Chiapas
8


Luis Hernández Navarro
Cuatro tesis sobre una guerra a la que no se le quiere reconocer el nombre

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Presentación

Armando Bartra,
Fe de erratas

Laura Carlsen,
Las mujeres indígenas en el movimiento social

Miguel Ángel García,
La historia chimalapa: una paciente y tenaz lucha indígena por un rico territorio en disputa

Margarita Robertson Sierra,
La casa de nuestra cultura. El territorio de los nahuas de Ayotitlán

Graciela Freyermuth,
Violencia y etnia en Chenalhó: formas comunitarias de resolución de conflictos

Inés Castro Apreza,
Quitarle el agua al pez: la guerra de baja intensidad en Chiapas (1994 - 1998)

Víctor Ríos Cortázar, Joel Heredia Cuevas y Xanat Andrade Andrew,
Polhó: la salud asediada

Luis Hernández Navarro,
Cuatro tesis sobre una guerra a la que no se le quiere reconocer el nombre


PARA EL ARCHIVO

Subcomandante Insurgente Marcos,
Los zapatistas y la manzana de Newton

Ricardo Robles,
El sistema jurídico rarámuri: índole de su ancestral sistema jurídico, sentido e impartición de justicia, resistencia y legalidad

Jerónimo Rajchenberg,
Ja jun ch’inil lo’ili yuj chawuk jumasa’. Un pequeño cuento maya

Ana Esther García Torres, Esmeralda López Armenta, Alma Nava Martínez,
Municipio Autónomo de Polhó


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Introducción: la guerra innombrable

Alguien tuvo una idea: si el problema no podía resolverse había que cambiarle de nombre. Si la guerra en Chiapas no podía resolverse había que decir que no existía.

La idea es, a partir de 1999, tesis oficial del gobierno mexicano. Así lo indicó el presidente Ernesto Zedillo al cuerpo diplomático el 5 de enero de 1999, y así lo repiten desde entonces los funcionarios gubernamentales. Así lo repiten embajadores y cónsules en el extranjero.

En el paquete para exportar a gobiernos y cuerpo diplomático había unas cuantas ideas más. No eran muy novedosas, pero igual había que repetirlas. Por supuesto, había que insistir en que el conflicto en Chiapas es apenas un problema local y que ni por asomo se trataba de un hecho nacional. Y, por supuesto, se requería insistir en que el EZLN y Marcos son tan sólo impostores que, lejos de reivindicar demandas por el reconocimiento de los pueblos indios, lo único que pretenden es tomar el poder para instaurar un gobierno marxista-leninista. No hay, de acuerdo con la versión oficial, nada nuevo en el zapatismo.

Las cuatro tesis que a continuación se presentan buscan mostrar las insuficiencias y limitaciones de las explicaciones sobre Chiapas ofrecidas por el gobierno al mundo diplomático.

Tesis 1: En Chiapas hay una guerra

Nada de lo que hoy sucede en lo militar o en lo político en Chiapas es producto de la casualidad. Allí hay una guerra, y no hay actividad más planificada que ésta.

El estatus del conflicto chiapaneco es el de un "conflicto armado interno". El EZLN declaró la guerra al ejército y al ejecutivo federal el 1° de enero de 1994, acogiéndose a las leyes sobre la guerra de la Convención de Ginebra. Hasta el momento esta declaración no ha sido retirada. Hay dos partes armadas, aunque sólo una de ellas, el gobierno federal, ha usado las armas de manera activa.

Los insurgentes están reconocidos como EZLN en la ley. El marco legal para resolver el conflicto señala explícitamente que su objetivo es buscar la paz. El 11 de marzo de 1995 el Congreso de la Unión promulgó la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas, y creó la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa). El 16 de febrero de 1996, el gobierno federal y el EZLN firmaron cuatro documentos sobre Derechos y Cultura Indígenas, que son parte de un Acuerdo de concordia y pacificación con justicia y dignidad. Paz es, según el Diccionario de uso del español, de María Moliner, "situación en la que no hay guerra". Y guerra es, de acuerdo con el Diccionario de la lengua española, de la Real Academia, "lucha armada entre dos o más naciones o entre bandos de una misma nación". En Chiapas, entonces, de acuerdo con los ordenamientos jurídicos acordados para solucionar el conflicto, hay una guerra.

Después de doce días de combate, las partes decretaron unilateralmente la tregua. Ésta ha sido rota en dos ocasiones por el gobierno federal: el 9 de febrero de 1995, cuando infructuosamente trató de detener a la dirigencia zapatista, y durante las acciones policiaco-militares ofensivas en contra de los municipios autónomos Ricardo Flores Magón, Tierra y Libertad y San Juan de la Libertad. Los zapatistas no usaron sus armas contra la sociedad civil, y desde el 12 de enero de 1994 no lo han hecho tampoco contra el ejército; han respetado la tregua y han enfrentado los movimientos militares con la resistencia civil pacífica de sus comunidades.

Sin embargo, la existencia de una tregua no significa que haya paz. Para enfrentar la rebelión, el gobierno ha puesto en marcha una estrategia de guerra. Unos sesenta mil efectivos militares se han posicionado en puntos clave de sesenta y seis de los ciento doce municipios chiapanecos. Cuando menos, nueve grupos paramilitares operan en veintisiete municipios y son responsables de centenares de asesinatos de civiles. Más de ciento cincuenta observadores de derechos humanos extranjeros han sido expulsados del país. Las instancias de mediación (Conai) y coadyuvancia (Cocopa) han sido severamente atacadas, al punto de forzar la renuncia de la primera y mantener a la segunda en vida vegetativa.

La dimensión militar del levantamiento zapatista no implica que se trate de un problema exclusivamente bélico. Por el contrario, lo militar expresa un conflicto en el que se mezclan problemáticas agrarias, étnicas, de rezago social, así como la crisis de un sistema regional de dominio, con imbricaciones nacionales.

Al tratar de negar esta caracterización e insistir en que en Chiapas no hay guerra, el gobierno busca una salida que prescinda de la negociación de reformas sustantivas, y oculta la realidad de una estrategia y una acción básicamente militares. La situación de tensión extrema que hoy en día se vive en Chiapas amenaza con provocar una nueva fase de confrontaciones. Creer que estamos ante un conjunto de problemas secundarios en un marco de violencia, sin comprender que ésta se alimenta de la polarización política, la desarticulación del tejido social y las provocaciones y ataques de diversos actores y fuerzas de seguridad, es poner la carreta delante de los bueyes.

Tesis 2: El conflicto en Chiapas es de carácter nacional (pero tiene una fuerte tendencia a la internacionalización)

Desde la perspectiva oficial la fuerza del EZLN se ha sobredimensionado, y su impacto es básicamente local y no nacional. Es frecuente escuchar desde el poder la idea de que el zapatismo no representa una fuerza nacional ni a los pueblos indios, y que su ámbito de acción se ubica en unos cuantos municipios chiapanecos. Según esta lógica, se ha concedido demasiado a una organización que tiene una escasa capacidad militar y que no tiene parangón alguno con movimientos armados como el FMLN en El Salvador o la URNG en Guatemala.

Según una encuesta reciente de la Fundación Rosenblueth (La Jornada, 19 de agosto de 1998), la opinión gubernamental sobre el carácter local del problema sólo es compartida por el 17 por ciento de la población. Por el contrario, el 73 por ciento de los encuestados cree que el conflicto en Chiapas tiene repercusiones en todo el país. Asimismo, el 44 por ciento piensa que el EZLN representa legítimamente a los indígenas, en contra del 40 por ciento, que cree que no es así.

Independientemente de la fuerza militar del EZLN, el zapatismo es una fuerza política con impacto e incidencia nacional e internacional. Los rebeldes han logrado articular alrededor suyo una enorme corriente de apoyo y simpatía hacia su causa, o, cuando menos, a favor de una salida pacífica al conflicto. La encuesta mencionada muestra que el 73 por ciento de la población piensa que los pueblos indígenas tuvieron razón en rebelarse contra el gobierno en 1994, 68 por ciento cree que el gobierno no ha mejorado las condiciones de los indígenas, y 57 por ciento opina que éste no ha hecho el mejor esfuerzo para lograr la paz. El conflicto en Chiapas ocupa un destacado lugar en los medios de comunicación, y ha obligado al mismo presidente de la república a hacer sucesivos viajes a la entidad y a expresar públicamente su opinión. La consulta nacional organizada el 21 de marzo de 1999 confirmó estas tendencias. Participaron en ella, a pesar del riesgo de asistir a un acto convocado por un grupo armado, casi tres millones de personas en todo el país.

El conflicto chiapaneco y la transición política en el país son situaciones que se han anudado de tal forma que no hay posibilidad real de dar salida a una prescindiendo de la otra. Ni siquiera el éxito parcial de las elecciones federales de 1997 permitió aislar al zapatismo. La naturaleza de las relaciones de poder en juego, la necesidad de resolver el levantamiento armado solucionando temas pendientes de la agenda política nacional, como el de los derechos de los pueblos indios, hacen que el precio a pagar por la paz sea el de la transformación del bloque conservador.

El problema en Chiapas no se reduce a la existencia de una oligarquía local atrasada, armada con guardias blancas, a la que el gobierno federal no quiere sacrificar. Esa oligarquía existe, pero su atraso no es más que la otra cara de la "modernidad" salvaje del sureste mexicano. Sus integrantes forman parte de un bloque político y económico en el que participan personajes claves de la vida política nacional, como Jorge de la Vega y Carlos Hank González. Además, Chiapas ha sido el granero electoral del PRI. El ejército mexicano no está allí para "mediar" entre las partes en pugna, sino para contener y combatir a una de ellas; no es un instrumento para la reforma, sino para la restauración del viejo orden. Prescindir de los grupos regionales de poder significa tanto como afectar los intereses de una fuerza clave en la política nacional, que ha sostenido reiteradamente posiciones autoritarias ante los retos de la transición. Cortarse una mano es, en este caso, casi tanto como darse una puñalada al corazón. No hay, ante el conflicto, una salida regional.

De la misma manera, buena parte de la política exterior mexicana se encuentra condicionada al tema chiapaneco. De la firma de un Tratado de Libre Comercio con la Unión Europea a la resolución del comité de expertos sobre derechos humanos de las Naciones Unidas, a las opiniones de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas sobre Derechos Humanos, e incluso a la visita del papa a México, la agenda de la diplomacia mexicana no puede escapar del nudo de Chiapas. El coordinador gubernamental para el diálogo viaja por el mundo para atender lo que según él es "sólo un conflicto político regional". Ningún movimiento de liberación en la época reciente ha logrado articular la red de apoyos con la que hoy cuenta el zapatismo. El problema chiapaneco se ha internacionalizado y se ha imbricado con el problema más general de la falta de respeto a los derechos humanos. De la solidaridad de grupos de derechos humanos y activistas de izquierda se ha pasado a la presión e interés de parlamentos y gobiernos. En su reciente visita a México, el presidente de Francia recordó diplomáticamente al gobierno mexicano que debía cumplir con lo firmado en San Andrés.

Prácticamente todas y cada una de las instituciones dedicadas al monitoreo y la defensa de los derechos humanos en el mundo, comenzando por Naciones Unidas, han cuestionado el estado que guardan los derechos humanos en el país. No hay que olvidar que el 14 de agosto de 1998, la Subcomisión para la Prevención de la Discriminación y Protección de las Minorías, de la ONU, emitió una resolución sobre la situación de los derechos humanos en México, y en particular en Chiapas, resolución que el gobierno mexicano rechazó. Los informes de organizaciones con incuestionable autoridad política y moral como Amnistía Internacional o HRW han sido sistemáticamente descalificados por la administración del presidente Zedillo, a pesar de estar sustentados en sólidas evidencias. En lugar de reconocer el incumplimiento de sus compromisos internacionales, el gobierno mexicano ha tratado de poner obstáculos a la inspección internacional.

Pero pese a esta actitud, o precisamente por ella, los informes de los organismos internacionales siguen dando cuenta de la existencia de graves violaciones a los derechos humanos en México, y de que la administración del presidente Zedillo no ha desarrollado una estrategia para contrarrestar abusos. Los informes de HRW, de AI y las opiniones de la Comisión Internacional de Juristas han sido muy poco complacientes con la visión oficial. HRW concluye que "continuaron ocurriendo en todo el país graves problemas de derechos humanos, entre ellos la tortura, la detención arbitraria, y un sistema de justicia poco receptivo ante los abusos", y AI acaba de señalar que la impunidad es lo que se respeta en nuestro país.

El gobierno mexicano es signatario de cerca de treinta instrumentos jurídicos internacionales que buscan la defensa de los derechos humanos, pero ninguno de ellos tiene vigencia plena. Además, ha ignorado reiteradamente las observaciones y recomendaciones provenientes de distintos organismos internacionales, la OEA incluida.

Se han incrementado las violaciones al derecho a la vida, a la integridad y a la libertad personales en el país. El número de detenciones ilegales, la tortura, las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada de personas y las acciones de grupos paramilitares van en aumento. Las matanzas de Acteal y El Bosque en Chiapas, y de El Charco en Guerrero, muestran un nuevo y alarmante patrón de comportamiento: el de asesinatos indiscriminados en el que participan paramilitares, fuerzas de seguridad pública y ejército.

El sistema de procuración e impartición de la justicia está lleno de vicios e insuficiencias. Para amplios sectores de la población, sobre todo para aquellos que protestan en contra de la política gubernamental, no existe derecho a la justicia. La impunidad campea en las zonas rurales, y en estados como Chiapas, Guerrero y Oaxaca se ha enseñoreado.

Es prácticamente imposible desligar Chiapas de la situación de los derechos humanos en el país. Amnistía Internacional acordó el 16 de junio de 1999 desligar al exgobernador Ruiz Ferro de sus funciones diplomáticas en los Estados Unidos, hasta que no se aclare su responsabilidad en la matanza de Acteal.

La internacionalización del conflicto es particularmente visible en Europa, pero abarca también la esfera estadounidense. La presencia estadounidense alrededor de la guerra en Chiapas se ha vuelto un hecho significativo. A las tradicionales acciones de ONG de derechos humanos, thinktanks y grupos de solidaridad, se sumaron, entre julio y agosto de 1998, el comentario de Madeleine Albright acerca de la presión que la administración Clinton ejerce sobre el gobierno mexicano para solucionar el conflicto, la audiencia del subcomité de Asuntos Hemisféricos de la Cámara de Representantes, la iniciativa del senador por Vermont Patrick Leahy para que ese órgano legislativo pida al Departamento de Estado la promoción de un llamado a resolver pacíficamente el diferendo y, finalmente, la detención de dos militares estadounidenses por grupos paramilitares en la comunidad de Los Plátanos.

Este incremento de la presión estadounidense es resultado tanto de la persistente acción de las coaliciones de solidaridad, como de la preocupación dentro de los círculos oficiales por el deterioro creciente de los derechos humanos en la región, y la pérdida de control gubernamental sobre el proceso. Tradicionalmente, las administraciones estadounidenses han privilegiado el apoyo a la estabilidad política en México por sobre los procesos de democratización. Lentamente, ambos temas se están imbricando.

Ciudadanos de ese país han sido expulsados de territorio mexicano por llevar a Chiapas ayuda humanitaria o por construir escuelas. En doce meses, informó La Jornada (1° de agosto de 1998), se efectuaron nueve giras de militares de Estados Unidos a Chiapas, y durante los primeros meses de este año se han realizado, por lo menos, el doble de viajes a ese estado de todos los que se hicieron en 1997.

Lo último que el gobierno estadounidense quiere es que, en lo que considera su patio trasero, se precipite una crisis política de grandes proporciones. Con la crisis asiática sin resolver, la guerra y reconstrucción en la antigua Yugoeslavia, con una difícil situación en Rusia y con los organismos multilaterales de financiamiento sin recursos, un nuevo sobresalto en la economía mexicana sería muy difícil de apuntalar. Y, como se mostró a raíz de la ofensiva policiaco-militar en El Bosque, los mercados mexicanos han comenzado a valorar el conflicto en Chiapas con cierta preocupación.

Pero, además, en la cultura política estadounidense existe una larga tradición de presiones de los votantes sobre sus legisladores. Y la acción de las coaliciones de solidaridad sobre representantes y senadores, junto a los informes sobre el conflicto y la situación de los derechos humanos por parte de organismos reconocidos en el mundo como Human Rights Watch o Wolla, han logrado que Chiapas comience a ser un punto en la agenda del Congreso estadounidense, al grado de que, al menos, sus integrantes tengan interés por saber qué es lo que allí sucede.

El movimiento de solidaridad con Chiapas en los Estados Unidos, según la investigadora Lynn Stephen, está articulado en torno a cuatro grandes coaliciones o redes nacionales, varias iniciativas regionales y unos cincuenta grupos locales. El 7 de mayo de 1998 se constituyó la Red de Solidaridad con México. Las cuatro coaliciones más importantes son: la Comisión Nacional para la Democracia en México (CNDM), con sede en Los Ángeles y El Paso; Servicio Internacional por la Paz (Sipaz), establecido en Santa Cruz, California; Global Exchange (GE), con oficinas en San Francisco y San Cristóbal, y la Fundación Interreligiosa para la Organización de la Comunidad Pastores por la Paz, con sede en Nueva York y Chicago. Destacan también proyectos como el impulsado por el recientemente deportado Peter Brown, denominado Equipos de Construcción de Escuelas en Chiapas, con base en San Diego, así como una multitud de grupos locales formados por equipos estables como Tonantzin de Boston, New York Zapatistas o la Alianza Zapatista de Pittsburgh. Entre dos y tres mil estadounidenses han participado en viajes de solidaridad a Chiapas durante los últimos cuatro años.

Entre los elementos que actúan como facilitadores de esta convergencia y activismo se encuentran la preocupación por el uso que se está dando a la ayuda militar estadounidense en México, la experiencia de trabajo de solidaridad con Centroamérica, la previa construcción de coaliciones binacionales en torno al libre comercio, el impacto de la rebelión zapatista en los medios y el uso del Internet.

Si el gobierno mexicano no tiene el consenso para hacer la guerra abierta ni la posibilidad de forzar a la reinserción de los rebeldes sin conceder reformas, ello es producto, en mucho, de que el conflicto dista de ser un mero problema local y que el factor internacional gravita fuertemente sobre su entorno.

Tesis 3: El atractivo del EZLN es su carácter novedoso

El zapatismo irrumpe en la escena internacional cuando los sueños de liberación de los pueblos han sido adormecidos por el decreto del fin de la historia. Emerge cuando la idea de revolución, tan cara a los proyectos transformadores, ha caído en desuso y es vista como una excentricidad. Aparece justo en el momento en el que, parafraseando a E. P. Thompson en su reflexión sobre William Morris:

Lo que parece estar imbricado [...] es todo el problema de la subordinación de las facultades imaginativas utópicas dentro de la tradición marxista posterior: su carencia de una autoconciencia moral o incluso de un vocabulario relativo al deseo, su incapacidad para proyectar imágenes del futuro, incluso su tendencia a recaer, en vez de eso, en el paraíso terrenal del utilitarismo, es decir, la maximización del crecimiento económico.

Su surgimiento, sin embargo, revirtió este proceso. Lo haya buscado o no, tuvo como consecuencia inmediata el estimular los sueños de transformación de amplias franjas ciudadanas que se resistían a la idea de que había que cancelar todo afán emancipatorio. Primero, por la fuerza que en lo simbólico de amplias capas de la población tiene la imagen de la revolución armada. Después, por el significado que lo indio y sus luchas han logrado conquistar, sobre todo en el viejo continente. Y, más adelante, por la naturaleza de su propuesta, alejada de las viejas concepciones de la guerrilla como partido-armado y de la lucha por el poder del estado. En el largo plazo, después del culto al resplandor de los fusiles, lo que ha quedado como propuesta de los rebeldes indígenas mexicanos zapatistas es otra cosa: un proyecto político novedoso.

El EZLN no es una vanguardia político-militar marxista-leninista que se proponga tomar el poder de manera violenta para instaurar el socialismo. No lo era en enero de 1994, y menos lo es ahora. Se le puede caracterizar así, si lo que se quiere es convocar a los demonios de la guerra fría para descalificarlo. Pero ello no sirve mayormente si de lo que se trata es de entender su verdadera naturaleza, el carácter de su propuesta y su éxito político.

En su primer documento público, la Declaración de la Selva Lacandona, que ha sido juzgado como maximalista y fundamentalista, los rebeldes llamaban no a destruir el estado burgués, sino a algo mucho más modesto: que el Poder Legislativo y el Poder Judicial se abocaran a restaurar la legalidad y la estabilidad de la nación deponiendo a Carlos Salinas de Gortari. La ilegitimidad del gobierno salinista había sido enarbolada por el cardenismo desde el fraude electoral de 1988, y había sido alimentada con medidas como las reformas al artículo 27 constitucional y el asesinato de más de quinientos militantes del PRD. La rebelión, además, se ubicó dentro de la ley y no fuera de ésta. Reivindicó como su fuente de legitimidad el artículo 39 constitucional, que establece que la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo, y que éste tiene derecho, en todo tiempo, a alterar o modificar la forma del gobierno. En síntesis, no buscó la subversión del estado mexicano, sino la sustitución del régimen político existente y de su política económica. Cinco años después, en su último comunicado, el EZLN insiste en que lo que busca es "el reconocimiento de los derechos de los pueblos indios y democracia, libertad y justicia para todos los mexicanos y mexicanas". Y que con lo primero, la paz será posible.

El zapatismo ha ganado su legitimidad en el terreno mismo en el que el régimen la ha perdido: el déficit democrático, el desmantelamiento del estado nacional, la pérdida de soberanía, la desaparición de las precarias redes sociales, la cancelación del reparto de tierra, la falta de reconocimiento a los derechos de los pueblos indios. Lo ha hecho explicándose a sí mismo, nombrando lo intolerable, construyendo un nuevo lenguaje, estimulando la voluntad de desear más y de otra manera. Apelando al imaginario colectivo. Sintonizando su discurso con el de una franja de la sociedad civil.

Una parte de sus planteamientos se inscribe plenamente en el terreno de la novedad en el discurso tradicional de la izquierda. Tal es el caso de la búsqueda de valores aceptados por la colectividad y apoyados en el cimiento de la vida social, el papel del diálogo en su establecimiento, la constitución de los sujetos, la exigencia de dignidad, la lucha por todos los derechos para todos incluido el derecho a la diferencia, la confluencia entre lo social y lo político, la combinación de la lucha étnica y la lucha democrática, la renuncia a conquistar el poder y su interés por transformarlo, y finalmente el papel de la soberanía popular.

La nueva lucha india, articulada e impulsada por el zapatismo, tiene profundas implicaciones para la formación de otro modelo de país. Impulsora del multiculturalismo democrático, es una fuerza central en la resistencia a una globalización que sirve a los intereses de los más poderosos, y una promotora de los derechos de las minorías y del combate a la exclusión. Gestora de un nuevo pacto nacional basado no sólo en los individuos sino también en los pueblos, estimula la reinvención del estado y la nación que queremos.

Chiapas no es la antigua Yugoslavia, ni las reivindicaciones indias en México tienen que ver con el etnicismo antidemocrático de otros movimientos. La política de identidad propuesta por el zapatismo "no busca el control de un territorio ni la separación de México", sino la transformación del país.

Tesis 4: El gobierno no tiene una política de paz

En la reunión del presidente Ernesto Zedillo con el cuerpo diplomático el 5 de enero de 1999, el entonces secretario de Gobernación Francisco Labastida afirmó que el objetivo del gobierno ante el conflicto no era negociar la paz, sino la solución del conflicto. La afirmación del responsable de la política interior no era nueva. Su coordinador de asesores había dicho casi textualmente lo mismo meses atrás ante integrantes de la Cocopa. El mismo Labastida, en distintas entrevistas de prensa, había insistido en que el trato con el EZLN era apenas un punto más en una agenda mucho más amplia de la política del gobierno hacia Chiapas. Desde su lógica, no tenía demasiada importancia el hecho de que tal aseveración rompiera el marco legal acordado por el Congreso de la Unión. La Ley para el Diálogo y el formato de negociación de San Andrés le resultaban al gobierno federal un corsé demasiado estrecho para su proyecto.

En septiembre de 1997 la violencia en Chiapas se intensificó, al punto de que los obispos de la diócesis de San Cristóbal de Las Casas fueron víctimas de un atentado contra su vida por parte del grupo priísta Paz y Justicia, que en julio de 1997 recibió una donación del gobierno del estado de Chiapas por más de setecientos mil dólares. Con dificultades para hacer una guerra regular en contra de los zapatistas, el gobierno decidió hacer una guerra irregular: promovió o facilitó la formación de grupos paramilitares para que fueran ellos los responsables de hacer el trabajo sucio en contra de la rebelión.

La masacre de Acteal, el 22 de diciembre de 1997, no fue un hecho aislado o fortuito, producto del fanatismo de facciones indígenas enfrentadas por problemas intercomunitarios o intracomunitarios, sino un acto de guerra. Inmediatamente después del crimen la presencia del ejército en Chiapas creció significativamente (más de cinco mil efectivos adicionales) y se reposicionó. Si en el pasado el incremento en el número de tropas se justificaba a través de la "lucha contra las drogas", ahora se "explicó" como una medida destinada a prevenir nuevos hechos violentos, a través de acciones como la vigilancia del orden y la seguridad, y el aseguramiento de armas de fuego. Se trasladaron hacia la región de Las Cañadas más tropas destacamentadas en Campeche y Yucatán, al tiempo que se instalaron nuevos campamentos en la región de Los Altos. En menos de dos semanas el ejército realizó incursiones en cincuenta y una posiciones zapatistas, incluidos cuatro Aguascalientes. El movimiento de tropas tuvo una cobertura publicitaria: el ejército no iba a perseguir rebeldes, sino a evitar que siguieran enfrentándose los indios; las fuerzas armadas no eran parte del conflicto, sino de su solución.

En síntesis, la institución que más se fortaleció en la región a raíz de la matanza de Acteal fue el ejército mexicano. No pagó los enormes costos que tuvo que sufragar en enero del 94 o en febrero del 95.

El crecimiento en efectivos militares y su relocalización en Los Altos no respondieron a movimientos de tropas zapatistas como reportó el ejército (éstos nunca existieron), y tampoco a la pretensión de frenar la acción de los paramilitares (éstos siguieron actuando con la más absoluta impunidad dentro del campo de operación del ejército y no se desarmó a ninguno de ellos), sino a un hecho mucho más simple: el establecimiento de un nuevo cerco militar al zapatismo, un nuevo cordón sanitario, para tratar de frenar su expansión y el funcionamiento de los municipios autónomos.

Apenas un día antes de la masacre de Acteal, la dirigencia del PRI en el estado había puesto en marcha una ofensiva propagandística de fondo, que tenía como eje central presentarse como víctima de una bien orquestada campaña en su contra. El objetivo de ésta era, según los priístas chiapanecos, involucrarlos con grupos paramilitares para tratar de "averiar la civilidad y legalidad" del partido en la entidad. La cortina de humo no sirvió para nada, pues se desvaneció con los primeros vientos de la tormenta que pretendía cubrir.

La matanza de Acteal modificó sólo formalmente la política gubernamental hacia el conflicto, pero no tocó sus elementos sustanciales. Distintos funcionarios -incluido el secretario de Gobernación y el gobernador del estado- fueron removidos de su cargo. Pero esto no significó un cambio de fondo en las líneas de acción.

Las acciones tomadas para enfrentar la tormenta resultaron infructuosas. Ni el cambio de funcionarios, ni las acusaciones presidenciales en contra de quienes impiden la acción de las instituciones gubernamentales, ni la presencia del secretario de Salud en la entidad, ni las campañas contra la intervención extranjera, ni la pretensión de explicar la masacre como el resultado de venganzas interfamilares, resultaron eficaces.

Todas estas acciones fueron realizadas en completo desorden y desconcierto, y en medio de multitud de señales contradictorias. Mientras se hablaba de paz se atacó por enésima ocasión a la Conai y al obispo Samuel Ruiz, se redujo la función de la Cocopa y se desconocieron puntos medulares acordados en San Andrés.

En su pronunciamiento del 22 de enero en Kanasín, Yucatán, el jefe del ejecutivo comenzó a romper el círculo vicioso de la incredulidad hacia las posiciones gubernamentales, porque se comprometió tanto con el no uso de la fuerza del estado para solucionar el conflicto en la entidad, como con los acuerdos de San Andrés. Posteriormente, el secretario de Gobernación admitió públicamente que el gobierno federal no piensa cumplir con una parte de lo que firmó en San Andrés. Señaló que estaba dispuesto a retirar veintitrés de las veintisiete observaciones que el gobierno federal había hecho a la iniciativa de la Cocopa, pero ocultó que la única propuesta realizada consistía en mantener las objeciones de fondo y pretender reabrir el debate sobre lo ya negociado. Al poco tiempo, presentó de manera unilateral su propia iniciativa de reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas. La iniciativa fracasó ante la falta de consenso de los partidos políticos (especialmente del PRD y del Grupo Galileo del PRI), el repudio de un amplio sector de la opinión pública y la convicción de una parte de la población de que lejos de ayudar a resolver el conflicto, la aprobación de la reforma constitucional sin la participación zapatista lo complicaba aún más.

De manera simultánea, la estrategia gubernamental buscó escalar el conflicto. Polarizó el clima político nacional y procuró desgastar las simpatías zapatistas en las ciudades. Atacó beligerantemente a la mediación, al punto de forzarla a renunciar. Intentó, infructuosamente, una negociación directa, sin intermediarios. Procuró crear las condiciones políticas para desconocer formalmente el marco legal que había pactado con el EZLN para solucionar el conflicto. Dentro de Chiapas, ordenó operativos policiaco-militares en contra de cuatro municipios autónomos. El último de ellos, contra los habitantes del municipio de El Bosque, propició un verdadero escándalo político y provocó el cese temporal de este tipo de acciones y el descalabro de su ofensiva.

En el centro de la interrupción del proceso de paz se encuentra una cuestión de fondo: el gobierno no tiene hacia el conflicto chiapaneco una política de paz, sino un esquema de negociación. No busca la paz, sino recuperar la iniciativa político-militar. Una política de paz busca resolver a fondo las causas de la rebelión y sostener la continuidad de la negociación como parte de una política de estado que trasciende los intereses inmediatos del gobierno y los partidos. Un esquema de negociación consiste tan sólo en la aplicación de algunas medidas para "contener" al enemigo y tratar de derrotarlo, utilizando el conflicto en función de las coyunturas políticas nacionales.

El esquema de negociación del gobierno ha tenido como ejes centrales "achicar" a los actores, "chiapanequizar" el conflicto y ofrecer al zapatismo un esquema de reinserción civil sin negociación real de sus demandas. En su última fase, el gobierno ha buscado retomar la iniciativa presentando una propuesta de reformas constitucionales sobre derechos y cultura indígenas, que difiere sensiblemente de los compromisos pactados en San Andrés. Asimismo, descalifica la mediación. Quiere destruir el marco legal y el tejido institucional construido durante más de cuatro años de diálogo y negociación. Critica a los intelectuales por su actitud permisiva ante las estrategias y procedimientos del EZLN, controla los medios de comunicación y organiza campañas xenófobas en contra de los observadores internacionales.

De esta manera, los indudables aciertos que se dieron durante el proceso de negociación, tales como sostener la tregua militar, incorporar directamente al ejército al diálogo, introducir a los partidos políticos como coadyuvantes y admitir cierta participación de la sociedad civil, han sido abandonados. Asimismo, la derrama económica en la región ha servido para amortiguar el descontento social y rearticular algunas clientelas políticas, pero no para desarrollar el estado, ni crear instituciones, ni resolver las causas que originaron el conflicto.

La carencia de unidad de mando gubernamental en las negociaciones ha propiciado que intervengan en él, de manera escalonada, la Secretaría de Gobernación y el presidente de la República, con posiciones distintas.

La decisión gubernamental de monopolizar la negociación y desmantelar las mediaciones que no le sean incondicionales provocó, primero, la contención y destrucción de la Conai y, después, el desgaste de la Cocopa. Con ello canceló la posibilidad de solucionar el conflicto en el corto plazo y potenció la posibilidad de tener que recurrir a mediaciones internacionales.

Las experiencias de procesos de paz en otros países enseñan que la parálisis en la negociación está vinculada a dos variables básicas: poder y compromiso (legitimidad). Las partes tienden a negociar en situaciones de igualdad dinámica, cuando la débil crece y la fuerte decrece. Para romper el impasse se requiere de una política de reconocimiento, diálogo, cumplimiento de los acuerdos y mando unificado en la negociación. La insurgencia debe ser reconocida como un actor legítimo, el gobierno debe reafirmar la vía del diálogo como solución del conflicto y cumplir los compromisos pactados, y sus negociadores requieren sostener una posición única y ser capaces de hacerla valer dentro del gobierno.

En el caso de Chiapas, tan sólo dos de las cuatro condiciones necesarias para romper el impasse se han cumplido. El EZLN fue reconocido como actor legítimo desde las primeras negociaciones de la catedral, y a partir de entonces se ha insistido en el diálogo como vía de solución del conflicto, aunque el gobierno federal ha roto ese compromiso en varias ocasiones. En cambio, el gobierno no cumplió lo pactado sobre derechos y cultura indígenas, y prácticamente boicoteó la negociación sobre los temas de democracia y justicia. Ni la mediación ni la coadyuvancia -que son el aval de cualquier negociación- tuvieron la fuerza suficiente para obligar a cumplir con lo acordado. Ello se ha agravado con el desorden que cíclicamente priva en las filas del gobierno federal y con una sucesión presidencial adelantada. Una y otra vez, las declaraciones de los distintos funcionarios se contradicen entre sí sobre la estrategia oficial.

La estrategia gubernamental ha fracasado. Durante 1998, en medio de una de las peores ofensivas en su contra, el EZLN creció dentro de la zona de conflicto, las comunidades resistieron la ofensiva militar, los municipios autónomos siguieron funcionando, el conflicto se mantuvo como punto de referencia central en la política nacional y el zapatismo amplió notablemente su presencia internacional. La consulta sobre derechos y cultura indígenas organizada por el EZLN el 21 de marzo de 1999 demostró que esta fuerza mantiene una indudable capacidad de convocatoria y movilización política.

El incumplimiento gubernamental de los acuerdos es la razón principal -aunque no la única- del impasse en las negociaciones con el EZLN. Para romper la parálisis, desde la lógica del EZLN, no hay más que un camino: que el gobierno cumpla lo que pactó, sin regateos. Sólo por esa vía podrá recuperar la credibilidad sobre su disposición al diálogo. El hecho es medular: hoy está en juego la reforma indígena, mañana la vida de los rebeldes. Si en el futuro los zapatistas negocian reinsertarse en la vida civil y el gobierno no respeta su libertad o su vida, no podrán renegociarlas como ahora quieren que se haga con los Acuerdos de San Andrés.

Sin confianza y credibilidad no habrá negociación. Sin cumplimiento de lo pactado no habrá confianza ni credibilidad.



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Revista Chiapas
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Chiapas 8
1999 (México: ERA-IIEc)


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