Chiapas
8


Armando Bartra
Fe de erratas *

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Presentación

Armando Bartra,
Fe de erratas

Laura Carlsen,
Las mujeres indígenas en el movimiento social

Miguel Ángel García,
La historia chimalapa: una paciente y tenaz lucha indígena por un rico territorio en disputa

Margarita Robertson Sierra,
La casa de nuestra cultura. El territorio de los nahuas de Ayotitlán

Graciela Freyermuth,
Violencia y etnia en Chenalhó: formas comunitarias de resolución de conflictos

Inés Castro Apreza,
Quitarle el agua al pez: la guerra de baja intensidad en Chiapas (1994 - 1998)

Víctor Ríos Cortázar, Joel Heredia Cuevas y Xanat Andrade Andrew,
Polhó: la salud asediada

Luis Hernández Navarro,
Cuatro tesis sobre una guerra a la que no se le quiere reconocer el nombre


PARA EL ARCHIVO

Subcomandante Insurgente Marcos,
Los zapatistas y la manzana de Newton

Ricardo Robles,
El sistema jurídico rarámuri: índole de su ancestral sistema jurídico, sentido e impartición de justicia, resistencia y legalidad

Jerónimo Rajchenberg,
Ja jun ch’inil lo’ili yuj chawuk jumasa’. Un pequeño cuento maya

Ana Esther García Torres, Esmeralda López Armenta, Alma Nava Martínez,
Municipio Autónomo de Polhó


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Indice del Chiapas 8

Chiapas 8


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1. Examen de conciencia

Y juró por el que vive en los siglos de los siglos...
que ya no habrá más tiempo.


Apocalipsis 10:6

Vamos para el 2000, pero aun si el calendario dijera otra cosa estaríamos en un fin de milenio; nos sacuden sismos globales y maremotos planetarios, se escuchan rumores subterráneos, aparecen señales en el cielo.

En el ocaso del siglo proliferan nuevas pestes culpígenas que erizan la libido y lucrativas plagas sicotrópicas que también enganchan gobiernos; nos aquejan desvaríos climáticos y chuzas ecológicas, diásporas laborales y éxodos tumultuarios que dejan naciones enteras a la intemperie, hambruna entre espectaculares de Pringles y Sabritas, guerra en Babilonia -videogame incluido- y "Zapatista Social Netwar" con epicentro en Las Cañadas, súbitas estampidas financieras y hecatombes bursátiles que nos amanecen cada día más pobres, promiscuidad monetaria en el oeste y balcanización irremisible del este; la gran promesa civilizatoria del siglo XX colapsada en menos que canta un lustro, hartazgo light y penuria terminal compartiendo el baño en la impúdica casa de cristal del mundo globalizado. Y en la línea del coro, las prédicas milenaristas de los profetas harvarditas y yaleítas que anuncian el advenimiento del librecambio absoluto y el inminente fin de la historia. "Rendíos a los designios inescrutables de la concurrencia -claman los excelentes posgraduados- pues en verdad, en verdad os digo que la voz del mercado es la voz de Dios".

Los tiempos que corren son de encrucijada, de crisis civilizatoria, de revisión general de conceptos y paradigmas, tiempos de refundación. Es hora de tirar zapatos viejos y cambiar de abrigo, de aerear la casa y vaciar clósets, de subvertir la biblioteca y eliminar del disco duro archivos inútiles; hora de dejar el cigarro, hacer examen de conciencia y formular propósitos de siglo nuevo.

2. Un providencialismo ateo

Si el régimen capitalista representa una etapa fatal e
inevitable del desarrollo, a través de la cual debe
pasar cualquier sociedad humana, si únicamente nos
queda inclinar la cabeza ante esa necesidad histórica,
debe apelarse a medidas que puedan detener la llegada
del orden capitalista.


S. Krivenko, Russkoye Bogatsvo,
diciembre de 1893

El crepúsculo de nuestro ciclo histórico está signado por el pensamiento neoliberal. Un nuevo fundamentalismo economicista que ve en el mercado el espacio neutral donde se resuelve el destino de la humanidad por obra y gracia de las fuerzas ciegas y sordas de la libre concurrencia. Un absolutismo librecambista que sataniza la economía política y rinde culto a la econometría como ciencia dura y exacta.

A la luz de este nuevo determinismo, el cumplimiento de las aspiraciones humanas, desde la simple subsistencia hasta la dicha y el bien vivir, se presentan como resultado automático del crecimiento productivo. La expansión de la economía "goteará" bienestar social sobre los menos favorecidos; la felicidad es el "output" de una matriz econométrica.

En el derrumbe de la gran ilusión socialista, el desmantelamiento del estado social y la entronización del mercado irrestricto; cuando en el mundo priva un capitalismo desmecatado que engendra economías de casino servidas por estados croupiers; en los tiempos que corren, y vaya que corren, es necesario darle el esquinazo al fatalismo y recuperar el devenir como proyecto; es de vida o muerte reivindicar la historia como afán, como invención, como utopía.

Asumir al hombre como sujeto radical, como responsable último de su destino, es consustancial a la promesa libertaria y la vocación civilizatoria de la izquierda histórica. Pero el acento en la invención y en el proyecto no pertenece tanto al marxismo -corriente que domina en la izquierda del último siglo- como a derivaciones y afluentes más o menos heterodoxos. Y es que, desde su mismo origen, el marxismo renquea de un cierto determinismo, en especial de un determinismo económico.

La visión del desarrollo de la producción capitalista como antesala insoslayable de un socialismo fatal y la postulación de un curso único para este desarrollo pueden ser ajenas al auténtico pensamiento de Carlos Marx, pero marcaron profundamente a la mayor parte de los marxistas.

Libro canónico del "socialismo científico", El capital fue leído como una profecía descifrada en las entrañas del sistema económico, y pese a su profesión de fe materialista se le asimiló al absolutismo metafísico de Hegel. La visión totalizadora de Marx y su pretensión de restituirle racionalidad a la historia a partir de relaciones económicas, sociales e ideológicas fincadas en la producción generó diversas reacciones intelectuales. Contra la tesis de que la sociedad y la historia tienen leyes cognoscibles, se alzaron la sociología subjetiva y el historicismo positivista, mientras que a la teoría objetiva del valor se opondría el marginalismo. Pese a sus indudables aportaciones, durante el último tercio del siglo XIX y los dos primeros del XX, estos relativismos defensivos fueron avasallados por el influjo directo e indirecto del marxismo en las ciencias sociales. Pero en todo caso se trata de reacciones académicas que deben confrontarse como tales. Lo que me interesa discutir aquí son más bien las lecturas políticas que de Marx hicieron corrientes revolucionarias de diverso signo, y en particular la de los activistas y pensadores rusos de raíz romántica vinculados intelectualmente a Herzen.

Los llamados populistas rusos objetaron la filosofía de la historia que creían encontrar en la Crítica a la economía política del alemán y se rebelaron contra los horrores del capitalismo que se les anunciaba como destino insoslayable. El malentendido fue aclarado por el propio Marx, pero el incidente es revelador, pues pone de manifiesto que a fines del siglo XIX la agenda del populismo ruso, un pensamiento de raíz agraria y forjado en las urgencias revolucionarias de un país atrasado, establece mucho mejor que el marxismo el itinerario de las revoluciones campesinas y periféricas que marcaron la centuria. Y es que, a la hora de la verdad, las preocupaciones de los populistas resultaron las preocupaciones del siglo XX.

3. Reivindicación de Zemlia i Volia

Somos una nación demorada y en eso
reside nuestra salvación.


Mijailovski y Shelgmov

Marx, quien era mucho más flexible que la mayoría de sus discípulos, aclaró su posición respecto de la lectura populista de El capital en una famosa carta de 1877 dirigida a Mijailovski, uno de los animadores de la "marcha al pueblo" protagonizada por Zemlia i Volia (Tierra y libertad). Ahí el alemán rechaza que su "esbozo histórico de la génesis del capitalismo en el occidente europeo [fuera] una teoría histórico-filosófica de la marcha general que el destino le impone a todo pueblo".[1]

Y lo más importante es que, en éste y otros escritos inspirados por los cuestionamientos populistas, quien había ubicado la clave de la sociedad moderna en una producción capitalista de vocación planetaria admitió para Rusia y otros países "atrasados" la posibilidad de una vía corta al socialismo donde la comunidad agraria, aún no disuelta, estaba llamada a ser el humus de formas más altas de socialidad.

La carta de 1881 a Vera Zasulich, donde esto se plantea, es una muestra de la excepcional apertura de Marx a repensar sus hipótesis cuando la realidad le propone problemas nuevos: "El análisis en El capital no ofrece, pues, razones ni en pro ni en contra de la vitalidad de la comuna rural, pero el estudio especial que he hecho de ella [...] me ha convencido que esta comuna es el punto de apoyo de la regeneración social de Rusia".[2] Y en los apuntes previos, que no se incluyeron en la misiva, Marx razona como un irredento populista: "Lo que amenaza la vida de la comuna rusa no es la necesidad histórica ni una teoría social: es la opresión del estado y la explotación de los capitalistas [...] Sólo una revolución puede salvar a la comuna rusa [...] Si la revolución llega a tiempo [...] para asegurar el libre desarrollo de la comunidad rural, ésta será pronto el elemento regenerador de la sociedad rusa y el factor de su superioridad sobre los países esclavizados por el capitalismo".[3]

Pero Marx podía decir misa, y ni así impedir que sus lectores más ortodoxos como Plejánov, expopulista y luego fundador del socialismo ruso, afirmaran exactamente lo contrario: "Los caballeros subjetivistas (Mijailovski y Labrov) siempre están imaginando que la comunidad aldeana tiende a pasar a alguna ‘forma superior’, ‘por sí misma’. Están equivocados. La única tendencia real de la comunidad aldeana es la tendencia a disolverse".[4] "¿Pero cómo, entonces, puede combatirse la prosa capitalista la cual, repetimos, ya existe independientemente del nuestro y de sus esfuerzos? Ustedes tienen una respuesta: ‘consolidar la comunidad aldeana’, para reforzar la ligazón del campesino con la tierra. Y nosotros replicamos que ésta es una respuesta digna únicamente de Utópicos".[5]

Dándole el esquinazo al autor de El capital, con el argumento de que "hay gente que ‘reconoce a Marx’ únicamente en cuanto a lo que escribió en la llamada carta al señor Mijailovski",[6] Plejánov sustenta en el determinismo económico la supuesta imposibilidad de una revolución no burguesa en los países "atrasados" y anuncia para Rusia un largo periodo histórico de corte inevitablemente capitalista.

Cien años después los estragos del capitalismo salvaje en la ex Unión Soviética parecen darle la razón a Plejánov, pero esto no es más que un mal chiste de enterrador. Lo cierto es que a principios de este siglo el hacha del mujik resonaba en el campo ruso anunciando la rebelión, y la tarea de los revolucionarios, que no tenían infalibles bolas de cristal, era tratar de organizarla y dotarla de contenido programático. Así lo hicieron los populistas y sus herederos militantes del ala radical del Partido Social Revolucionario, quienes forjaron el alma política de los campesinos. Y así lo hicieron, también, los bolcheviques de Lenin, quienes rompiendo con la corriente mayoritaria del Partido Comunista Ruso -los mencheviques de raigambre plejanovista- apostaron a transitar por la democracia burguesa al socialismo, de un solo jalón.

Aunque pronosticada por el determinismo económico, la revolución en Alemania y el resto de Europa no estalló. En cambio la excéntrica y "voluntarista" revolución rusa fue puente con revoluciones, igualmente "precoces", en países semicoloniales de oriente.

Si descontamos las transiciones al socialismo en países de Europa oriental, favorecidas por los avances del ejército soviético al fin de la segunda guerra mundial, las revoluciones realmente existentes del siglo XX, empezando por la rusa y siguiendo por las de China, Argelia, Vietnam, Cuba, etcétera, han estallado en la llamada "periferia" y han sido de "liberación nacional". Ocurridas en países predominantemente agrarios, las masas campesinas han sido sus mayores protagonistas. Se trata, también, de revoluciones dobles o "ininterrumpidas" que, en un solo proceso y sin solución de continuidad, pretenden realizar reformas democrático-burguesas y transformaciones socialistas.

Ante estas evidencias, que desmienten el pronóstico decimonónico de los padres fundadores, el marxismo recoge de grado o por fuerza la herencia populista, y se adapta a las rebeldías realmente existentes. Así, el socialismo, que estaba llamado a suceder al capitalismo monopolista en los países más desarrollados, resultó, en los hechos, una vía inédita a la modernidad, recorrida por pueblos mayoritariamente campesinos en países económicamente atrasados. Ya lo decía Mijailovski: "Somos una nación demorada y en esto reside nuestra salvación".[7]

4. El derrumbe del "ogro filantrópico"

El estado es el más frío de los monstruos fríos.

F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra

Muestra fehaciente de la diversidad de vías históricas, Rusia y China evidenciaron que es posible una industrialización no mercantil sino de corte estatista, basada en mecanismos compulsivos de acumulación. Pusieron igualmente de manifiesto que es factible garantizar a todos un piso social básico de satisfactores y, por un tiempo, lograr cierta equidad en la distribución, lo que no es poca cosa en la inicua historia de la humanidad y sin duda se trasminó al occidente propiciando los compromisos sociales del "estado de bienestar". Pero estas vías demostraron, también, que el estado gestor absoluto de la economía y de la sociedad deviene un ogro tan torpe como despótico y autoritario; una máquina burocrática que -a contrapelo de la plausible raíz ácrata del proyecto socialista original- embarnece y se ensancha sin medida, una dictadura del "aparato" que ocupa todos los espacios y roe hasta los huesos a la sociedad civil.

El socialismo no fue el único estatismo perverso del siglo XX; los fascismos, las oligarquías patrimonialistas del mundo árabe y los "populismos" latinoamericanos aportaron lo suyo al descrédito del Leviatán. Por todo ello nuestro siglo es escenario de la derrota del estado como promesa civilizatoria; del derrumbe del "monstruo frío" que, en nombre de la religión, la raza, el proletariado o el interés general, cancela el movimiento vivificador de los intereses particulares; de la caída del "ogro filantrópico" que pretendiendo resarcir injusticias y abolir antagonismos de clase penaliza la diversidad y reprime la discrepancia; del vergonzoso término de una "dictadura del proletariado" tan asfixiante que hace añorar la vieja y entrañable lucha de clases.

En el imaginario del fin de milenio, la "sociedad civil" -el proverbial reino de los intereses particulares divergentes y contrapuestos- está enterrando las pretensiones universalistas del estado absoluto. Y en este saldo, sin duda fue decisivo el descrédito del socialismo real. Si el exhaustivo pensamiento de Hegel prefiguró los absolutismos del siglo que termina, la rebeldía iconoclasta de Nietzsche podría ser premisa del que empieza: "El estado es el más frío de todos los monstruos fríos: miente fríamente y ésta es la mentira que surge de su boca: ‘Yo, el estado, soy el pueblo’".

Pese a su inmensa carga de dolor y frustración, el socialismo -el "realmente existente", ¿cuál otro?- no fue un error histórico, ni la obra innoble de un puñado de malvados. El socialismo fue un lance colectivo de largo aliento, una experiencia compartida por millones y millones de seres humanos. Fue, sin duda, una aventura fracasada, una utopía que resultó inhóspita, pero también una hazaña de la libertad. Y es que, hay que admitirlo, a veces los sueños de la razón utópica producen monstruos.

En el fin del milenio estamos pagando el gran fracaso del socialismo utópico. Estruendosa derrota que arrastra incluso a su primo lejano el "estado de bienestar". Pero la lección que quieren desprender los profetas librecambistas es falaz. No es verdad que sólo el mercado salva. Los sueños libertarios del siglo XX engendraron monstruos, pero esto no significa que nuestro destino esté más seguro a merced de las fuerzas ciegas, sordas y estúpidas de la economía.

Asumir la historia como proyecto no es sólo acariciar utopías hasta que se vuelvan viciosas, es también responsabilizarse por los frentazos. Lo inadmisible es dejar caer, tirar la toalla. La gran desilusión del siglo es también un enorme desafío, y afrontarlo la mayor tarea de la nueva izquierda.

Pero hay que despojarse de lastres. Al determinismo econométrico de los tecnócratas neoliberales no se puede oponer un economicismo de raigambre marxista.

No hay destino trazado de antemano, no estamos condenados al comunismo ni al mercado absoluto. La disputa por el futuro no se da sólo en términos de economía; también y fundamentalmente en tesitura social, en las propuestas de orden político, en los paradigmas de convivencia, en el terreno de la cultura, en la sexualidad, en los ámbitos de la vida cotidiana.

Y no hay un solo camino, sino muchas veredas que se entrecruzan. Sendas intrincadas que tampoco llevan a la proverbial Roma. Todo indica que no marchamos hacia un futuro único, homogéneo, emparejador, sino hacia muchos futuros. Porque cada presente está preñado de su propio porvenir. Porque quizá Roma no existe, es sólo un espejismo en el horizonte, y la verdadera Roma son los caminos que a ella conducen.

5. Capitalismo contrahecho

El capitalismo necesita, para su existencia y desarrollo,
estar rodeado de formas de producción no capitalistas.


Rosa Luxemburgo, La acumulación de capital

Apartarse del determinismo histórico economicista no significa desechar la economía como herramienta de análisis y proyecto. Lo que en verdad hace falta es rescatarla de su reducción econométrica. Porque la disciplina que se ocupa de la producción y distribución es una ciencia humana, lo que significa que la economía es siempre economía política.

Es frecuente confrontar los dictados del mercado con los intereses de la sociedad, como si se tratara de una tensión entre el ser y el deber ser. No hay tal, la contradicción en la que se decide nuestro destino no es entre el voluntarismo social y el determinismo económico, sino entre dos economías: la que se rige por valores humanos y la que supuestamente regula el autómata mercantil; la del sujeto y la del objeto; la economía moral y la economía inmoral.

No estoy hablando de una confrontación en exterioridad. La economía moral a la que me refiero no está sólo en el pasado preburgués o en el futuro poscapitalista; no es únicamente el paradigma de civilizaciones tercas pero arrinconadas -los pueblos indios- o de modos de producción supuestamente residuales como la economía campesina. Tampoco es una manera específica del capitalismo del siglo XX conocida como "estado de bienestar", ni mucho menos el ámbito particular de la asistencia social.

La economía moral cruza por el centro mismo de la producción mercantil por excelencia. El capitalismo realmente existente ha sido y es, por razones estructurales, una economía política; una economía que restringe, controla o suple al mercado. Una producción y distribución intervenidas por criterios extraeconómicos; valores que pueden ser de egoísmo o equidad pero que se imponen por la lucha expresan la correlación de las fuerzas sociales, cristalizan en la ley y los ejerce el estado.

Al mercado hay que tomarlo muy en serio. Después de todo es el más eficaz mecanismo de intercambio que hemos inventado. Pero el mercado es siempre cojo, defectuoso, imperfecto. La circulación con base en precios presupone la tendencial homogeneidad de las condiciones de la producción, y por ello desde pequeño el capitalismo se ha empeñado en consolidar sus premisas haciendo tabla rasa de la diversidad ambiental y humana. Pero la cruzada planetaria por emparejarlo todo nunca alcanzó por completo sus objetivos, y en el fin del milenio se ha topado con la impostergable exigencia de preservar la biodiversidad -empleando tecnologías "adecuadas" es decir diversas- y está enfrentando una pluralidad cultural cada día más poderosa que reivindica la diferencia y no se pliega a la proverbial serialidad capitalista. Y es que la diversidad natural y humana contravienen las exigencias del mercado absoluto y su reivindicación pone en entredicho el fundamento mismo del sistema. En el fin del milenio el capitalismo está en cuestión por extremar la desigualdad, pero también por atentar contra la diferencia.

La premisa básica del intercambio de equivalentes, la homogeneización tendencial de las condiciones en que se producen mercancías iguales, no se cumple ni puede cumplirse. En primer lugar porque buena parte de la producción de energéticos, materias primas extractivas y bienes agropecuarios está determinada por la desigual calidad y distribución de los recursos naturales, lo que genera rentas diferenciales que distorsionan el reparto del ingreso. La producción de mercancías mediante mercancías socialmente producidas es una premisa teórica del modo de producción capitalista, inspirada en las condiciones de una parte de la gran industria, pero no vale para el conjunto del trabajo social.

Hay, también, costos de producción desiguales resultado de la distinta retribución de labores análogas, por razones de legislación, nacionalidad, raza, cultura o simple capacidad de negociación, diferencias que se originan en la natural imperfección de un intercambio donde el precio de la mercancía en cuestión -la fuerza de trabajo- depende de factores históricosociales y de la correlación de fuerzas.

A estas desigualdades estructurales causadas por la diversidad natural y humana, se suman distorsiones de otra índole. Destacadamente las que genera la proclividad especulativa de los circuitos financieros en un mundo globalizado donde campea el dinero virtual. Y si el manejo excluyente de la información bursátil reservada es fuente de utilidades perversas, pronto lo será también el acaparamiento de la información genética. A lo que se agregan todo tipo de desviaciones circunstanciales, pero inevitables y recurrentes, ocasionadas por monopolios privados o estatales, por políticas proteccionistas y por subsidios. Pero igualmente por las ganancias estratosféricas que propicia la clandestinidad de ciertas ramas de la producción, como la de los estupefacientes.

Y aquí una paradoja: mientras que la ilegalidad de los "mojados" reduce artificialmente sus salarios, la ilegalidad de ciertas drogas eleva sin medida su precio. Paradoja sólo aparente, pues lo que sucede es que los costos y beneficios provocados por las distorsiones del mercado no tienen una distribución errática. Al contrario: las pérdidas siempre son para el débil y las ganancias para el fuerte. Las perversiones de la libre concurrencia no son neutrales; constituyen un factor importante de la inequidad.

El mercado, entonces, debe ser intervenido y regulado, no sólo por razones de justicia social sino también por su propia inconsistencia. Y esta intervención nunca es puramente técnica, pues en ella se expresan intereses extraeconómicos. El mercado por sí mismo es un errático distribuidor del ingreso y un mal asignador de los recursos productivos, y las transferencias necesarias para rectificar sus distorsiones siempre responden a criterios sociales. Al autómata mercantil se sobrepone una economía política que puede ser moral o inmoral. La fetichización del mercado, la pretensión de que puede ser un regulador impersonal y absoluto, ha sido y es el supuesto ideológico de los intereses sociales dominantes, la coartada de la inequidad.

La tensión entre un intercambio de mercancías que supone costos tendencialmente iguales y la disparidad de las condiciones reales de la producción es una contradicción estructural del capitalismo que se manifiesta en la generación y regeneración de formas atípicas o "perversas" de producir -como la economía campesina-, que sin embargo resultan funcionales al "capitalismo disforme" del que hablaba Costas Vergopoulos,[8] el capitalismo contrahecho realmente existente. Y en este sentido la historia le da la razón a Rosa Luxemburgo, otra gran derrotada por la ortodoxia económica marxista.

Rosa Luxemburgo quizá se equivoca cuando afirma que el mercado exterior -en particular el horizonte precapitalista- es un supuesto indispensable sin el cual no puede entenderse conceptualmente la realización de la plusvalía, y Lenin demostró a satisfacción que el modelo formal de la reproducción capitalista ampliada es autocontenido y consistente. Pero cuando Rosa sostiene que en la sociedad real no predomina la producción capitalista pura sino "las más extrañas formas mixtas",[9] constata un hecho incontrovertible. Al respecto sus afirmaciones son contundentes: "no hay ninguna razón por virtud de la cual los medios de producción y consumo [...] hayan de ser elaborados exclusivamente en producción capitalista [...] este supuesto [...] no corresponde a la práctica diaria, ni a la historia del capital, ni al carácter específico de esta forma de producción".[10]

Posiblemente Rosa Luxemburgo falla al buscar el fundamento lógico de la disformidad socioeconómica en la inconsistencia de la teoría marxiana de la realización; pero sin duda acierta al llamar la atención sobre una realidad histórica de primera magnitud: la índole contrahecha y entreverada del capitalismo real.

6. El mercado y el motín

Cuanto antes nos alcemos, menos sufriremos.

Copla popular, Kent, Inglaterra, 1630

El capitalismo de Smith, pero también el de Marx, son paradigmas formales que no dan razón plena de la economía real. Ya lo señaló en un texto de 1971 el brillante historiador inglés Edward Thompson: "El modelo de una economía natural y autorregulable, que labora providencialmente para el bien de todos, es una superstición [...] La riqueza de las naciones [de Adam Smith] impresiona menos como ensayo de investigación empírica que como un soberbio ensayo de lógica válido por sí mismo".[11]

En el mismo texto, Thompson analiza el papel de la rebeldía y el motín en la efectiva y nada automática regulación del mercado:

[Hay un modelo de] protesta [...] que se deriva de un consenso con respecto a la economía moral del bienestar público [...] El motín era una calamidad social, que debía evitarse a cualquier costo. Podía consistir éste en lograr un término medio entre un precio "económico" muy alto en el mercado y un precio "moral" tradicional determinado por la multitud. Este término podía alcanzarse por la intervención de los paternalistas, por la automoderación de los agricultores y comerciantes, o conquistando una parte de la multitud por medio de la caridad y los subsidios.[12]

En todo caso, la lección de economía política era muy clara. Como la expresa una copla popular que se cantaba en Kent, Inglaterra, en 1630:

Cuanto antes nos alcemos,
menos sufriremos.

Esto sucedía en los siglos XVII y XVIII, pero a principios de los setenta del XX Thompson sugiere que el motín justiciero podría no ser ya tan necesario: "Hoy -escribe- no damos importancia a los mecanismos extorsionantes de una economía de mercado no regulado, porque a la mayoría de nosotros nos causan sólo inconvenientes o perjuicios de poco bulto. En el siglo XVIII no era éste el caso. Las escaseces eran verdaderas escaseces. Los precios altos significaban vientres hinchados y niños enfermos".[13]

Por desgracia, en el atardecer del milenio los niños enfermos y los vientres hinchados siguen siendo nuestro pan de cada día. Tan así que el último Nobel de economía premia a un estudioso de las hambrunas contemporáneas. Hambrunas que hoy no son obra de la escasez absoluta cuanto del mercado, y frente a las cuales el motín está más que justificado; ya lo decían los pobres de Kent: "Cuanto antes nos alcemos, menos sufriremos".

No sólo en la lucha por los precios y los salarios o en la racionalidad perversa de la producción campesina y artesana se manifiesta el condicionamiento moral de ciertos comportamientos económicos. Hay otros casos menos socorridos pero también elocuentes como los avatares del ahorro interno mexicano. La proverbial palanca de un crecimiento económico sano y menos dependiente de inversiones y créditos foráneos debiera provenir sobre todo de las utilidades empresariales; pero resulta que nuestros millonarios están depositando en bancos norteamericanos porciones crecientes de sus dividendos: en 1997 exportaron 2 732 millones de dólares y en 1998 nada menos que 4 115. Y mientras que la burguesía envía al exterior buena parte del excedente económico, que de invertirse aquí crearía más puestos de trabajo, el pueblo tiene que exportar crecientes legiones laborales, pues los empleos no generados de este lado de la frontera se crean en el país que administra buena parte de nuestros ahorros (en 1998, sólo en cuentas bancarias, teníamos ahí 38 000 millones de dólares).

Pero, visto en perspectiva, el daño no es tan grave, pues si el comportamiento atesorador, pichicatero e inmoral de la burguesía autóctona debilita nuestra capacidad de acumulación, la ética entrañable del proletariado transfronterizo mexicano la fortalece. Y es que mientras nuestros ricos expatrian a Estados Unidos utilidades, que son ahorro neto, nuestros pobres de allá repatrian parte de sus salarios, transformados en ahorro a fuerza de austeridad. Como bien lo sabe Elektra, se trata de mucho dinero: en 1997 entraron al país por este concepto 4 900 millones de dólares, parte de los cuales fueron invertidos en las modestas actividades agropecuarias de las familias de los migrantes.

Así, mientras que el cicatero capital nacional atesora sus ganancias en bancos foráneos, nuestro solidario trabajo trasterrado invierte en México una parte de sus salarios. Paradoja relevante para nuestra balanza de pagos, pues si en 1998 la economía real dejó de acumular alrededor de 40 mil millones por traslado de utilidades a bancos norteamericanos, ese mismo año las remesas de los migrados representaron un ingreso de cerca de 50 mil millones.

En el mundo real los grupos sociales son sujetos históricamente conformados, no simples soportes del capitalismo; son constituyentes de las relaciones económicas efectivas y no sólo constituidos por ellas. Detrás de la "perversión" de un "trabajo excedente" que se atesora y un "trabajo necesario" que en parte se reinvierte, está la contundencia de las relaciones económicas objetivas, pero también la entraña moral socialmente condicionada de nuestras clases, las divergentes biografías de nuestros burgueses y nuestros proletarios.

¿Pero, no estaremos hablando sólo del consumo y la producción marginales, de unidades domésticas campesinas, o en el mejor de los casos de aparatos económicos asociativos de crédito y comercialización? ¿No estaremos dejando de lado los aspectos medulares del mercado; el núcleo duro de la economía capitalista, ubicado en el trabajo asalariado industrial y la extracción de plusvalía?

7. La economía moral según Carlos Marx

En su impulso ciego y desmedido [...] el capital [...]
derriba las barreras morales.


Carlos Marx, El capital

Que la economía moral no es añoranza del porvenir, remanente del pasado o experiencia irrelevante que sólo pervive en las orillas del sistema lo revela el análisis más consistente que se haya escrito sobre la reproducción de la moderna sociedad mercantil: El capital, de Carlos Marx. En el capítulo ocho del primer tomo de este libro, el hombre que, junto con Smith -pero en talante crítico- más ha favorecido la imagen del capitalismo como economía autorregulada, llega a la pasmosa pero ineludible conclusión de que el sistema capitalista, ese autómata mercantil, sólo puede reproducirse por la mediación de factores morales:

La jornada de trabajo -escribe- no representa una magnitud constante sino variable [...] es susceptible de determinación, pero no constituye de suyo un factor determinado [...] la jornada de trabajo tropieza con un límite máximo [...] que se determina de un doble modo [...] de una parte por la limitación física [pero] aparte de este límite [...] tropieza con ciertas fronteras de carácter moral. El obrero necesita una parte del tiempo para satisfacer necesidades espirituales y sociales cuyo número y extensión dependen del nivel general de cultura.[14]

Más adelante abunda: "En su impulso ciego y desmedido [...] el capital no sólo derriba las barreras morales, sino que derriba también las barreras puramente físicas de la jornada de trabajo".[15]

Y este límite, que el capital en su ciega y atrabancada voracidad es incapaz de establecer, se fija igual que los precios de los cereales en las hambrunas de la Edad Media: por el recurso de la rebeldía y el motín. "La implantación de una jornada normal de trabajo -sigue Marx- es el fruto de una lucha multisecular entre capitalistas y obreros".[16] "[Las] minuciosas normas en que se reglamentan [...] períodos, límites y pausas del trabajo [...] se fueron abriendo paso [...] como otras tantas leyes naturales del moderno régimen de producción. Su formulación, su sanción oficial y su proclamación por el estado, fueron el fruto de largas y trabajosas luchas de clases". [17]

Fronteras morales, necesidades espirituales, nivel de cultura: categorías metafísicas en una perspectiva economicista, que paradójicamente aparecen aquí como única forma de fijar una magnitud decisiva en la reproducción del capital: la duración e intensidad de la jornada de trabajo.

Y quien dice jornada de trabajo dice salario, cuya magnitud tiene como límite el precio de los medios de vida necesarios para la simple sobrevivencia, pero que se fija a través de la lucha gremial y con base en criterios culturales. Y quien dice salario directo piensa también en el salario indirecto, implícito en la inversión social destinada a los trabajadores. Y quien dice gasto social tiene que hacer referencia a los criterios de desarrollo que debe incluir toda política de fomento: creación de empleo suficiente y digno, búsqueda de un crecimiento social y regionalmente equilibrado, sustentabilidad ambiental, etcétera.

Pero, atención, no estoy diciendo aquí que al Leviatán mercantil haya que imponerle, desde fuera, candados sociales. Lo que sostengo, siguiendo a Marx, es que en la propia reproducción económica del capitalismo juegan factores morales; que sin resistencia la acumulación se devora a sí misma; que falto de contrapesos sociales el capital descarrila inevitablemente; que la economía es política y la política economía, de modo que, sin leyes reguladoras, estado interventor y control social, el mercado se derrumba.

Lo que sostengo es que el paradigma neoliberal es un mito. Un mito peligroso que puede conducir a la catástrofe, pero que, en todo caso, trata de ocultar tras las inapelables decisiones del mercado el real imperio de una economía inmoral. De una economía que propicia las hambrunas en un mundo de abundancia, que torna abismales las diferencias de clase, de etnia, de género, de región. Una economía política que le enmienda la plana al mercado cuando el afectado es el capital, pero en nombre de la libre concurrencia desregula el mercado nacional de trabajo mientras que criminaliza el trasnacional. Un nuevo y paradójico "estado de bienestar" donde las políticas redistributivas lejos de atenuarse se intensifican, pero van destinadas a reforzar las "ventajas comparativas" y beneficiar al que más tiene; un orden intervenido por el estado proteccionista donde de grado o por fuerza el pobre subsidia al rico.

En el fin del milenio la sociedad planetaria resiste al manipulado autómata mercantil. Pero Thompson nos recuerda que desde que era pequeño ya los hombres luchaban contra el mercado, y Marx demuestra que sin resistencia no es pensable la acumulación; que tanto lógica como históricamente, los valores morales son consustanciales a la reproducción del capitalismo realmente existente. La economía, aun la más desmecatada y mercantil, no es inercia: le dan cauce decisiones políticas y sociales con sustento ético.

Y si la economía del sistema económico vigente no es un campo neutral, menos lo serán las nuevas utopías que reclama el milenio. La otra modernidad tendrá que sustentarse en una economía con rostro humano; una economía moral por la que nos amotinamos cuando el ogro mercantil aún era pequeño, por la que combatimos en los orígenes de la sociedad burguesa y por la que seguimos luchando en los tiempos senectos del capital.

8. El mito de la barbarie extramuros

Érase una vez un hombre que vivía fuera de los
muros de la ciudad. Y la ciudad era él mismo.


José Saramago, El equipaje del viajero

La barbarie es el saldo de la civilización capitalista,
el míster Hyde social que acecha tras el rostro
amable del progresista doctor Jekyll.


A. Bartra, El México bárbaro

La gran falacia de las civilizaciones globalizadoras ha sido postular una exterioridad bárbara; un ámbito salvaje situado más allá de sus fronteras donde el orden natural de las cosas exige tratamientos de excepción, comportamientos brutales que contrastan con los modos civilizados presuntamente imperantes murallas adentro. Lo cierto es que, cuando menos desde el siglo XVI, la barbarie no es el horizonte de la civilización, territorio de salvajes aún no redimidos por el "progreso" y a los que es válido someter a sangre y fuego. En verdad la barbarie es el saldo y la cara obscura de la civilización. Y hoy es el clóset vergonzoso de la modernidad.

Todas las grandes civilizaciones ocultan un armario lleno de cadáveres. Y el orden capitalista no es la excepción. No sólo porque nace chorreando sangre sino también porque conserva hasta su senectud un lastre de ignominia poco compatible con sus pretensiones civilizatorias. El capitalismo realmente existente es también, y sobre todo, el de la periferia, gobernado a la mala, expoliado sin medida y sacudido por hambrunas. Lo otro es un mito ideológico.

Y el corazón del sistema, en términos de resistencia y rebelión, está también en la mal llamada periferia. La idea de un más allá semicapitalista y premoderno, de cuya perversidad no es responsable el orden metropolitano, ha permitido estigmatizar con el sello del "atraso" a las rebeliones del mundo moderno.

Desde las guerras anticoloniales del siglo XIX, pasando por una revolución rusa inconcebible sin la aportación mayoritaria del mujik y concluyendo en la insurgencia tercermundista del siglo XX, las revoluciones realmente existentes de la modernidad han sido revoluciones periféricas, rebeliones desde un supuesto "precapitalismo", animadas por campesinos, indios, desempleados... Todas revoluciones de los "otros", de los que no son auténticos hombres modernos, pues aunque encarnen la cantidad carecen de la calidad de las clases elegidas. Pero si la resistencia es parte medular del sistema, habrá que reconocer que los "otros" no representan al viejo orden y sus luchas no son estertores de un mundo premoderno que se niega a remitir. Proclamar que "Chiapas es el corazón de México" significa reconocer que el orden del Sureste no sólo es consustancial al sistema mexicano, sino que es su expresión más precisa y que el alzamiento de los indios de Las Cañadas puede ser la última oleada de las rebeliones decimonónicas pero es también la avanzada de las nuevas insurgencias del siglo XXI.

Ya lo dijo Braudel: "De esta manera, la civilización habría engendrado la barbarie. Sin embargo, los bárbaros abandonan continuamente sus refugios [...] Y este retorno rara vez es pacífico".[18]

9. La noche triste de John Wayne

Lo más importante [...] ha sido el surgimiento de
una nueva vida en las comunidades, que nuestra
gente ha descubierto. Ellos han iniciado una nueva
existencia política, con organizaciones y problemas
comunales que los llevan a pensar y trabajar de
una forma completamente distinta a la que tuvieron
durante cuatrocientos años [...]


Felipe Carrillo Puerto, Yucatán, 1923

Hablar de indios es hablar de permanencia, continuidad, persistencia. Pareciera que las comunidades autóctonas han resistido y resisten a un mundo que cambia para mal; se mantienen en exterioridad respecto de una historia y una cultura occidentales empeñadas en devorarlas. La realidad es otra. El capitalismo, el mercado y los valores de la modernidad no sólo disuelven y niegan a la comunidad agraria -no sólo descampesinizan y desindianizan-, también la recrean y reconstituyen.

Al indudable despojo de tierras y la resignificación del imaginario y el pasado indígenas, hay que agregar la funcionalización del indio y su comunidad, ya no como realidades autónomas, sino como eslabones del moderno orden mercantil y capitalista. Durante la colonia, la Corona restituye la comunidad y propicia las "repúblicas de indios" como base de la expoliación tributaria y como reserva de fuerza de trabajo. El porfiriato arrasa con los pueblos indios que estorban al capital en su hambre de tierras, pero preserva a las comunidades necesarias para abastecer de peones a las fincas, haciendas y monterías.

Y es que los gestores políticos y económicos del gran dinero no son doctrinarios sino pragmáticos, y se adaptan a las necesidades del capital aunque violen los principios dogmáticos del sistema.

Ante la inconveniencia de aniquilarlos y la dificultad de transformarlos, el régimen porfirista y las compañías agrícolas por él cobijadas deciden usar a los indios conforme a su condición y configuran un eficiente sistema nacional de trabajadores forzados. La Secretaría de Fomento escribe al respecto en un folleto de 1911:

Las razas se dividen [...] en tres grupos principales [...] el primero comprende los pueblos de raza caucásica creadores de la industria transformadora en gran escala. El segundo compuesto preferentemente de la raza amarilla [...] parece capaz de imitar el régimen industrial capitalista. El tercer grupo comprende la mayoría de los pueblos indígenas del África, de América y de gran parte de Asia [...] Los individuos de ese grupo parecen incapaces de imitar, como los del segundo, la producción capitalista [...] En relación con el grado de inferioridad de una raza [...] los individuos que la forman resultan por su propia naturaleza trabajadores libres, obligados o esclavizados. La escasez de obreros en México no reviste pues como en Europa un carácter puramente económico, sino que depende de la índole de la mayor parte de su población nativa [...] la cantidad reducida de individuos activos y constantes es insuficiente para proporcionar a la agricultura los obreros necesarios [Ante la] imposibilidad material de deshacerse del elemento indígena, no queda otro recurso que tratar de afrontar decididamente el problema utilizando a la población rural existente a su índole [...]

Desde hace treinta años el régimen industrial capitalista se va extendiendo a todos los países, pero los principios del derecho de la raza caucásica son poco apropiados para regir las relaciones de dicha raza con las inferiores. La imposibilidad de tener un derecho común para todas las razas se manifiesta principalmente en lo que respecta a la propiedad de la tierra y al trabajo obligado. Así la necesidad de quitar a una población indolente las tierras que no aprovechan tiene como correlativa la de imponer a los nativos inertes cierta obligación al trabajo, no obstante las teorías que sostienen algunos académicos humanitarios.[19]

El texto al parecer fue escrito por Otto Peust, sociólogo alemán al que el ministro de Fomento de Porfirio Díaz y hacendado esclavista Olegario Molina puso al frente del Departamento de Agricultura, y constituye una suerte de indigenismo racista que reconoce el derecho a existir de los pueblos autóctonos. Esto siempre y cuando se sometan a un régimen de derecho excepcional que valida los trabajos forzados, los castigos corporales y la obediencia al amo. Y es que la coacción física es la única forma de integrar a los indios en el carro del progreso, una modernidad encarnada en las haciendas y sobre todo en las progresistas plantaciones agroexportadoras, abastecedoras de las metrópolis y animadas por el gran capital transnacional.

La revolución norteña opone al sistema de fincas del Sureste y al indigenismo racista y esclavista que lo respalda, un antiindianismo radical. Reconociendo con generosidad que la población autóctona sí puede adaptarse a las exigencias modernas, el carrancismo les concede a los indios el derecho a ser tratados como iguales... siempre y cuando dejen de ser indios. Éste es el espíritu de las "leyes de mozos" con las que los jefes constitucionalistas que incursionan en el Sureste pretenden emancipar a los enganchados y acasillados de las fincas: que se transformarán en hombres libres y modernos proletarios agrícolas por la magia de un decreto que debe abrir paso a los futuros sindicatos. Está por demás decir que las "leyes de mozos" resultaron inocuas y que el régimen finquero ha sobrevivido hasta fines del milenio.

No es casual que haya sido Felipe Carrillo Puerto, portador de la experiencia zapatista de Morelos, el impulsor del proyecto de emancipación indianista más acabado de la posrevolución. En el arranque de la tercera década del siglo, los neozapatistas del Partido Socialista del Sureste y sus bases de apoyo en las Ligas de Resistencia impulsan una emancipación de los mayas yucatecos cuya piedra de toque es la dignidad. La política de Carrillo Puerto consiste en respaldar la reconstitución territorial, económica, social y cultural de las comunidades, a través de la expropiación y dotación de haciendas henequeneras, del "regreso al maíz" y de la revaloración de la lengua y la cultura mayas. La estrategia consistía en que los indios esclavizados adquirieran autonomía y capacidad de negociación respecto de la "casta divina" que mangoneaba las fincas henequeneras. Justicia y dignidad para los mayas. Nada más y nada menos.

Setenta años después otros mayas, esta vez los chiapanecos, emprenden la marcha emancipadora afirmándose como indios y por una vía comunitaria. No es simple terquedad o que no pase el tiempo. Es que al fin del milenio la barbarie sólo ha cambiado de modos, no de filos. Los neozapatistas de Chiapas, como los mayas yucatecos de las Ligas de Resistencia, miran hacia el futuro. Si aquéllos pugnaban por un socialismo agrario peninsular, éstos proponen una utopía mundial para el nuevo milenio.

Bien lo dice Adolfo Gilly en Chiapas: la razón ardiente: "La particularidad del discurso zapatista es que pone en cuestión disciplina moral y definiciones desde otra ética y otras definiciones basadas en unas sociedades no ‘anteriores’ o pasadas sino actualmente vivientes dentro del territorio mexicano. A partir de esta existencia, no proponen el regreso a ningún pasado, sino que abren la disputa sobre el contenido y la definición de esta modernidad presente en la cual ellas también existen".[20]

Las bases zapatistas no son indios de matiné. Los pobladores de Las Cañadas no son anacrónicos ni exóticos: son nuestros rigurosos contemporáneos en un mundo global donde cada vez tienen menos sentido el concepto de periferia y las supuestas exterioridades precapitalistas.

Los indios no son mejores ni peores, ni más profundos ni menos profundos que los demás. Los indios no son tampoco lo que nos ancla a un pasado virtuoso o deleznable. Los indios son nuestros iguales en la diferencia. Tan mudables e imprevisibles como todo en este fin de milenio, los indios no son una permanencia sino un modo específico de cambiar.

México, D. F., febrero de 1999


Notas:

[*]

Este ensayo de Frankenstein exhuma fragmentos de los artículos "El espejo de obsidiana" y "La economía moral contra el autócrata mercantil", publicados en el diario La Jornada, y "El segundo aire", aparecido en La Guillotina, pedacería que para la presente publicación fue completada con textos frescos y debidamente suturada.

[1]

Marx y Engels y el modo de producción asiático, selección de Maurice Godelier, Eudecor, Argentina, 1966, p. 127.

[2]

Ibid., p. 140.

[3]

Ibid., p. 140.

[4]

G. Plejánov, La concepción monista de la historia, Fondo de Cultura Popular, México, 1958, p. 216.

[5]

Ibid., p. 217.

[6]

Ibid., p. 178.

[7]

Lorena Paz Paredes, El populismo ruso, Escuela Nacional de Agricultura, México, s.f., p. 64.

[8]

Kostas Vergopoulos, "El capitalismo disforme", en Samir Amín y Kostas Vergopoulos, La cuestión campesina y el capitalismo, Nuestro Tiempo, México, 1975.

[9]

Rosa Luxemburgo, La acumulación de capital, Grijalbo, México, 1967, p. 279.

[10]

Ibid., p. 273.

[11]

Edward Thompson, "La economía moral de la multitud", en Tradición, revuelta y conciencia de clase, Crítica, España, 1979, pp. 80 y 81.

[12]

Ibid., pp. 121 y 122.

[13]

Ibid., p. 131.

[14]

Carlos Marx, El capital, Fondo de Cultura Económica, México, 1964, tomo I, p. 178.

[15]

Ibid., p. 207.

[16]

Ibid., p. 21.

[17]

Ibid., p. 223.

[18]

Fernand Braudel, Las civilizaciones actuales, REI, México, 1991, p. 155.

[19]

Secretaría de Fomento, Investigación sobre el problema obrero rural en el extranjero, México, 1911. Citado por Armando Bartra en El México bárbaro. Plantaciones y monterías del Sureste durante el porfiriato, El Atajo, México, 1996, pp. 408 y 409.

[20]

Adolfo Gilly, Chiapas: la razón ardiente, Era, México, 1997, p. 96.




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Chiapas 8
1999 (México: ERA-IIEc)


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