Primer acto: la rebelión de la nación aymara
El 5 de agosto de 1781, después de varios meses de cerco indígena y del apoyo de los mineros de Ananea que construyeron una represa para inundar el pueblo, Sorata caía en manos de los ejércitos indígenas encabezados por Bartolina Sisa y el joven Andrés Tupac Amaru. Doscientos veintidós años más tarde, desde el 19 de septiembre de 2003, otra vez Sorata es ocupada por indígenas insurgentes como un eslabón más de un nuevo ciclo de rebelión indígena que desde hace tres años viene reapropiándose de territorios aymaras, expulsando funcionarios estatales y reconstruyendo un tipo de poder político comunal basado en los ayllus[1] y sindicatos.
Los motivos iniciales de la movilización fueron primero el respeto de los "usos y costumbres" en el ejercicio de la justicia, y luego de una huelga de hambre de dirigentes comunarios de todo el altiplano, la oposición a la venta del gas a mercados estadounidenses. Si bien se trata ciertamente de motivos nuevos para la sublevación, los repertorios de la movilización india no han variado mucho respecto a los siglos anteriores; al igual que hace cien años o doscientos, el asedio a las ciudades, el control de la topografía, el manejo dilatado del tiempo, la fuerza de masa y la superioridad numérica como técnica militar, la confederación de milicias comunales y la obstrucción de las vías de comunicación entre ciudades forman parte de la memoria de guerra que regula los planes tácticos con los que los indígenas contemporáneos se enfrentan al Estado. Lo nuevo hoy quizá esté por el lado de la subordinación de ciertas instituciones estatales y de sus recursos (municipios y diputados parlamentarios) a la lógica de la acción colectiva comunal.
Pero también hay la reactivación de la memoria de una especie de parentesco ampliado entre aymaras de todas partes que, sin haberse conocido, se sienten partícipes de una misma historia, de un mismo sufrimiento y un mismo destino. En el fondo, a esto es lo que suele llamarse una nación, y es lo que puso en pie Tupac Katari en 1781, y luego la rebelión de los willkas en 1899, y ahora es lo que une en el bloqueo y lo que teje un sentimiento colectivo de hermandad en luto por los muertos de Warisata a comunarios de Moco Moco, de Pueto Acosta, de Ilabaya, de Achacachi, de Huarina, de Peñas, de Tacamara, de Vilaque, de Sapahaque, de Konani, de Viacha, de Palca, de los barrios urbanos de El Alto y de los mercados de la ciudad de La Paz.
Nuevamente hoy La Paz ha sido cercada por miles de indígenas aymaras que, en estado de rebelión general, se oponen a la venta del gas por Chile, para Chile y hacia Estados Unidos.
Warisata, la escuela-ayllu ensangrentada
¿Qué es lo que ha llevado a que los indígenas aymaras se preocupen por el gas? ¿Por qué la oposición a su exportación por puertos chilenos ha llegado hasta el extremo de correr el riesgo de ser perseguidos, encarcelados, heridos como lo que hoy sucede con comunarios de Lahuachaca, de Patamanta, de Laja, o de ser asesinados como en Warisata o Ilabaya? ¿Por qué es que los indígenas urbanos y rurales son los más activos, los más movilizados y los que están a la cabeza en la defensa de los recursos naturales en general, y de los recursos hidrocarburíferos en particular?
El levantamiento indígena y popular de abril y septiembre de 2000 en contra de la privatización de los recursos hídricos en los valles cochabambinos y el altiplano aymara (la llamada "guerra del agua") mostró que los recursos naturales forman parte fundamental del sistema de reproducción cultural y material de las comunidades agrarias, y por tanto cualquier intento de mercantilización de expropiación privada de esos recursos colectivos ataca directamente la estructura material y simbólica de las comunidades campesinas indígenas. Esto hace de la defensa y control colectivo de ciertos recursos naturales un principio básico de la preservación histórica y de la continuidad del régimen social de las comunidades. El gas es un recurso natural depositado en las entrañas de la tierra, integrante del conjunto de riquezas, de fuerzas y poderes que sostienen la persistencia a lo largo del tiempo de la vida de las comunidades. Esto no impide que se utilicen esos recursos para satisfacer necesidades humanas, pero ello requiere una relación pactada y negociada entre comunidad y fuerzas de la naturaleza (en el campo los ritos agrarios, en las minas las wajt’as y pijcheos), y además un usufructo directo familiar y comunal de la propia riqueza extraída. El régimen de la "qorpa" (y luego del juqueo),[2] mediante el cual los indios trabajaban en las minas coloniales y republicanas sólo si ellos se quedaban con un pedazo del mineral (Tandeter, 1992), muestra hasta qué punto la modernidad industrial no ha hecho desaparecer un tipo de vínculo orgánico y pactado entre naturaleza y comunidad en el altiplano, los valles y las zonas bajas del país.
Pero también en el mundo indígena hay una memoria fresca de los lazos históricos entre comunidad e hidrocarburos.
Allí donde tropas especiales antiterroristas del ejército boliviano entraron a disparar contra indios aymaras como si de ejércitos invasores se tratara, en Warisata hace setenta años los padres y abuelos de los comunarios hoy asesinados y perseguidos se enrolaban voluntariamente para ir al Chaco (lugar de las actuales reservas de hidrocarburos), a defender el territorio y los recursos petroleros que hoy se quiere entregar a empresas extranjeras. Elizardo Pérez, uno de los miembros fundadores de la escuela ayllu de Warisata, relata cómo es que presenció "un espectáculo nunca antes visto en nuestra historia republicana. Los indios presentándose a un puesto militar para entregar de forma espontánea a sus hijos al sacrificio patrio, y a más de eso llevando algunas docenas de toneladas de víveres" (Pérez, 1962).
La defensa del Chaco produjo más de 50 mil muertes de miembros del ejército, la mayoría de ellos indígenas y de sectores populares urbanos. 30% de los indios colonos y comunarios comprendidos entre los diecinueve y treinta y seis años del altiplano y valles fueron enrolados en la tropa y una buena parte del abastecimiento del ejército en el frente y la retaguardia estuvo a cargo de donativos de comunidades indígenas que, a la cabeza de los caciques, entregaban sus productos a los centros de acopio de las ciudades (Arze, 1987). No es de sorprender entonces que hoy los pueblos indígenas del occidente se sientan con un derecho conquistado de participar, junto con otros sectores sociales, en la toma de decisiones sobre la exportación del gas que existe en territorio tarijeño.
Por último y no menos importante, está claro también que en la movilización indígena y popular contra la exportación del gas se está produciendo todo un referéndum activo acerca del papel de la inversión extranjera en el país.
Durante década y media, las élites políticas, la intelectualidad cortesana y organismos financieros externos difundieron con relativo éxito publicitario la ideología de que la inversión extranjera, con la capitalización como punto de partida, iba a encaminar al país al sendero de la modernidad, el crecimiento económico y el bienestar. El actual presidente que hoy ya tiene en su haber más de sesenta muertos civiles por conflictos sociales, legitimó su euforia privatizadora con la oferta de 500 mil empleos y un crecimiento de 10% anual de la economía. Siete años después, la economía se ha hundido en un largo periodo de estancamiento, recesión, desempleo masivo y descapitalización nacional. La defensa del gas es, a su modo, un plebiscito movilizado en contra de un esquema que ha entregado la conducción económica a la inversión extranjera. La gente en las calles y las carreteras, los indígenas y profesores de Warisata comprenden por experiencia propia de los últimos años que la transnacionalización de la economía no les va a redituar ningún beneficio y, al contrario, hay toda una intuición colectiva de que dejando el negocio del gas bajo propiedad de empresas extranjeras, se perderá quizá la última oportunidad de aprovechar las riquezas públicas (porque el gas es una riqueza pública), para beneficio de aquellos que son los dueños originarios de estos territorios.
El desplazamiento del Estado
Pero el levantamiento indígena aymara no es sólo un referéndum activo en contra de la exportación del gas en las actuales condiciones de propiedad extranjera del negocio, es también un referéndum masivo que está demostrando la imposibilidad de continuar la permanencia pacífica de un tipo de Estado republicano monocultural, colonialista y excluyente de las identidades indígenas.
Bolivia es un país de presencia mayoritaria indígena, pero todas sus instituciones y estructuras estatales hacen todo lo posible para desconocer al indio, para denigrarlo, excluirlo y, como ahora en Warisata, para exterminarlo. No deja de ser paradójico que aquellos mismos oficiales mestizos que enseñan a patadas el castellano a los conscriptos indígenas, que desvisten indios en las carreteras para humillarlos, que utilizan miras telescópicas para "cazar" indígenas que en los cerros se oponen a la venta del gas por Chile y que disparan contra escuelas, normales y niñas de nueve años, sean los que han hecho jurar a esos mismos indígenas en los cuarteles a enfrentar al Estado chileno causante del cercenamiento territorial. Se trata de una centenaria esquizofrenia estatal de élites mediocres y acomplejadas que se asumen como blancas, liberales y modernas, siendo que en realidad el país es eminentemente indígena, de cultura comunitaria y de bases productivas tradicionales.
Y por tanto no es raro que los indios, esencialmente los aymaras, se reconozcan como otro pueblo, como otra nación, y hayan emprendido desde tiempo atrás toda una estrategia práctica de reapropiación política y simbólica del territorio para consolidar formas de autogobierno indígena.
No es casual la formación en los últimos años de una joven élite intelectual aymara portadora de un discurso de autonomía indígena en cargos de dirección de comunidades y ayllus de todo el altiplano, desde Potosí, Oruro, y principalmente La Paz. No es casual la inestabilidad de la mayoría de los municipios del altiplano paceño por la presión y fuerza de la lógica organizativa comunal que se sobrepone a los partidos y que ha llegado a subordinar a las alcaldías. De igual forma, no deja de ser revelador que desde hace tres años se esté procediendo a una sistemática expulsión de las otras instituciones estatales (subprefecturas, puestos policiacos, registros civiles...) en las provincias del norte aymara, y su sustitución en los hechos por la autoridad de las federaciones provinciales, por las centrales y subcentrales, por los mallkus, jilakatas y mamat’allas. Esto que aconteció en Achacachi en abril del año 2000 se ha expandido a pueblos de Muñecas, Bautista Saavedra, Manco Cápac y recientemente a Sorata.
La racialización de un Estado republicano que vive del trabajo y la riqueza de los indios pero que los desprecia y los excluye de derechos está dando lugar a la construcción de facto de otro tipo de ciudadanía y de poder indígena asentado en estructuras sindicales y comunitarias, capaces no sólo de disputar la legitimidad gubernamental sino incluso, ya en estos últimos meses, de interpelar el propio poder militar, que es el fondo primario y último de la presencia de cualquier estado.
La formación del Cuartel Indígena de Qalachaca en junio del 2001 con sus 40 mil aymaras confederados por comunidad en estado de militarización, la presencia en los cerros cercanos a los pueblos y carreteras de miles de comunarios con chicotes, piedras, dinamita y fusiles máuser gritando "guerra civil", el reciente cerco y recuperación a manos de las tropas indígenas del Cuartel de Rojorojoni y Qalachaca por miles de indígenas de las comunidades aledañas, ocupado al momento de la masacre de Warisata por las tropas del ejército republicano, hablan de una conflictividad entre Estado e indígenas aymaras que se inclinan lentamente a entrar en una etapa de confrontación bélica, como un nuevo momento complementario de lo que es ya una creciente construcción de redes de poder cultural, discursiva, simbólica, organizativa y política indígena en varias provincias del altiplano. A esto es a lo que se puede llamar en sentido estricto una rebelión indígena, de la que los recientes sucesos de estas semanas son un episodio más de una historia más larga.
El segundo acto: la insurrección de la ciudad de El Alto
Considerada junto con Santa Cruz las ciudades de mayor crecimiento demográfico de las últimas décadas, El Alto ha pasado de tener 11 mil habitantes en 1950 a poco más de 700 mil en 2001, donde se destaca que cerca de 60% de los habitantes son menores de veinticinco años, lo que habla de una presencia mayoritaria de población joven.
Del total de la población trabajadora, 69% lo hace en el ámbito informal, de empleo precario y bajo relaciones laborales semiempresariales o familiares. Pese a ello, poco más de 43% de los alteños son obreros, operarios o empleados, lo que la convierte en la ciudad con mayor porcentaje de obreros del país y explica la presencia de una fuerte identidad obrera entre sus habitantes. De hecho, la ciudad de El Alto ocupa hoy el papel de concentración territorial y cultura laboral que en los años cuarenta y sesenta del siglo XX, ocupaban los barrios de Villa Victoria Pura Pura y Munaypata, donde se ubicaban los barrios obreros. La alta presencia de trabajo familiar, microempresarial e informal de los trabajadores alteños sintetiza los componentes híbridos y fragmentados que caracterizan a la nueva condición obrera y asalariada de la sociedad boliviana.
Olvidada por el Estado, la ciudad ha sido tratada hasta hoy como un pueblo campesino abandonado y discriminado. Más de la mitad de los hogares alteños no tienen saneamiento básico, 60% de los ciudadanos viven hacinados, no más de 30% tiene alcantarillado, 45% de las personas son pobres, en tanto que 26% son extremadamente pobres, lo que significa que tienen menos de un dólar de ingreso por día.
Esta condición de pobreza y precariedad no por casualidad está acompañada de una presencia mayoritaria de indígenas urbanos en la ciudad. Cerca de 75% de los alteños se autoidentifica como indígena, en especial aymara o en menor medida qheswa, y es notoria la elevada presencia de migrantes rurales de primera y segunda generación y de exobreros en la mayoría de los barrios alteños. Esta estructura organizativa barrial asentada en experiencias agrarias y obreras es la clave de la alta disciplina y capacidad de movilización de los alteños sublevados de estos últimos días.
Las características indígenas y obreras de El Alto han contribuido a definir los rasgos de la movilización social de sus pobladores, en la que se pueden distinguir dos componentes: una estructura barrial y gremial para la rebelión, y unos marcos de construcción del discurso basados en la identidad indígena.
Fejuve (Federación de Juntas Vecinales), fundada el año 1979, y la COR (Central Obrera Regional) El Alto, creada diez años después, son las que han articulado una red de organizaciones barriales y sindicales fuertemente enraizadas en bases territoriales ocupadas en la solución de necesidades básicas de la población. Juntas de vecinos y gremios durante las últimas décadas se han constituido como modos de autorganización local de la población para crear por mano propia, o mediante la canalización de demandas al poder central, la satisfacción de necesidades básicas como el agua potable, el empedramiento de calles, la instalación de luz eléctrica, la construcción de casas, escuelas y sedes sindicales, la autorización para instalar puestos de venta, la regulación de impuestos, etcétera, reactualizando en el ámbito urbano las experiencias organizativas y las fidelidades comunitarias que, a través de los sindicatos agrarios y ayllus, gestionan todas estas dimensiones de la vida cotidiana. De ahí que no sea casual que en muchos barrios las juntas de vecinos lleven el nombre de la comunidad agraria de origen.
Esta vitalidad local de las juntas vecinales y los gremios ha posibilitado que ellas funcionen como densa red de movilización social y política, una estructura de soberanía territorial y, en un momento determinado, en los nodos colectivos de una insurrección civil con capacidad de movilizar a jóvenes, ancianos, mujeres y niños en torno a sus mandos locales y el control del desplazamiento en sus respectivos barrios. Incluso, ha habido momentos en que las juntas de vecinos han articulado una leva de reservistas del servicio militar obligatorio, familia por familia, como cabeza de brigadas de autodefensa y control barrial.
Es esta densidad de las organizaciones territoriales lo que ayuda también a explicar la formación de un tipo de liderazgo colectivo, rotativo y descentralizado en las propias organizaciones barriales que de manera permanente reclamaban la autorrepresentación para establecer alianzas y acuerdos con otras juntas de vecinos, inclusive por encima de la acción de los propios dirigentes.
"Vamos a cambiar la bandera"
Si bien las condiciones de pobreza alteña son extremas y las organizaciones locales barriales son muy cohesionadas, eso no ha sido suficiente para que se genere la sorprendente red de movilización social que ha paralizado de forma contundente la ciudad de El Alto y que está sosteniendo un proceso de rebelión urbana. Para que suceda todo ello se ha tenido que dar un conjunto de oportunidades políticas como es el fracaso reiterado de los distintos partidos oficialistas en la gestión municipal, el triunfo de un tipo de liderazgo contestatario y creíble en la conducción de las organizaciones regionales, el fracaso de las políticas económicas de privatización de recursos públicos, la torpeza estatal de lanzarse a un negocio de exportación de un recurso natural en torno al cual se han generado amplias expectativas sociales de soberanía y redención social y, por supuesto, la irradiación de un tipo de discurso de identidad indígena en torno al cual los alteños han podido reconceptualizar de una manera radical su condición de pobreza y su derecho a usufructuar un recurso que lo consideran como propio, como herencia social y como destino.
Es en torno al discurso indígena que la inmoral polaridad social entre ricos y pobres ha sido traducida como antagonismo entre q’aras[3] e indígenas, entre extranjeros y originarios; es el discurso indígena el que ha permitido otorgar una justificación histórica y una razón de compromiso activo con la recuperación de los hidrocarburos a manos de la sociedad. A diferencia de lo que sucedía en los años cincuenta o sesenta cuando la conciencia sobre el control de los recursos naturales se asentaba en un tipo de discurso "nacionalista revolucionario" de corte movimientista, el actual nacionalismo tiene bases indígenas y la patria de la que nos habla no es la del Estado y los doctores; es la de las comunidades, de los gremios, de los kataris, de los aymaras, de los qheswas, que se han convertido en la nueva matriz interpretativa y conductora de lo que los bolivianos habremos de entender por nación en las siguientes décadas. De ahí su contundencia pétrica, pues hurga en la memoria de los siglos el sentido de comunidad política, pero quizá también por ello la ambigüedad y temor que provoca en las clases medias que prefieren mirar con indolencia cómo es que otros entregan sus vidas por el control de un recurso, el gas, que también será usufructuado por ellos.
No en vano los indígenas rurales, que son el núcleo de este nuevo discurso nacional indígena, han sido la punta de lanza de la actual insurrección social. Su huelga de hambre en El Alto, su bloqueo de caminos es lo que ha permitido romper las murallas urbanas que anteriormente frenaban la expansión de los bloqueos campesinos. Hoy estos instrumentos de lucha indígena campesina son el principal método de los vecinos alteños. Miles de bloqueos impiden todos los accesos a los barrios; cientos de barricadas, a veces de dos metros de altura y decenas de zanjas antitanques, surcan las principales avenidas que atraviesan El Alto; las wiphalas[4] coronan los escombros, los insurrectos se comunican en aymara por altoparlantes y los chicotes andinos marcan el principio de autoridad del comité de huelga que ha asumido, de hecho, la soberanía política en cada territorio. A modo de mojones de cultivo, cada junta de vecinos demarca el control de su territorio con alambres de púas y fogatas, en tanto que grupos de jóvenes, mujeres y varones, organizados en torno al mando central, recorren cada uno de los lados del espacio territorial de la junta vecinal. Los cohetes y dinamitazos, junto con los golpes en los postes de luz, generan una tonalidad guerrera que mantiene en alerta a los vecinos y anuncia la llegada de tropas militares. En las zonas más periféricas, que de hecho son barrios campesinos, el ejemplo del Cuartel de Qalachaca de los sublevados de Omasuyus es una forma de organización que se busca imitar a nivel barrial mediante la convocatoria de los reservistas del cuartel para formar los grupos de defensa. Al igual que los indios del campo, hoy los indígenas urbanos se han rebelado; así lo constatan las consignas, la compacta movilización colectiva, pero también la brutalidad de la presencia de tropas gubernamentales, el racismo de los oficiales que disparan a matar a los que consideran "unos t’aras de mierda".[5] Y no es de extrañar entonces, no sólo la amenaza de los vecinos sublevados de castigar a los familiares de los militares o de marchar "al sur", donde viven las élites económicas y políticas del departamento, sino también la sublevación simbólica de los esquemas con los que los vecinos indígenas se afirman en sus actos y se proyectan en el futuro, al no encontrar un referente de vida y porvenir en la tricolor boliviana, sino en otra bandera que, a decir de un dirigente de villa Tahuantinsuyu que cuidaba una barricada de piedras y retazos de automóviles, es "nuestra verdadera bandera y la de nuestros abuelos".
La gasolina ensangrentada
El 8 de octubre, a un mes de bloqueo de caminos de los indígenas aymaras del campo, sus hermanos y parientes urbanos, los vecinos de El Alto, se lanzaron a un paro indefinido de actividades en toda la ciudad en defensa y recuperación de la propiedad del gas por los bolivianos. Antes ya habían bajado varias veces a la ciudad de La Paz, acordaron el cierre de mercados y hasta los carniceros habían decretado una suspensión de actividades. La consigna era clara y contundente: "No se vende el gas ni por Chile ni a Chile; el gas es para los bolivianos". El paro fue total, con lo que el cerco a la ciudad de La Paz comenzaba a estrecharse. Al bloqueo de caminos en el altiplano (carretera a Copacabana, a Achacachi, a Sorata, a Camacho y Bautista Saavedra, a Tambo Quemado, a Palca, a Yungas, a Quime y parcialmente a Oruro) se sumaba la paralización de la tercera ciudad más poblada del país y el cierre definitivo de la carretera La Paz-Oruro.
La débil convocatoria de la COB (Central Obrera Boliviana) a la huelga general indefinida, sólo acatada durante unos días por los maestros urbanos y rurales y los servicios médicos, desembocó en una marcha de mineros de Huanuni a la ciudad de La Paz que volvió a encontrar en la carretera no sólo a mineros e indígenas, sino a exmineros, convertidos hoy en vecinos alteños, que salieron a apoyar a sus antiguos compañeros de trabajo.
En el curso de la movilización la masa experimentará, junto a su fuerza colectiva y el dominio territorial, el control de un nuevo poder, el de los carburantes, pues éstos son distribuidos a El Alto y La Paz desde una planta ubicada en Senkata, a varios kilómetros de La Ceja de El Alto. Conocedores de la importancia de este centro, los vecinos de Villa Santiago Segundo, de la avenida 6 de Marzo y de otros lugares organizarán un cerco a las instalaciones para impedir la salida de camiones cisterna. A pocas horas tanquetas militares ocuparán las instalaciones y algunas otras zonas estratégicas de El Alto y, al finalizar la tarde, la caravana de la muerte se desplazará por las avenidas. A su paso, caerán decenas de heridos de bala y de balines; metralletas pesadas instaladas encima de los tanques dispararán contra vecinos que blanden palos y cachorros de dinamita y, al final, la resistencia de los alteños que levantaban más barricadas delante y atrás de la caravana obligará a los militares a refugiarse en un cuartel sin haber podido llegar a la autopista.
En La Ceja de El Alto se producirán nuevos enfrentamientos entre manifestantes y tropas gubernamentales, las oficinas de Electropaz y Aguas del Tunari,[6] dos empresas extranjeras que venden los servicios de electricidad y agua, serán destruidas, lo mismo que una gasolinera, en tanto que en la zona alta de Ballivián, los vecinos rodearán el quinto regimiento de policía para asediarlo durante toda la noche.
En la noche tropas militares reforzarán el regimiento, apoyadas con helicópteros que disparan a las casas y las fogatas, e intentarán ocupar las zonas del cruce a Villa Adela, La Ceja y la autopista. Ante este intento de militarización de la ciudad los vecinos se mantendrán en vigilia durante toda la madrugada, en la que se seguirán oyendo disparos de armas automáticas del lado de las zonas controladas por el ejército.
El día domingo será fatal. Desde muy temprano las tropas militares intentarán retomar el control de la zona alta de la autopista, de Senkata, de Río Seco y de La Ceja. Los muertos comenzarán a llegar a las precarias postas sanitarias: jóvenes, señoras, niños con balas en los pechos y las piernas serán el tributo que cobrará el gobierno para llevar gasolina a la ciudad de La Paz.
Pero una vez pasadas las cisternas, los enfrentamientos recrudecerán; primero será la zona de la plaza Ballivián y German Busch que arrojará dos muertos y varios heridos, luego Senkata con siete muertos. A mediodía los enfrentamientos se ampliarán a Río Seco donde se producirán varios muertos y media docena de heridos. Algo parecido sucederá en la zona de Tupac Katari, Villa Ingenio, nuevamente Villa Santiago Segundo, La Ceja Pasankeri, y así sucesivamente.
"Que nos maten también ahora a nosotros"
Ésa fue la frase de una señora que con una piedra en la mano corría detrás de una tanqueta en la zona de El Kenko. El gesto es todo un programa de acción, pues muestra cómo es que la muerte ha roto la tolerancia moral de los dominados hacia los dominantes. ¿Qué es lo que ha llevado a esta anciana a convertir el arcaísmo de una piedra en la prolongación de una voluntad social lanzada contra el moderno acero de un tanque artillado?
Por lo general la dominación se asienta en la aceptación de un margen de autoritarismo e imposición que el dominado es capaz de aceptar por parte de las autoridades. Es el margen de legitimidad que tiene el Estado para mantener el monopolio de la coerción. Sin embargo, hay un momento en que este margen de tolerancia se quiebra, en que la plebe ya no está dispuesta a jugar una economía de mansedumbres negociadas, es el momento de la disolución del orden estatal y el contrapoder. Y ese margen de docilidad moral ha sido roto por la muerte. La muerte de vecinos, de niños, ha sido la seña de la inversión del mundo mediante la cual cada familia alteña se ha sentido convocada a poner en riesgo la vida como única manera de ser digno frente a ella. A partir de ese momento, en gesto de heroísmo similar al de esos jóvenes paceños que en febrero arrojaban piedras a oficiales militares que les respondían con balas de fusiles automáticos, se apodera de una población que responderá a cada muerte y herido con un nuevo contingente de vecinos que sacará a la calle su esperanza y hallará en la piedra arrojada la certeza de su derecho a recuperar, por cualquier medio, la propiedad de una riqueza que sabe que le pertenece.
La piedra es entonces aquí la constatación de una victoria moral sobre la muerte, de la sociedad sobre un Estado asesino, del porvenir sobre el conservadurismo de un régimen que se ha dedicado a medir el tamaño de su decadencia por el número de muertos que aún es capaz de provocar en su caída.
Los alteños están en sublevación; es una sublevación con palos, con banderas y piedras que enfrentan a tanques, fusiles automáticos y helicópteros. Militarmente es una masacre; políticamente es la acción más contundente y dramática del fin de una época; históricamente es la más grande señal de soberanía que los más pobres y excluidos de este país dan a una sociedad y para toda una sociedad.
Lo significativo es que este desborde de rebelión y dignidad contra el Estado también se desparramará en los siguientes días por las laderas y cerros de la ciudad de La Paz.
Tercer acto: época revolucionaria
El desarrollo de los acontecimientos muestra que Bolivia está atravesando desde hace tres años una "época revolucionaria" (Marx), entendida como un periodo histórico de vertiginosos cambios políticos, de abruptas modificaciones de la posición y poder de las fuerzas sociales, de reiteradas crisis estatales, de recomposición de las clases, de las identidades colectivas, de sus alianzas y de sus fuerzas políticas. Una época revolucionaria se caracteriza por las reiteradas oleadas de sublevación social, por los flujos y reflujos de insurgencias sociales separadas por relativos periodos de estabilidad pero que a cada paso cuestionan u obligan a modificar, parcial o totalmente, la estructura general de la dominación política, hasta un momento en que tendrá que darse, de una u otra manera, una nueva estructura estatal emergente de una puntual situación revolucionaria en la que el despliegue de la fuerza desnuda dirima, ya sea por la vía de la confrontación abierta (guerra civil o golpe de Estado) o el armisticio duradero (reformas estructurales del sistema político o económico), la calidad y orientación de ese nuevo Estado que regulará la vida política de las personas durante las siguientes décadas.
La época revolucionaria en Bolivia se inició con la "guerra del agua", que permitió reconstituir regionalmente en Cochabamba un tejido plebeyo de indígenas, campesinos, regantes, sindicalistas obreros y clases medias antes excluidas de la toma de decisiones políticas, obligando al Estado a retroceder en sus políticas de privatización y dar paso a la deliberación de la multitud como fuente temporal de poder de decisión. Luego vinieron unos meses de relativa estabilidad, tras la cual se dio la rebelión indígena en el altiplano y el Chapare, trayendo la fuerza de la comunidad como núcleo de poder territorial que comenzó a desplazar a las instituciones del Estado (subprefecturas, puestos policiales, registro civil, partidos), en varias regiones del país. El tercer momento vino en junio y julio de 2001, cuando los aymaras comenzaron a construir formas de militarización comunal de la acción colectiva mediante la formación del Cuartel Indígena de Qalachaca, en la región de Omasuyus, donde más de 40 mil indios de comunidades y ayllus confederados inauguraron la consigna de "guerra civil" que meses después recorrerá el país entero. En junio del siguiente año los indios y trabajadores harán lo que nunca habían hecho en toda su historia electoral: votarán por los propios indios, mostrando hasta qué punto la revolución cognitiva promovida por los movimientos sociales había transformado radicalmente los esquemas mentales de la población empobrecida.
Todo ello desembocó en una crisis de Estado en dos dimensiones. Una crisis de sus estructuras políticas de "corta duración", referidas al modelo neoliberal de los últimos quince años (sistema de partidos como únicos mediadores entre Estado y sociedad, democracia liberal, gobernabilidad pactada, etcétera), y una crisis en sus estructuras de "larga duración", referidas a las características republicanas (Estado monocultural enfrentado a una sociedad multicultural). Hasta qué punto esta crisis estatal había corroído el armazón interno del orden político se verá cuando en febrero de 2003, el principio de mando jerárquico del Estado se derrumbará, llevando a que policías y militares se maten a balazos en la puerta del palacio de gobierno. Con ello, el Estado había dejado de creer en sí mismo, marcando el preludio de la más grande sublevación social de los últimos cien años que se desatará en octubre de 2003 y la aceleración del tiempo político que hace vislumbrar a corto plazo nuevas y mayores conflictividades de las fuerzas sociales en pugna.
La revolución india
Cuando dos mil dirigentes comunales del departamento de La Paz iniciaron su huelga de hambre los primeros días de septiembre pidiendo la libertad del dirigente Huampo, nadie podía sospechar que ello acabaría con la vergonzosa y patética huida de Sánchez de Lozada en un helicóptero. Sin embargo la señal histórica estaba ya dada: se enfrentaban dos civilizaciones, la de la modernidad estatal con su kafkiano sistema jurídico liberal, y la de la comunidad con su "ley del ayllu" que, a los pocos días y por medio de la convocatoria a un bloqueo de caminos, asumirá la demanda de la recuperación de los recursos hidrocarburíferos, pues se trataba de un patrimonio colectivo por el cual los abuelos de los jóvenes aymaras de hoy habían muerto setenta años atrás. El bloqueo de caminos de la CSUTCB (Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia) nacerá entonces ya con una clara consigna política: rechazar la decisión gubernamental de vender gas por Chile a Estados Unidos. Se trataba ciertamente de una consigna general, de un "pretexto unificador" (Marx) capaz de articular a diferentes sectores en torno a un tema cuya virtud radicaba en hurgar en la conciencia indígena el fondo histórico colonial de la república (la propiedad territorial), y en la plebe urbana, la memoria nacional popular construida en el siglo XX (la nacionalización de riquezas iniciada en 1938).
Los más receptivos a este llamado de los indígenas del campo serán los indígenas urbanos, los alteños y alteñas, los habitantes de la ciudad más pobre y por tanto la más indígena del país que se acoplará al movimiento con su propio bagaje organizativo.
A las organizaciones sindicales y comunales de los aymaras del campo en bloqueo y rebelión se integrarán los barrios alteños, prolongación urbanizada de la lógica sociopolítica del ayllu, reapropiándose del control de los territorios urbanos.
Por lo general, las comunidades y las juntas de vecinos son sistemas territoriales de identificación y gestión de recursos sociales básicos. No obstante, en condiciones de autorganización política como la de los últimos días, funcionarán como células de una compleja red de poder político territorial que se tejerá entre campo y ciudad. Lo más significativo de todo ello será que el régimen de representación de los sublevados quedará desconcentrado en la propia autorrepresentación de las organizaciones territoriales sublevadas, de modo que, sin responder a un mando único, cada soberano colectivo de tipo territorial acordará a cada momento con los otros soberanos, a modo de múltiples ejércitos locales confederados, la articulación de acciones conjuntas, de apoyos mutuos y de unificación de reivindicaciones comunes. Así, con la declaratoria de paro indefinido por los alteños, el cerco katarista, después de trescientos veintidós años, llegará a la propia ciudad de la mano de otros indígenas, urbanizados hoy, que acabarán por asfixiar al Estado.
La sombra de Katari comenzará a serpentear los barrios y villas alteñas y paceñas, incluida la zona sur, sede de las élites dominantes, donde el tradicional método de lucha indígena campesina, el bloqueo de caminos con piedras, impedirá el tránsito en las propias avenidas de los barrios de las clases adineradas que sólo atinarán a atrincherarse en sus casas.
Los indios estarán entonces en todas partes: bloqueando caminos en el campo, ocupando ciudades, descolgándose por las laderas para pintar de wiphala y dinamita la plaza San Francisco, y desde allí irradiar su convocatoria a otras regiones que, como Cochabamba, Oruro, Potosí y Sucre, se convertirán en centros de nuevos bloqueos y de marchas indígenas hacia las ciudades.
Al final, sobre una predominancia del discurso y la simbología indígenas, miles y miles de aymaras y qheswas de todas las latitudes comenzarán a concentrarse en los pueblos intermedios para establecer las estrategias de bloqueos; en las zonas aledañas al lago, caracterizadas por su mayor organización, formarán nuevos "cuarteles indígenas" (al menos cuatro en total), donde miles de indios en estado de militarización comunal establecerán las directrices del desplazamiento de la autoridad estatal. En muchos casos, los pueblos intermedios sólo serán el tránsito para dirigirse desde allí a las ciudades, en lo que podría considerarse como la autoconvocatoria indígena más numerosa (en términos absolutos y proporcionales) desde la guerra federal de 1899. A modo de infinidad de pequeños ejércitos indígenas armados de palos, piedras y viejos fusiles máuser comenzarán a converger a la ciudad de La Paz, tupiendo el tramado de la mancha urbana con cientos de pequeñas columnas comunales que serán recibidas con alegría y entusiasmo por cada uno de los barrios alteños donde serán alojados por sus hermanos migrantes.
Habían sido convocados a una guerra, y los indios vinieron a ello apoyados sobre una logística indígena que pudo mantener en torno a la ciudad de La Paz durante casi una semana campamentos de indios sublevados preparados para la posible confrontación final.
Los indígenas urbano rurales no fueron la única fuerza social puesta en movimiento: también lo hicieron los cooperativistas mineros, obreros fabriles, vecinos, comerciantes y estudiantes mestizos, e inclusive segmentos de las clases medias urbano mestizas. Pero quienes al final pondrán los muertos, la fuerza de masa movilizable, el método de lucha predominante, la forma organizativa y el discurso enmarcador de la sublevación, serán los indígenas.
La comunidad sufriente
Hay ocasiones en que la muerte y el miedo son los puntos infranqueables que detienen una insurgencia social frente a las murallas del gobierno. Por eso el Estado necesita monopolizar la coerción legítima pues ésta, que encarna el posible uso de la violencia y muerte en contra de la sociedad, es la garantía última y final de todo orden político constituido. Sin embargo, hay momentos en que la muerte cataliza el ímpetu de la sublevación, en que la muerte es la seña que permite unificar colectividades distanciadas dando pie a un tipo de hermandad extendida en el dolor y el luto. En ese momento la muerte es derrotada por la vitalidad de una sublevación de voluntades sociales llamada insurrección.
Y es lo que aconteció desde el 20 de septiembre cuando las tropas militares invaden Warisata y matan a seis comunarios. A la muerte de seis indígenas no le sucede el retroceso de los movilizados, sino su expansión y radicalidad. Otras provincias como las de Río Abajo, Ingavi, Muñecas, Inquisivi o Pacajes se sumarán inmediatamente al bloqueo. A su vez, los pobladores de El Alto, muchos de los cuales mantienen doble residencia en la ciudad y en el campo, convocarán a un paro de actividades desde el 8 de octubre, en tanto que un contingente de mineros buscará llegar a la ciudad de La Paz, al pedido de la convocatoria de la COB. La muerte de dos mineros el viernes 10 y de dos vecinos el sábado 11 provocará una convicción social de que el Estado está arrinconando a la sociedad a una situación de peligro de muerte general, y responderán masivamente a tal riesgo. Al día siguiente las calles de El Alto amanecerán surcadas por miles de barricadas de todo tamaño, por zanjas en los caminos vigiladas por juntas de vecinos convertidas en regimientos civiles de cada zona que organizarán, con sus propios recursos y medios, la logística de una sublevación urbana. El Estado había perdido el control político de la ciudad, y el intento de retoma militar entre el día lunes y martes sólo provocará una masacre de más de sesenta muertos, a lo que la población responderá con la insurrección civil. Cada barrio reclutará a sus jóvenes para armarlos de piedras, palos y picotas para hacer frente a los tanques; comunarios de todas las regiones, de las provincias más alejadas de otros departamentos, comenzarán largas caminatas hacia La Paz para defender a quienes consideran sus hermanos que "están siendo masacrados". Pobladores de todas partes, choferes, trabajadores, comerciantes, estudiantes de norte y sur, de las laderas y los barrios de clase media, de las comunidades campesinas y de las villas alejadas se autoconvocarán frente y contra un Estado que había roto la economía de arbitrariedades y exigencias que mantenía soldada la obediencia social al gobierno. Cada barrio y comunidad marchante y bloqueante saldrá en defensa de los pobladores baleados, lo que a su vez dará lugar a nuevos muertos que convocarán a nuevos barrios y al final la sociedad entera estará sublevada contra un Estado cuyo único lenguaje se ha reducido a la muerte y que por tanto ya no tiene razón de ser, a menos que se piense que la muerte es la razón de ser de la sociedad.
Al final, la muerte había unido lo local, lo disperso, pero ante todo, había llevado a la sociedad a desconocer al gobierno, pues éste personificaba un enloquecido corcel de muerte con el que ya no era posible negociar. La muerte había abierto un abismo entre gobierno y sociedad anulando cualquier posibilidad de negociación. Ya no importaba qué ofreciera Sánchez de Lozada, él ya no era moralmente un interlocutor válido para los vecinos y comunarios insurrectos; de súbito la muerte había puesto en primer plano la titularidad del poder, punto de partida para cualquier acuerdo. La multitudinaria marcha del jueves 16 en La Paz y otros departamentos reafirma esta soberanía plebeya de insubordinación radical frente a la autoridad. Desde entonces ya no había gobierno, y por tanto sólo era cuestión de horas la renuncia de Sánchez de Lozada o la irrupción de una desequilibrada guerra civil. La intervención de las clases medias contribuirá al fortalecimiento de la primera opción.
La fiesta de la plebe; la derrota moral de la casta
La huida de Sánchez de Lozada por la puerta trasera fue el desenlace temporal de esta nueva etapa de la sublevación civil. Los insurrectos lo vivieron como una victoria, y así la celebraron. La inmensa mayoría excluida de la orgía liberal echaba a patadas a un presidente y garantizaba la legitimidad del nuevo. Esto, para quienes antes sólo contaba como un molestoso dato estadístico necesario al momento de la votación, era como arañar el cielo. Y así lo vivieron; el júbilo y la sensación de triunfo se apoderó de esos millones de pobres que lloraban cómo es que aquel hombre que representó el desprecio por la masa, aquel que expropió los recursos colectivos heredados por sus abuelos, aquel que quería "blanquear" a todos para esconder la indianitud de la sociedad o que deseaba entregar el país como reserva ecológica a las compañías extranjeras, se iba despreciado por los que tanto despreciaba, relocalizado por aquéllos a los que había relocalizado. La historia parecía jugar un drama de venganza y heroísmo, y la plebe lo supo y por eso brindó en medio de sus muertos y sus barrios convertidos en barricadas inexpugnables.
La masa había triunfado por esfuerzo propio, por insurgencia propia, por muertos propios y por palabras propias; había impuesto su decisión por encima del Estado, había experimentado entonces la sensación del poder no sólo en el ámbito territorial de su soberanía local, sino también a nivel general, estatal. El día viernes 18 de octubre, los símbolos del poder político en la ciudad de La Paz (el parlamento y la casa presidencial) estaban cercados y ante los pies de los indios y plebe insurrecta; los habían doblegado e incluso rendido en parte de sus atribuciones, aunque no los habían tomado en el momento en que eran más poderosos que nunca. Quizá no los quisieron tomar por esa inclinación popular, reiterada por Zavaleta, a la irresolución del poder cuando se está frente a él. O quizá fue porque había una conciencia de que detrás de ese poder aparente de la plaza Murillo está el poder real del Estado Mayor del ejército y de la embajada estadounidense. En todo caso, los que mejor supieron entender esta dimensión militar del poder fueron los indígenas del campo, y por eso vinieron como vinieron y por eso también se fueron a sus comunidades a la espera de las siguientes etapas donde tal vez se dirima el poder ya no como una externalidad presionable, sino como una ambición y prolongación de la soberanía indígena plebeya.
Con todo, hoy la situación es la de la quietud del centro de un huracán histórico que se está llevando por delante un modelo económico de inversión extranjera fracasado y un régimen político de partidos anacrónico y colonialista. La historia está girando a velocidades inauditas y más pronto o más tarde nuevamente todos seremos arrastrados a la vorágine de un desenlace que, esperemos, ancle en la historia los derechos por los que esos miles de insurrectos de ayer y de mañana han depositado tanta dignidad y esfuerzo colectivo.
Bibliografía
Arze Aguirre, R. D., Guerra y conflictos sociales. El caso rural boliviano durante la campaña del Chaco, CERES, La Paz, 1987.
Pérez, Elizardo, Warisata, la escuela ayllu, Burillo, La Paz, 1962.
Tandeter, E., Coacción y mercado. La minería de la plata en el Potosí colonial, CERA, Cusco, 1992.
Notas:
[1] |
Organizaciones territoriales comunitarias de los pueblos originarios de la región andina [N. de E.]. |
[2] |
Qorpa era el pedazo de mineral que los indígenas exigían como pago complementario al salario para asistir al trabajo en las minas. Juqueo, en idioma qheswa, es el ladrón de mineral que acopia clandestinamente trozos para venderlos a los comerciantes. |
[3] |
Q’ara, en aymara significa hombre pelado, que llegó sin nada y que vive del trabajo de los otros. Se asocia a los españoles que llegaron durante la colonia y ahora se aplica a la élite blanca mestiza que controla los poderes económicos y políticos del país. |
[4] |
Wiphalas son las banderas indígenas de cuarenta y nueve cuadros de siete colores en línea transversal. Se dice que tienen un origen precolonial y ahora son usadas por los movimientos indígenas para diferenciarse de los símbolos estatales. |
[5] |
T’aras es el calificativo despectivo de ignorante o cerrado que usan las élites para descalificar a los indígenas. |
[6] |
Aguas del Tunari es la empresa subsidiaria de Bechtel que privatizó el agua de Cochabamba en 1999, desatando una rebelión similar a la actual pero circunscrita a la región de Cochabamba. Más adelante se menciona la importancia de la "guerra del agua" [N. de E.].
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