo moderno. Pero acceder al poder en el sistema-mundo fue un objetivo que aseguró la eventual emasculación de los movimientos antisistémicos y aseguró también su incapacidad para transformar el mundo. Se encontraron entonces entre Escila y Caribdis: entre la irrelevancia inmediata o el fracaso a largo plazo. Escogieron lo último, esperando evitarlo. Quién no lo haría.
Pero hoy también se puede argumentar que, por paradójico que parezca, el fracaso mismo de los movimientos antisistémicos en su conjunto -incluida la incapacidad de los movimientos de liberación nacional para ser verdadera y plenamente liberadores- ofrece un elemento muy esperanzador para desarrollos positivos en los siguientes veinticinco, cincuenta años. Para apreciar este curioso punto de vista, deberemos replantear lo que sucede en el presente: no vivimos el triunfo final del capitalismo, sino su primera y verdadera crisis.[2]
Hay que apuntar cuatro tendencias de larga duración, cada una de las cuales se mueve cerca de su asíntota. Cada una es devastadora desde el punto de vista de quienes persiguen la interminable acumulación del capital.
La primera, y la menos discutida de estas tendencias, es la desruralización del mundo. Sólo hace doscientos años, 80-90 por ciento de la población mundial, país por país, era rural. Hoy, a nivel mundial, la población rural está por debajo de 50 por ciento y sigue descendiendo con rapidez. Áreas enteras del mundo tienen menos de 20 por ciento de población rural y algunas menos de 5 por ciento. Bueno, ¿y qué?, se podría decir. ¿No son la urbanización y la modernidad virtualmente sinónimos? ¿No es esto lo que esperábamos que pasara con la llamada revolución industrial? Sí, ésa es de hecho la generalización sociológica que todos aprendimos.
Sin embargo, eso es no entender cómo funciona el capitalismo. La plusvalía se divide siempre entre quienes tienen el capital y quienes ejecutan el trabajo. Los términos de esta división son, en el análisis final, políticos, por la fuerza de negociación de cada parte. Los capitalistas viven con una contradicción básica. Si a nivel mundial los términos de la remuneración del trabajo son muy bajos, habrá límites al mercado y, como ya nos mostró Adam Smith, la extensión de la división del trabajo está en función de la extensión del mercado. Pero si los términos son muy altos, se limitan las ganancias. Los obreros por su parte querrán siempre aumentar su tajada, y luchan políticamente para lograrlo. A lo largo del tiempo, en cualquier parte que se concentre el trabajo, los obreros serán capaces de hacer sentir el peso de su sindicato, lo que conduce eventualmente a angostar las ganancias, algo que ha ocurrido periódicamente a través de la historia de la economía-mundo capitalista.
Los capitalistas pueden luchar contra los obreros sólo hasta cierto punto, más allá del cual los salarios reales amenazan con acortar la demanda mundial de sus productos. La solución recurrente ha sido permitir que los trabajadores mejor pagados alimenten el mercado y se inserten en la fuerza de trabajo nuevos estratos de personas más débiles políticamente, más propensos a aceptar salarios muy bajos, reduciendo así los costos totales de la producción. Por más de cinco siglos, se ha localizado a tales personas en las zonas rurales y se les ha transformado en proletarios urbanos que permanecen, sin embargo, como obreros baratos sólo un tiempo, pasado el cual se necesita insertar a más personas en la fuerza de trabajo. La desruralización del mundo amenaza este proceso esencial y, por lo tanto, la capacidad de los capitalistas de mantener el nivel de sus ganancias globales.
La segunda tendencia de larga duración se conoce como crisis ecológica. Desde el punto de vista capitalista, debería llamarse la amenaza del fin de la externalización de los costos. Aquí también existe un proceso crítico. Un elemento crucial en el nivel de las ganancias ha sido siempre que los capitalistas no pagan la totalidad de los costos de sus productos. Algunos costos se "externalizan", esto es, se reparten, se prorratean entre poblaciones amplias, eventualmente entre la población mundial completa. Cuando una planta química contamina un río, la limpieza (si hay tal) la asumen normalmente los contribuyentes. Lo que no dejan de decir los ecologistas es que hay un agotamiento de zonas por contaminar, de árboles por cortar, etcétera. El mundo encara la disyuntiva de un desastre ecológico o la internalización forzosa de los costos. Pero forzar la internalización de los costos amenaza seriamente la posibilidad de acumular capital.
La tercera tendencia negativa para los capitalistas es la democratización del mundo. Hemos mencionado que durante el siglo XIX comenzó en la zona europea un programa de concesiones que hemos llegado a englobar genéricamente dentro de la idea del estado benefactor. Estas concesiones implicaron gastos destinados a lo social: dinero para los niños y los ancianos, estructuras para educación y salud. Esto pudo funcionar durante un tiempo por dos razones: al principio los beneficiarios tenían demandas modestas y únicamente los obreros europeos recibían estos beneficios sociales. Hoy los espera cualquier trabajador, donde sea, y el nivel de sus demandas es significativamente mayor que hace cincuenta años. A últimas fechas los recursos destinados a tales beneficios sólo pueden obtenerse a costa de la acumulación de capital. La democratización no es y nunca ha sido interés de los capitalistas.
El cuarto factor es la reversión del poder del estado. Durante cuatrocientos años los estados incrementaron su poder, interna y externamente, como mecanismos de ajuste del sistema-mundo. Esto ha sido crucial para el capital pese a su retórica antiestatal. Los estados han garantizado el orden pero también, y esto es muy importante, han garantizado los monopolios, único camino hacia una seria acumulación del capital.[3]
Los estados ya no pueden ejecutar su tarea de mecanismos de ajuste. La democratización del mundo y la crisis ecológica plantean un nivel imposible de demandas a las estructuras del estado, que sufren ahora una "crisis fiscal". Pero si reducen los gastos para aliviar esta crisis, reducen también su capacidad de ajustar el sistema. Es un círculo vicioso, y cada fracaso del estado hace que se le confíen menos tareas, lo que termina en una revuelta fiscal genérica. Y conforme el estado se hace menos solvente, hará sus tareas con mucho menor eficacia. Ya hemos entrado al vórtice de este proceso.
Podemos hablar de nuevo del fracaso de los movimientos de liberación. Son los movimientos, más que nadie, los que han sostenido a los estados políticamente, sobre todo al asumir el poder. Han servido como garantes morales de las estructuras del estado. En cuanto los movimientos se despojan de sus demandas, ya que no pueden ofrecer esperanza y certidumbre, la población en general se torna profundamente antiestatista. Pero quienes necesitan estados son los capitalistas, no los reformistas ni los movimientos. El sistema-mundo capitalista no puede funcionar bien sin estados fuertes (por supuesto siempre unos más fuertes que otros) dentro del marco de referencia de un sistema interestatal fuerte. Los capitalistas no han podido formular este reclamo ideológicamente, porque su legitimidad se deriva de la productividad económica y de la expansión del bienestar general y no de un orden o de la garantía de ganancias. En el siglo pasado, los capitalistas confiaron más y más en los movimientos para que cumplieran en su nombre la función de legitimación de las estructuras del estado.
Hoy los movimientos no son capaces de procurar esta legitimación. Y si lo intentaran no podrían arrastrar a la población a apoyarlos. Vemos por todas partes "grupos" no estatales que están asumiendo su propia protección e incluso su propio bienestar. Éste es el camino de un desorden global al que ya nos dirigíamos. Es el signo de la desintegración del sistema-mundo moderno, del capitalismo como civilización.
Podemos estar seguros de que quienes mantienen privilegios no se sentarán a esperar a que éstos desaparezcan sin ir tras ellos. Pero también podemos estar seguros de que no podrán recuperarlos ajustando de nuevo el sistema, por todas las razones aducidas. El mundo está en transición. Del caos vendrá un nuevo orden, diferente del que conocemos. Diferente; no necesariamente mejor.
Aquí es donde entran de nuevo los movimientos. Los privilegiados intentarán construir una nueva clase de sistema histórico que será jerárquico, inequitativo y estable. Tienen la ventaja de contar con los recursos, el poder y el servicio de mucha inteligencia. Seguro saldrán con algo brillante y funcional. ¿Podrán los movimientos, revigorizados, enfrentarlos? Estamos frente a una bifurcación de nuestro sistema. Las fluctuaciones son enormes y pequeños empujones determinarán hacia dónde se mueve el proceso. La tarea de los movimientos de liberación -ya no necesariamente movimientos de liberación nacional- es tomar en serio la crisis del sistema, el impasse de sus estrategias pasadas y la fuerza del descontento popular mundial que se desató precisamente con el colapso de los viejos movimientos. Es un momento para las utopías, para un riguroso e intenso análisis de alternativas históricas. Es un momento para que los científicos sociales contribuyan con algo importante, suponiendo que quieran hacerlo. Pero se requiere también que desanden sus conceptos antiguos, derivados de la situación que en el siglo XIX condujo a las estrategias adoptadas por los movimientos antisistémicos.
Por encima de todo, no es una tarea para días o semanas, ni para siglos. Es una tarea para los próximos veinticinco, cincuenta años, que deberá ser acotada con precisión y cuyos resultados serán consecuencia directa de lo que estemos dispuestos a ofrecer desde ahora.
Notas:
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Este texto fue la ponencia principal en la reunión anual de la South African Sociological Association en Durban, Sudáfrica, del 7 al 11 de julio de 1996. Traducción de Ramón Vera. |
[1] |
Véase I. Wallerstein, "The French Revolution as a World-Historical Event", en Unthinking Social Science, Polity Press, Cambridge, 1991, pp. 7-22. |
[2] |
Los argumentos de los párrafos siguientes resumen un extenso análisis contenido en Terence K. Hopkins e Immanuel Wallerstein (coords.), The Age of Transition: Trajectory of the World-System, 1945-2025, Zed Books, Londres, 1996. |
[3] |
Véase Fernand Braudel, Capitalism and Civilization, 15th to 18th Century, 3 vols., Harper and Row, Nueva York, 1981-84.
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